La
tragedia aérea en los Alpes, provocada conscientemente por su piloto, ha
sembrado de consternación al mundo entero. En una nueva versión de lo que Hanna
Arendt llamó “la banalidad del mal”, ha quedado claro que la frialdad de
sentimientos produce más muerte que el
mayor de los odios.
Muchos son
los debates que ha provocado en el mundo
entero este acto criminal. Fijémonos en dos de ellos, el uno referido a la
relación entre seguridad y libertad y el otro sobre la jerarquía entre el
hombre y la máquina.
Si el
comandante del avión hubiera podido derribar la puerta de la cabina, la
catástrofe no habría tenido lugar. Pero no pudo porque las compañías aéreas,
precisamente para evitar que un pasajero terrorista secuestrara el avión, decidieron, después del
atentado a las Torres Gemelas, blindar esa puerta para que no se pudiera abrir
desde fuera. La tragedia fue posible por un exceso de seguridad, de ahí el debate:
¿es la seguridad un bien superior al que todo, incluida la libertad, debe ser
sacrificado? La puerta blindada de la cabina del avión siniestrado es la
metáfora de un conflicto que se reproduce constantemente en la vida cotidiana
moderna. Para evitar posibles atentados ¿hay que controlar la identidad y los
movimientos de los pasajeros? ¿Debe conocer la empresa todas las intimidades del trabajador,
incluidas sus enfermedades o aficiones, para eliminar todo riesgo de una
conducta imprevisible? Lo que hay que tener bien claro es que la libertad es un
derecho y la seguridad también, pero por ese orden, aunque ya le hemos
invertido. La tendencia actual prima la
seguridad sobre la libertad. Nos empieza a pasar lo que al topo de La
Madriguera de
Kafka, tan preocupado él por defenderse del mundo exterior, que fue excavando
un auténtico laberinto subterráneo del que ya no pudo escapar. Más importante
que blindar la puerta hubiera sido constatar a tiempo que el piloto estaba
incapacitado para volar o no dejar nunca solo al piloto en la cabina.
El otro
debate se refiere a la fiabilidad del
ser humano. Entre fervorosos defensores del progreso técnico se oye decir que,
si queremos evitar errores como los de la compañía Germanwings, la solución no
pasa por mejorar la conducta de las personas sino por transferir la
responsabilidad de las decisiones a las máquinas. Si Andreas Lubitz no hubiera
tenido la posibilidad de manipular el ordenador de a bordo, el avión hubiera
llegado a Düsseldorf. Quien así piensa padece el síndrome de la “vergüenza
prometeica” consistente en valorar sobremanera lo que el ser humano produce y
avergonzarse del hombre que lo produce. El ser humano ha demostrado, en efecto,
que puede producir máquinas perfectas, más fiables y potentes que cualquier
cerebro humano. Pero ese homo sapiens,
tan genial produciendo artefactos, nace,
dicen estos, con un defecto de fábrica, limitado en su capacidad, longevidad y
resistencia. Para más inri es un ser
libre, lo que no arregla las cosas pues tiene que tomar decisiones en momentos
críticos sin tener todos los datos. ¡Ojalá fuéramos tan capaces como las
máquinas que fabricamos!. Nos sentimos orgullosos de lo que producimos y nos
avergonzamos de lo que somos. ¿Por qué entonces no entregar la responsabilidad
del avión al ordenador y convertir al piloto en un ejecutor de sus
indicaciones?
Este es
un camino peligroso y no sólo porque las máquinas nunca son tan perfectas –sabemos
que un avión como éste estuvo a punto de estrellarse en Bilbao porque la máquina
leyó mal un dato menor que cualquier piloto hubiera interpretado correctamente-
sