"Verdad
y memoria están llamadas a prestar sus servicios al rescate de un proyecto
democrático en el Perú" (Salomón Lerner)
Es imposible no toparse con el
concepto de justicia transicional cuando se
transita actualmente por el amplio campo de la justicia penal. Se puede
discutir sobre su novedad pero no sobre su importancia. Si queremos garantizar
el desarrollo de los derechos fundamentales hay que tomársela muy en serio; si
queremos abordar con rigor la superación de un conflicto violento, es decir, si
queremos poner bases sólidas para acabar con la violencia y que el pasado
violento no se repita, tenemos que colocar en el epicentro de la escena a la
justicia transicional.
Nadie discute su importancia pero sí
su novedad. Hay quien piensa que es una novedad absoluta en la historia del
derecho, mientras que otros sostienen que la cosa viene de muy atrás. Puede que
así sea pero lo cierto es que hoy ha tomado una forma hasta ahora desconocida.
Si en el pasado mandaban los intereses de los agentes políticos, hoy prima algo
así como la justicia a las víctimas o, dicho de otra manera, la justicia por
los crímenes perpetrados en ese contexto de violencia o terrorismo.
1. ¿Una justicia transicional de los antiguos?
Hay quien, como John Elster, piensa
que "la justicia transicional democrática
es tan antigua como la democracia misma"(1). Es vieja esta figura
jurídico-política especializada en saldar cuentas con el pasado y que aparece
en los momentos de transición de un régimen político a otro, por ejemplo, de la
dictadura a la democracia. En la medida en la que el nuevo régimen llega con
pretensiones de justicia tiene que habérselas con los atropellos del régimen
anterior, sobre todo cuando éste ha sido una dictadura.
Las reacciones del nuevo régimen a
las injusticias del antiguo han sido muy variadas. Los atenienses, por ejemplo,
cambiaron de estrategia en menos de diez años. La transición de la dictadura
del Consejo de los Cuatrocientos a la democracia de Atenas, en 411 a. C., puso
en marcha una justicia transicional dura y exigente porque lo que se buscaban
los nuevos dirigentes era el castigo de los dictadores y la reparación del daño
causado a los demócratas. Actitud muy diferente fue la que presidió la
transición de la dictadura de los Treinta Tiranos a la democracia en el año 403
a. C. Fue una transición dispuesta a poner todos los medios a su alcance para
lograr la reconciliación, de ahí el decreto de amnistía. Con la amnistía no
sólo se borraban los delitos cometidos sino que perseguía algo mucho más
contundente, a saber, condenar a quien recordara. Prueba de la seriedad de la
medida es esa pena de muerte, que según cuenta Aristóteles en La
Constitución de
Atenas, fue aplicada a un exiliado recién llegado a Atenas, que osó
recordar sus males pasados. El resultado fue que "después de que este
hombre fuera muerto, nadie más quebró la amnistía" (Elster, 2006, 29). La
memoria resultaba letal para quien la practicara pero no porque los recuerdos
propios resultaran insoportables sino porque la autoridad política no los
toleraba ya que había anclado la legitimidad de su poder en una supuesta
“reconciliación nacional” que se sentía amenazada por la memoria de los
crímenes cometidos por una de la partes "reconciliadas".
Suerte dispar corrieron igualmente
las transiciones políticas que tuvieron lugar en Francia en el momento de la Restauración de 1814
y la de 1815. La primera fue blanda, pese a que la aplicaron los derrotados por
la Revolución
de 1789 que volvieron sin haber aprendido nada ni olvidado nada del exilio. Tan
blanda que permitió el regreso del propio Napoleón Bonaparte. No hubo juicios, ni justicia política, sino
sólo unas pocas purgas en la administración pública. La segunda Restauración
fue mucho más dura, consciente de que la mano blanda había facilitado el
resurgir de Napoleón.
Lo propio de esta vieja justicia
transicional es que el pasado es visto desde la óptica del presente, es decir,
desde los intereses presentes de los que ahora mandan. Si conviene, abrimos la
mano y pasamos página; si no conviene, que las paguen todas juntas. En esas
prácticas se retuerce el derecho para complacer a los príncipes y nada hay que
invoque el sufrimiento de las víctimas, sobre todo si éstas ya no están ahí. Si
el centro de gravedad de la justicia es el presente, será inevitable la
querencia a pasar página o a canjear justicia por paz.
Es difícil imaginarse en esos casos
a un juez que, en base al mero derecho, aunque este sea el internacional,
procese a un exmandatario de un gobierno de otra nacionalidad, y eso contra la
opinión de la fiscalía del propio país. Es inimaginable en esa justicia
transicional de los antiguos un caso que se parezca al procesamiento de Augusto
Pinochet, llevada a cabo por iniciativa de un juez independiente, Baltasar Garzón,
contra el parecer de los unos (la fiscalía española) y la indignación de los
otros (del gobierno español y del chileno).
Si se juzga el pasado en función del
presente, lo lógico es pasar página. Esto interesa, desde luego, a los antiguos
verdugos, pero también a los nuevos amos que valoran más la pacificación que la
justicia. En ellos puede más el deseo de paz
que el de hacer justicia con el pasado. Este mecanismo se observa, por
ejemplo, incluso en los protagonistas de la Revolución Francesa
que no castigaron a las antiguas cúpulas por delitos pasados, ni compensaron al
campesinado por lo que les habían robado. Los cargos presentados contra los
aristócratas durante el Terror se basaron en lo que habían hecho después de la Revolución. Asimismo
sería inexacto decir que la abolición de
los deberes feudales fue la “reparación de una injusticia pasada. Los decretos
del 5 de agosto de 1789 apuntaban a eliminar la injusticia de cara al futuro,
sin ninguna compensación adicional por injusticias pasadas" (Elster, 2006,
66).
Como se pone el acento en la
convivencia actual, el interés por las injusticias pasadas decrece conforme se
alejen del momento actual. Hay un texto de J.Stuart Mill, tomado de su Principios de economía política, que
expresa muy bien el fatal destino de la justicia transicional tal y como hoy la
entendemos: dice el filósofo inglés: “ después de algún tiempo, la tenencia que
no fue cuestionada legalmente se convierte en un título de propiedad. Así
ocurre en todo el mundo. Incluso en el caso de que la posesión fuere injusta,
el despojo de los poseedores actuales -probablemente bona fide, después de
transcurrida una generación-, haciendo revivir un derecho que ha estado oculto
durante mucho tiempo, sería, por lo general, una injusticia mayor y casi
siempre ocasionaría más daño público y privado que dejar sin expiar la
injusticia original. Puede parecer un poco fuerte que un derecho que en un
principio era justo, desaparezca por el mero paso del tiempo; pero transcurrido
cierto tiempo…la balanza de la injusticia se inclina hacia el otro lado. Sucede
con las injusticias de los hombres lo que con los desastres de la naturaleza,
que cuanto más se tarda en repararlos, mayores son los obstáculos para llevar a
cabo la reparación, por la malezas que hay que arrancar o abatir"(2). Revolver el pasado puede suponer “una
injusticia mayor que dejar sin expiar la injusticia originaria”.
Este texto es muy significativo. El
paso del tiempo se convierte en árbitro de la justicia, en principio de lo
justo e injusto. La justicia tiene que luchar contra la historia. Suena
entonces a sarcástica la tesis hegeliana que entroniza a la historia como
tribunal del mundo (“die Weltgeschichte als Weltgericht”) porque la historia,
el paso del tiempo, está preñado de olvido.
Pero ¿es eso así? ¿“el paso del
tiempo” borra realmente el pasado? Por “paso del tiempo” entendemos un espacio
temporal en el que nadie ha querido hacer valer ese pasado injusto, de suerte
que la historia de unos y otros se ha ido conformando sin que ese pasado haya
tenido peso alguno. Y si, de repente, viene alguien reclamando unas tierras que
robaron al bisabuelo o justicia por un asesinato perpetrado contra el abuelo,
se le dirá que no es de este mundo, que está anclado en el pasado, como un
espectro. Hacer caso a esas demandas es lo que, a los ojos de Stuart Mill
causaría una injusticia mayor que la que se quiere reparar.
El error de este planteamiento
consiste en pensar que existe “un espacio temporal en el que nadie ha querido
hacer valer ese pasado injusto”. La víctima lo ha querido hacer valer pero su
voz ira inaudible. Para ella el tiempo no pasa, sino que está suspendido,
esperando que se le haga justicia. Es verdad que la historia de unos y otros se
ha conformado sin que ese pasado haya tenido peso alguno. La historia de España
durante el franquismo se hizo sin que pesara la
II República ; y en el Chile de Pinochet
poco juego podía tener Allende, pero eso no significa que la historia real sea
el tribunal de la historia.
La realidad es, en cualquier caso,
algo más que lo que ha ocurrido de hecho, algo más que la pura facticidad. De
la realidad forman parte los no-hechos: lo que pudo ser y no se lo permitió,
incluso lo que tuvo lugar pero fue derrotado y así sepultado por el peso de los
triunfadores. Allende era el espectro de Pinochet, como la democracia del
franquismo. No hay que confundir ausencia con “espacio temporal” vacío. Gracias
a esos espectros del pasado hoy hablamos, en España, más de República que de
franquismo; y, en Chile, de Allende más que de Pinochet.
2. La justicia transicional de los modernos.
Si, como quiere Elster, incluimos en
la historia de la justicia transicional estas prácticas políticas que tenían en
cuenta los crímenes de los regímenes anteriores pero que los enjuiciaban según
la conveniencia del momento, habrá que distinguir entre la justicia
transicional antigua y la moderna. Dónde colocar el corte, he ahí un tema harto
vidrioso. Todo depende del criterio de división que adoptemos.
Si
tomamos como criterio de división el derecho, es decir, la respuesta legal a
los crímenes cometidos por un régimen anterior, tal y como hace Ruti Teitel(3),
podemos ubicar a la justicia transicional moderna en el siglo XX que ha
conocido un gran desarrollo de esa justicia con
tres fases bien delimitadas. La primera
se remontaría al Tratado de Versalles con el que los aliados castigan a la Alemania que al
desencadenar la Primera Guerra
Mundial es culpable de los “daños y pérdidas infligidos a los gobiernos
aliados”. En ese caso ya se recurre al derecho penal internacional para
castigar a un país entero y también para determinar responsabilidades
individuales.
Pero es
en la posguerra de la Segunda Guerra
Mundial cuando se despliegan las potencialidades de la justicia internacional.
El buque insignia de esa práctica es el Juicio de Núremberg, que penalizó
crímenes de Estado a partir de exigencias del derecho universal. Ese enfoque
tuvo desarrollos tan decisivos como la regulación internacional de los
conflictos armados y la
Convención contra el Genocidio, de 1948 (Teitel, 2011, 142).
La
guerra fría supuso un freno a esta dinámica y hubo que esperar a la caída del
muro de Berlín y el derrumbe de la Unión
Soviética para que se iniciara una nueva modalidad de
justicia transicional en el contexto de transiciones a la democracia a partir
de regímenes totalitarios o represivos. Esto ocurre en los nuevos Estados que
emergen de la descomposición del imperio soviético, pero también en muchos
Estados de América Latina y Africa, alcanzados por la onda expansiva que vino
de la ex - Unión Soviética, sin olvidar casos como el de España y Portugal que
tuvieron lugar en plena guerra fría.
Para
esta segunda fase, desarrollada en tiempos de la posguerra fría, el modelo Núremberg no vale. Primero
porque las transiciones se hacen desde el propio país y, con frecuencia, por
los mismos protagonistas del régimen anterior. Aunque el derecho internacional
juega un papel, el acento es nacional. No se da la situación de vencedores y
vencidos que explica el juicio de Núremberg. En segundo lugar, esas
transiciones se hacen en situaciones precarias: un poder judicial sin
suficiente autonomía, leyes de autoamnistía y sociedades profundamente
divididas.
Aparecen
entonces problemas transicionales que desbordan el campo de lo penal o jurídico,
tales como sanar heridas, lograr la reconciliación o conocer la verdad de lo ocurrido con los
desparecidos. Son preocupaciones muy reales pero que han sido consideradas
ajenas del todo o en parte al derecho. Se produce entonces una extraña
situación: se incorporan al lenguaje de
la “justicia transicional” prácticas extrañas al derecho, como las Comisiones
de la Verdad , pero al precio de “hacer concesiones
cruciales al derecho” para poder llevarlas a cabo (Teitel, 2011, 148).
Si el buque
insignia de la primera fase era el Juicio de Núremberg, el de esta segunda son
las Comisiones de la Verdad ;
si lo que guiaba a la primera era la aplicación del derecho penal
internacional, lo que guía a esta segunda es la atención a la pluralidad de daños
causados por la violencia a la sociedad.Esta situación incomoda al derecho
porque entiende que, por un lado, “se sacrifica el objetivo de la justicia por
la meta más modesta de la paz”, (Teitel, 2011, 153). Por otro se canjea verdad
por amnistía, como hizo la
Comisión de la
Verdad en Suráfrica, algo que a los juristas suena a
impunidad. No sólo se sacrifica el derecho a la paz o la verdad, sino que
privatiza de alguna manera la justicia transicional al situar la reconciliación
en el marco de un encuentro entre víctimas y victimarios.
Hay en
esta fase como una cierta desnaturalización de la justicia al sustituir el
rigor del derecho por un lenguaje moral o religioso –hablar de perdón, culpa,
reconciliación- que transforma el derecho en una religión secularizada. Sin
olvidar finalmente el atentado que todo supone al Estado liberal que es el
caldo de cultivo de una justicia independiente y universal. Ahora se introducen
categorías teológicas en la esfera pública lo que acarrea una privatización del
derecho(4).
Todo
esto ha permitido, por un lado, un desarrollo espectacular de la justicia
transicional, implicando a amplios sectores sociales y no sólo a los jurídicos.
Pero que para nuestra autora ha sido al precio de desnaturalizar la justicia ya
que con tantos elementos extraños al derecho so se saber si todavía estamos en
el terreno de la justicia o en el de la teología. Preocuparse por la verdad, el
perdón o la culpa es digno de encomio, pero está por saber si eso contribuye a
resolver las injusticias cometidas o a distraerlas (Teitel, 2011, 164).
Con el
cambio de siglo se produce un cambio de tendencia, lo que nos permite hablar de
una tercera fase, caracterizada por la normalización de la justicia
transicional. Ha dejado de ser una capítulo especial debido a situaciones
excepciones y se ha convertido es un aspecto necesario del Estado de Derecho.
Esa normalización de la justicia transicional tiene que ver con la
normalización del conflicto, de la fragmentación política o de la debilidad de
los Estados, en una palabra, de lo que constituye este mundo nuestro que camina
entre la posmodernidad y la globalización.
Cobra
fuerza en nuestro mundo el derecho internacional humanitario pero proyectado no
sólo hacia instancias internacionales como la Corte Penal Internacional, sino
también hacia los Estados.
Esta
normalización de la justicia transicional no despeja todas las dudas del jurista
en la etapa anterior. Porque si ya no hay diferencia entre el funcionamiento
del Estado de Derecho en una sociedad democráticamente consolidada y otra en
transición, lo que se desprende es una pérdida de rigor en la aplicación del
Estado de Derecho en una sociedad democrática consolidada. Al fin y al cabo, la
justicia transicional va ligada a circunstancias políticas excepcionales, de
ahí la flexibilidad en su aplicación; sin olvidar, por otro lado, todas esas
adherencias meta-jurídicas con las que se ha cargado o recargado la justicia
transicional en la etapa anterior (Teitel, 2011, 169).
3. La continuidad del Estado y la parcialidad
representativa del Estado, dos principios explicativos de la justicia
transicional.
Si nos preguntamos por la división
en tres fases que propone Ruti Teitel, tenemos que decir que resulta
paradójica. En efecto, si el criterio de análisis es el derecho, entonces
tendríamos ante nosotros la curiosa paradoja de que lo más novedoso de la
justicia transicional es lo que menos relación tiene con el criterio de la
división en fases: el derecho. Ahora bien, el que categorías como perdón, paz,
verdad o reconciliación casen mal con el derecho penal no significa que no
tengan que ver con la justicia, al menos con el concepto filosófico de
justicia.
Decir que esos elementos son
extraños al derecho porque provienen de otras tradiciones de pensamiento, como
la teología, no es decir mucho porque, como bien vio Hegel, la religión
pertenece a la historia de la racional y, sin ir tan lejos, el jurista Carl
Schmitt reconoce que no hay una sola categoría política que no tenga un
antecedente teológico. El problema no son los orígenes o el pedigrí sino la
capacidad de metabolización de esas categorías en conceptos de justicia. La
pregunta que nos tenemos que hacer es si la preocupación por la verdad o por la
paz o por el perdón o por la reconciliación o por la culpa, tienen que ver con
la justicia o son meras prédicas morales. A nadie se le oculta que la respuesta
depende de cómo entendamos la relación del derecho con la justicia: ¿agotan las
leyes el campo de la justicia? ¿cabe hablar de una relación entre justicia y
verdad o justicia y paz o justicia y culpa? Volveremos luego sobre ello.
Para poder explicar la novedad de la
justicia transicional importa aclarar cómo se hace presente la víctima y no
sólo el crimen o, mejor dicho, tenemos que entender que el crimen, la figura
jurídica central en el derecho penal, emerge de la mano de la víctima, que es
el sujeto real de la justicia.
Pues bien, la visibilización de la
víctima tiene que ver con el Estado, con un cambio en la apreciación del
Estado. Ese cambio tiene dos movimientos que son productos de experiencias
políticas históricas y que podemos agrupar en torno a estas dos proposiciones:
el principio de la "identidad o continuidad del Estado" y el de la
“parcialidad representativa del Estado".
3.1. Lo que dice el primer principio
es que “el Estado continúa siendo el mismo, a los efectos del ordenamiento
jurídico internacional, cualquiera que sea el cambio o cambios ocurridos en su
organización interna” (Chinchón, 2009, 343). Consecuente con este principio
Napoleón declaró cuando se hizo con el poder; "asumo la responsabilidad de
lo que ha hecho Francia desde los tiempos de Carlomagno hasta Robespierre"(5).
El Estado español o brasileño es el
mismo aún cuando en un tiempo haya tomado la forma de un gobierno dictatorial seguido
de otro democrático. Y esto vale particularmente para los compromisos
internacionales de suerte que si nos
preguntamos qué papel debería jugar el derecho internacional en un proceso de
transición, habría que decir que “el mismo que si ese proceso no se hubiera
iniciado, no se estuviera desarrollando o no hubiera culminado con mayor o
menor éxito” (Chinchón, 2009, 344). Los cambios de gobierno no modifican la
responsabilidad adquirida. Esto significa que los procesos de transición no son
circunstancias que justifiquen lasitud alguna en el cumplimiento de las
obligaciones legales. Si no se cumplen no es porque la justicia decaiga sino
porque la violencia –cualquiera que sea su forma: presión militar o flojera de
los jueces- lo impide. Tampoco vale decir que las obligaciones derivadas del
derecho internacional afectan sólo al tiempo político llamado de transición, de
suerte que una vez cancelado oficialmente éste, lo que entonces no se cumplió,
debe declararse periclitado. Si el Estado no fue capaz de juzgar a los
torturadores en su momento, habrá que esperar tiempos mejores, pero lo que no
se puede es pasar página una vez concluida oficialmente la transición política.
A esas formas de prescripción, amnistías o leyes de punto final habrá que decir
lo que estableció la Corte IDH ,
a saber, que “considera que son inadmisibles las disposiciones de amnistía, las
disposiciones de prescripción y el establecimiento de excluyentes de
responsabilidad que pretendían impedir la investigación y sanción de los
responsables de las violaciones graves de los derechos humanos tales como la
tortura, las ejecuciones sumarias, y las desapariciones forzadas, todas ellas
prohibidas por contravenir derechos inderogables reconocidos por el Derecho
Internacional de los Derechos Humanos” (Chinchón, 2009, 351).
La voluntad de los políticos que
pilotan una transición no puede suspender la responsabilidad de los jueces que
tienen que cumplir las leyes vigentes. La transición política no puede ser un
tiempo de rebajas legales. Como dicen el ex-fiscal anticorrupción, Carlos Jiménez Villarejo, y el magistrado
Antonio Doñate, analizando la sentencia del Tribunal Supremo español (del
27/2/2012) contra el juez Garzón, la judicatura española se negó a aplicar las
normas positivas, vigentes cuando se produjeron los hechos, que la obligaba a
perseguir los delitos. Muchos de los crímenes franquistas que siguen impunes,
lo son porque contravinieron leyes republicanas y acuerdos internacionales
vigentes cuando los golpistas atentaron contra la legalidad en vigor. Sin
olvidar, por un lado, acuerdos internacionales, como "la cláusula
Mertens"(6) y, por otro, que de acuerdo con el Derecho Internacional
Humanitario, hay delitos que por su gravedad son siempre perseguibles. Si los
jueces no cumplieron con su papel, sumándose incondicionalmente, salvo
excepciones, al proyecto de olvido de los políticos, no fue en nombre de la
legalidad sino en su contra. En modelos de transición política "a la
española"(7), la primera víctima no es la justicia transicional, sino la
justicia tout court.
Si fuera para recordar estas
obviedades, no tendría sentido hablar de justicia transicional. Si se hace es
porque hay algo más que la pura legalidad. Es porque el Estado tiene que hacerse
cargo de una responsabilidad política de la que hay que hablar.
Hanna Arendt entiende que hay que hablar de una “responsabilidad
colectiva” para designar ciertas encrucijadas políticas que quedan fuera del
campo “legal” y de lo “moral”. Aunque lo legal y lo moral son bien distintos, tienen,
sin embargo, en común que “hacen siempre referencia a la persona y a lo que la
persona ha hecho” (Arendt, 1999, 9). No
cabe hablar pues de legalidad o
moralidad colectivas. Para que haya
responsabilidad colectiva han de darse dos condiciones, a saber, que se
haga responsable a alguien de algo que no ha cometido y que se de la
pertenencia a un grupo, pertenencia que un acto de su voluntad no puede
disolver. Pues bien, este tipo de responsabilidad es siempre política tanto si
aparece en la forma más antigua de una comunidad que hace suyo lo que alguien
haya hecho en particular (matar al
padre), como si la responsabilidad colectiva deriva de que alguien ha hecho
algo en nombre de esa comunidad a la que pertenece (matar en nombre del "pueblo vasco”). La
comunidad hace suyo lo que se haya hecho en nombre de ella. La responsabilidad
colectiva alcanza a todas las comunidades políticas: toda nación, todo
gobierno recibe un patrimonio que hace
suyo. Y esto vale incluso para los gobiernos revolucionarios que, más allá de
sus diferencias, están atados por la continuidad del Estado. Es el que recoge
Napoleón en la ya citada frase de “asumo la responsabilidad de lo que ha hecho
Francia desde los tiempos de Carlomagno hasta Robespierre”. Dice que lo que
aquellos hicieron, también lo hicieron en su propio nombre, pues él pertenece a
esa nación en cuyo nombre lo hicieron.
Se impone entonces distinguir
bien entre responsabilidad política y culpabilidad moral o legal, sin que se
contradigan.
Existen, sin embargo, casos
en los que los criterio morales y los políticos entran en conflicto. Es lo que
ocurre en los que dan origen a la “responsabilidad colectiva”: son hechos en
los que uno no ha participado, pero de los que derivan responsabilidades que le
afectan por pertenecer a ese colectivo. La responsabilidad deriva del hecho que
ese colectivo, o quien lo representa, ha tomado decisiones que han resultado
fatales para terceros. El que yo no haya participado directamente o me haya
mostrado indiferente o incluso que lo haya reprobado en la intimidad, no exime
de responsabilidad por lo hecho y, por tanto, por la reparación.
Más allá de los agentes
directamente implicados -víctimas y victimarios- hay un deber de justicia que
alcanza al conjunto de la sociedad y que
tiene por objeto los daños personales y sociales derivados de aquellas
acciones que se hicieron en nuestro nombre. Esta justicia puede tomar múltiples
formas: desde las Comisiones de la Verdad hasta actuaciones artísticas que
recuerden injusticias concretas o cobardías colectivas, pasando por relatos que
cuenten la fragilidad de un patrimonio acumulado bajo el moto "el robo es
punible; el fruto del robo, sagrado".
3.2. El otro factor que interviene
es el descubrimiento de "la parcialidad representativa del Estado
moderno". El hombre moderno o ilustrado entra en la escena histórica
armado de una convicción innegociable, a saber, la idea de que el ser humano
por ser racional posee una dignidad en virtud de la cual no obedece ninguna ley
salvo la que se de simultáneamente a sí mismo. El hombre ilustrado no acepta
más ley que la que él se da, es decir, es al tiempo legislador y súbdito. Esta
pues guiado por la firme convicción de que cualquiera que sea la institución
política que se dé, tiene que estar fundada en su autonomía, en una decisión
libre.
Hegel da un paso más e identifica
esa institución en el Estado al que otorga la insuperable distinción de
"totalidad ética", una expresión que suena grandiosa aunque un tanto
paradójica, al fin y al cabo ética remite a libertad y eso parece casar mal con
la idea de totalidad. Pero si Hegel arriesga tanto con el lenguaje es porque
considera que con la figura del Estado el ser humano toca el techo de la
construcción política. Es el no va más porque el Estado consigue conciliar los
intereses de los individuos con el de la comunidad. El individuo hará bien
someterse a los mandatos del Estado porque lo que en el fondo hará es proteger
sus propios intereses. Hobbes había dicho algo parecido, eso sí con un lenguaje
mucho más descarnado o materialista, al plantear en El Leviatan el pacto social entre el Estado y los individuos:
estos entregan al Estado el monopolio de la violencia a cambio de que proteja
sus vidas y haciendas.
Con estos materiales se han
construido la virtud del patriotismo en cuyo nombre tantos miembros del Estado
han entregado sus vidas por un presunto bien común. Las guerras se han
alimentado con estas ideologías. Pero cabe preguntarse si esas muertes o
sacrificios por la patria significaban de alguna manera la realización de los
sacrificados.
Puestos que estamos ante una figura
superior, adornada con el título de "totalidad ética", habrá que
preguntarse si la construcción de los Estado y su mantenimiento ha respondido a
esa máxima exigencia. El Estado ¿ha representado los intereses de todos o de
una parte?. Hegel, el gran defensor del modelo, lo tiene claro: los Estados se
han construido primero excluyendo a unos, considerados extraños, y sacrificando
a otros, que eran de los nuestros. La historia, que es una forma abstracta de
nombrar los procesos de construcción de los pueblos, es como una inmensa ara
sacrificial en el cual " han sido
sacrificadas la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud
de los individuos" y ante el que "siempre surge al pensamiento necesariamente
la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme
sacrificio?"(8). Lo llamativo no es la pregunta final, sino lo que dice
antes, a saber, que la historia se ha construido sacrificando la dicha de los
pueblos, la sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Y eso le
sorprende porque esa brutalidad no le parece propio del homo sapiens. Está claro que aquí Hegel no se inventa nada, sino
que resume la historia de la violencia.
Lo que pasa es que a Hegel el asombro humanitario le dura dos páginas porque
enseguida zanja el asunto: las víctimas son el precio del progreso y como este
es indiscutible, las víctimas son in-significantes. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Vae victis!. Hay una
parte de la sociedad para la que el Estado no ha sido representativo, es decir,
no ha cumplido su papel y se le pueden pedir responsabilidades. Walter Benjamin
radicaliza la crítica al decir que "para los oprimidos el estado de
excepción es permanente". Hay una parte de la sociedad para la que el
Estado, ni siquiera el Estado de Derecho, es significativo. Viven, al interior
del mismo, bajo la cláusula del estado de excepción, es decir, viven privados
de sus derechos porque estos han sido suspendidos para ellos.
El Estado, tanto en su versión
hobbesiana como hegeliana, han invisibilizado a las víctimas.
3.3. Estos dos momentos - me refiero
al “principio de la identidad o continuidad del Estado” y al de la “parcialidad
representativa del Estado- aclaran mejor
la aparición reciente de la justicia transicional.
El primero de esos principios
explica la responsabilidad del Estado que ha sobrevenido al tiempo de
dictadura, por ejemplo, por hechos que ni él ha cometido ni han tenido lugar en
su tiempo. El Estado democrático es, sin embargo, responsable de los crímenes
pasados porque la responsabilidad no deriva exclusivamente de los actos
libremente realizados, sino que hay también responsabilidad por la herencia
recibida. No se trata de sentirse competente
para tomar decisiones políticas sobre hechos que pesan sobre el presente (eso
sería restaurar el modelo antiguo de justicia transicional), sino de saberse
legítimamente interpelado por las injusticias pasadas.
El segundo afecta a la sociedad. No
hay razón de Estado que dispense a la sociedad de su derecho a pedir cuentas al
Estado ( o las instituciones del Estado) o a tomar a iniciativa para que se
reparar daños pasados. Es lo que en España, por ejemplo, está ocurriendo con
las Asociaciones para la
Recuperación de la Memoria Histórica :
piden al Estado y piden a los jueces que en nombre de leyes internacionales
vigentes exhumen e identifiquen
cadáveres que yacen en fosas comunes desde hace más de setenta años.
Desde este doble supuesto se abre
considerablemente el marco de la justicia transicional puesto que debería
hacerse cargo de todos los daños causados que no hayan sido objeto de la
justicia. Los daños son múltiples y esto explica las muchas variantes de la
justicia transicional: hay quien pone el acento en conocer los hechos y entonces
se prima el derecho a la verdad; otros, en la convivencia y convierte a la
justicia en un momento de reconciliación; y para aquellos que lo decisivo sea
el castigo al culpable, la justicia transicional es sobre todo derecho penal.
4. Memoria y justicia transicional.
Lo que sí se puede decir es que los
contenidos de la justicia transicional están muy ligados a la memoria de la
injusticia. A mayor músculo anamnético, justicia transicional más ambiciosa. Y
la más constreñida será aquella que identifique la justicia con el derecho
penal. Expliquemos esto.
1º La legalidad no explica por sí
misma ni el gesto de Napoleón, asumiendo una responsabilidad histórica, ni
tampoco la figura de la Comisión de la Verdad con la que la víctima busca saber
lo que pasó o que la pidan perdón
2º Hay un desplazamiento de la
justicia: de castigo al culpable a atención a la víctimas. No hay que
entenderlo como impunidad sino como forma más ambiciosa de justicia
3º Procede entonces partir del daño
a la víctima que es múltiple. La violencia política ejercida por regímenes
totalitarios, por ejemplo, provocan daños individuales pero también sociales
4º Hacer justicia en esos casos
implica depurar responsabilidades
penales, morales y políticas.
Las responsabilidades penales y morales,
aún siendo diversas, tienen en común que son individuales e intransferibles,
por eso hablamos de culpa. Culpables son los individuos. La justicia penal se
substancia ante un tribunal competente y la moral, ante el tribunal de la
conciencia.
5º Los daños sociales convocan
responsabilidades que afectan a un conjunto de ciudadanos, es decir, que no son
necesariamente individuales y que son transferibles de una generación a otra.
6º Los daños a la sociedad que ha
podido causar la violencia represora convoca no una forma menor de justicia
sino una mayor. Esta afirmación nos remite a un debate antiguo sobre la
naturaleza del crimen: un atentado a la ley o a la sociedad. De la respuesta
que demos depende que entendamos la justicia como restauración de la autoridad
de la ley ("dejando caer sobre el autor todo el peso de la ley") o
reconstrucción del daño hecho a la sociedad (fundamentalmente, el crimen divide
y empobrece a la sociedad). Es el debate entre Kant y Hegel(9).
El peligro que encierra es interpretar,
en el caso de Kant, la justicia como mera punición del culpable; y en el caso
de Hegel, como impunidad.
7º Lo decisivo en estos conflictos
es la memoria de las víctimas que no implica olvido de la ley sino
reconocimiento de que tanto la construcción del derecho, en particular, como la
de la historia, en general se ha construido invisibilizando el sufrimiento de
una parte de la sociedad. Hay una parte de la sociedad a la que no alcanza el
derecho y contra quien va la lógica de la historia.
No alcanza el derecho, en efecto, a
los oprimidos para los que "el estado de excepción es permanente",
según declara Benjamin en la Tesis Octava. Y contra ella va la lógica con la
que se construye la historia, a saber, el progreso que da por descontado que
produzca víctimas
8º Las víctimas no son el precio de
la paz sino el sujeto de la paz. Y lo son en tanto en cuanto se las considera
sujetos de la injusticia o de la violencia injusta. No cabe canjear paz por
justicia, ni paz por verdad. Eso sería confundir paz con olvido. La memoria de la injusticia es capaz
de relacionar paz y verdad con justicia. La memoria de las víctimas significa,
en efecto, no sólo la centralidad de la
víctimas a la hora de impartir justicia, sino también reconocer que nuestro
presente, tan democrático como quiera verse, es el resultado de un acuerdo o
consenso logrado sobre mucho sufrimiento fundamentalmente invisibilizado, esto
es, significa reconocer que la historia se ha construido sobre el olvido de las víctimas.
Todo se ha sacrificado a la paz. Y
la paz es un valor político supremo porque supone la negación de la violencia.
Pero conviene entenderlo bien. La paz no puede ser vista sólo como el
sometimiento callado a los violentos o a los militares o a los golpistas
venidos a menos pero con capacidad de maniobra. Tampoco claro como el olvido de
la injusticia. La paz debe significar la renuncia a la violencia a la hora de
construir la realidad. Pero eso sólo es posible si reconocemos la violencia
pasada perpetuada luego bajo formas más flexibles que han dado paso a la
transición.
Ese reconocimiento de la violencia
subyacente es un ejercicio de verdad por eso hay que reconocer el peso de la
violencia. Y es también un ejercicio de justicia, siempre y cuando se reconoce
la injusticia cometida, incluso más allá de toda posibilidad de reparación. La
memoria de la injusticia es un momento esencial de esa justicia, sin olvidar
que hay formas de sanción social contra el crimen distintas a la pena de
cárcel.
9º Nada de esto es impunidad aunque
al introducir la verdad y la memoria como momentos de la paz, podemos modular
de muchas maneras la práctica de la
justicia, sobre todo la justicia penal. Contribuye más a la justicia el
reconocimiento del daño causado que el castigo en la cárcel.
10º. El objetivo de la memoria de
las víctimas es la paz, efectivamente, pero entendida como un proceso que pasa
por la reparación de lo reparable y memoria de lo irreparable; por el
reconocimiento del daño causado (arrepentimiento); por la petición de perdón; y
por una buena dosis de generosidad.
Se lo debemos a la nuevas generaciones, a las mismas a
las que se dirigía Manuel Azaña, el Presidente de la Segunda República
Española, quien, al año de comenzar la guerra civil, se dirigió a sus
compatriotas pidiendo "paz, piedad,
perdón"(10).
Abogaba por la paz, que era el
objetivo prioritario. Y la veía como consecuencia de un perdón. Había que
perdona porque había una culpa ya que quien recurre a las armas para solucionar
un conflicto político, siembra el mundo de sufrimiento. Azaña reconoce en los
muertos de la Guerra
Civil a verdaderos héroes Pues bien, incluso esos, los
héroes, son culpable y tienen que pedir perdón. Y, finalmente, la grandeza de
la compasión que nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el
propio.
5.
Este intento de abrir la justicia transicional a dimensiones que desbordan el
código penal porque tiene en cuenta la dimensión moral y social de la
violencia, se alimenta de ideas antiguas y prácticas modernas como las que han
llevado a cabo las comisión de la verdad, por ejemplo, la Comisión de la Verdad
del Perú, creada el 4 de junio del 2001 por el gobierno de Valentín Paniagua
Corazao y presidida por Salomón Lerner.
Cuando el profesor Lerner ha echado
la vista atrás para analizar el trabajo de la comisión, quedan claros algunos
aspectos de capital importancia. En primer lugar, la centralidad de las
víctimas. Aquí las víctimas no son tomadas por el precio de la historia sino
que se representan el lugar desde el que juzgar la historia. Y hace una
apreciación del mayor interés: "en sociedades donde campea la desigualdad,
la violencia afecta también de manera diferenciada a las personas"(11). En
el caso peruano las víctimas pertenecían en su mayor parte a las capas más
humildes, campesinos y pastores indígenas, olvidados por el Estado e ignorados
por el citadino. Estas víctimas no sólo contaron la indiferencia de buena parte
de la sociedad peruana sino con la sevicia de los terroristas que decía
defenderlos.
Esa centralidad de la víctima no incita a
trocar justicia por venganza, sino por civilidad y mejora democrática. Sólo en
la medida en que reconozcamos el daño social que provoca la victimación de los
más débiles podremos construir un modo de convivencia que no se sostenga sobre
la opresión de una parte de la sociedad. Hay además indicaciones del valor
cívico de las víctimas. En un momento Salomón Lerner recuerda un dato elocuente, a saber, "la
impresionante frecuencia con la cual las víctimas invitadas por la Comisión
reclamaban, a manera de resarcimiento, mejores oportunidades de educación para
sus hijos" (ib. 129).
También es significativa la relación
que establece entre pasado y futuro, es decir, entre la justicia a las víctimas
del pasado y la posibilidad de un mejor futuro democrático para el país. Eso le
lleva a proponer a la Comisión que no sólo investigue hechos (algo
imprescindible), sino que los interprete para precisar el alcance de sus daños
(necesario hacer justicia) y saque las consecuencias para el futuro. Por eso la
Comisión extrae del sufrimiento de las víctimas una serie de lecciones o
recomendaciones dirigidas a las generaciones presentes y futuras con las que
fundamentar un sistema de convivencia que no sólo evite errores pasados sino,
sobre todo, que sea cualitativamente mejor. Entre ellas figura "la
preservación de la memoria histórica", esto es, la conciencia de que la
violencia pasada no estaba escrita en los astros sino que fue obra humana; la
no impunidad porque el que se habla de dimensiones morales o sociales del
crimen no significa que se borre la responsabilidad penal; la reparación de lo
reparable y la memoria de lo irreparable; la necesidad de reformas
institucionales tales como la independencia del poder judicial, el sometimiento
de las fuerzas y cuerpos de seguridad al poder civil o la mejora del sistema
educativo. Finalmente, la reconciliación. Una Comisión de la Verdad puede abrir
heridas pero su objetivo es cerrarlas de verdad y no en falso. Lo que busca es
la reconciliación y eso significa recuperar para la sociedad a esa parte hasta
ahora olvidada, además de victimizada por la violencia, pero también recuperar
a los victimarios y a quienes de una manera u otra les han hecho posible. Por
eso el repaso del presidente de la Comisión de la Verdad del Perú a los
trabajos de la comisión acaba hablando de perdón como virtud cívica. De ese
perdón al que se refería Hanna Arendt como condición de "un nuevo
comienzo" y que sólo es posible si quien fuera verdugo reconoce la
gravedad del daño causado y pide una segunda oportunidad para demostrar que
además de hacer el mal que hizo es capaz de integrarse fraternalmente en un
proyecto político.
Al profesor Salomón Lerner le debe
mucho la reflexión que desde muchos puntos del planeta se esfuerza por
construir un mundo mejor escuchando el sufrimiento de las víctimas.
Reyes
Mate (marzo 2015), en el libro homenaje a Salomón Lerner La verdad nos hace libres. Sobre las
relaciones entre filosofía, derechos humanos, religión y universidad,
Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez, Elizabeth Salmón (editores), 2015, Fondo
Editorial PUCP, Lima, 97-112.
Notas:
(1) Elster, J., 2006, Rendición de cuentas. La justicia
transicional en perspectiva histórica, Katz, Buenos Aires, 17.
(2) El texto,
tomado de J.S. Mill, Principios de economía
política, es citado por Elster, J., 2006, 201-2.
(3) Ruti Teitel, "Genealogía de la justicia transicional", en Justicia transicional. Manual para América
Latina, Brasilia, 2011, Publicado
por la Comisión
de Amnistía del Ministerio de Justicia de Brasil, 135-173.
(4) La autora invoca la autoridad de Habermas para
denunciar estas prácticas. Es una invocación indebida ya que Habermas defiende
la presencia pública de toda voz social, incluida la de las tradiciones
religiosas, a condición de que defiendan sus argumentos en un lenguaje
comunicable. Cf, Reyes Mate, “La religión en una
sociedad postsecular”, Claves de la Razón Práctica ,
nº. 181, abril 2008, pp. 28-34.
(5) Hanna Arendt , 1999,
"Nazismo y responsabilidad colectiva", en la revista Claves de la razón práctica (nr 95,
septiembre de 1999), (traducción de A. Serrano de Haro), 9.
(6) "La cláusula Mertens dice que "los pueblos
y los beligerantes quedan bajo la salvaguardia y el imperio de los principios
de derechos de gentes...", en Jiménez Villarejo, C., y Doñate, A., 2012, Jueces pero parciales. La pervivencia del
franquismo en el poder judicial, Pasado&Presente, Barcelona, 209 y ss.
(7) Así lo reconoce John Elster: “El caso español es único dentro de las
transiciones a la democracia, por el hecho de que hubo una decisión deliberada
y consensuada de evitar la justicia transicional”. Amnistía parcial de 1976:
salida de presos políticos. Ley de Amnistía en 1977: ley de punto final para
evitar procesamientos de los miembros del régimen saliente (Elster, 2006, 81).
(8) Hegel,
1970, Werke , 2, 35; traducción de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones sobre filosofía de la historia
universal, Alianza, Madrid, 144.
(9) Para el desarrollo de este punto remito a Mate,
Reyes, 1991, La razón de los vencidos,
Anthropos, Barcelona, 62-71.
(10) Decía Azaña:
" es obligación moral sacar de la musa del escarmiento el mayor bien
posible. Y cuando la antorcha pase a otras generaciones, piensen en los muertos
y escuchen su lección: esos hombres han caído por un ideal grandioso y ahora
que ya no tienen odio ni rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a
todos sus hijos: paz, piedad, perdón", discurso radiofónico del 18 de
julio de 1938.
(11) Salomón
Lerner, 2006, "La memoria, la justicia y el rescate del proyecto
democrático: reflexiones a partir de la violencia en el Perú", en Tribuna Americana. Revista de reflexión
política, Madrid, nr 6 (2006), 118.
Bibliografía:
. Arendt , H., "Nazismo y responsabilidad
colectiva", en la revista Claves de
la razón práctica (nº 95, septiembre de 1999), 4-11. Traducción de A.
Serrano de Haro.
. Chinchón,Alavarez, J., "Formulando las preguntas
correctas sobre los problemas de cumplimiento de las obligaciones de
investigar, juzgar, sancionar y reparar los crímenes pasados", en Jessica
Almquist y Carlos Esposito (Coords.), 2009, Justicia
transicional en Iberomaérica, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 313-243.
. Elster, J., 2006,
Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica, Katz,
Buenos Aires.
. Hegel, 1970, Werke , Suhrkamp, Frankfurt, 2 (traducción
de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones
sobre filosofía de la historia universal, Alianza,
Madrid).
. Mate, Reyes, 1991, La
razón de los vencidos, Anthropos, Barcelona.
. Mate, Reyes, 2008, “La religión
en una sociedad postsecular”, Claves de la Razón Práctica ,
nº 181, abril 2008, pp. 28-34.
. Teitel, Ruti, 2011,"Genealogía de la justicia transicional", en Justicia transicional. Manual para América
Latina, Brasilia, 2011, Publicado
por la Comisión
de Amnistía del Ministerio de Justicia de Brasil, 135-173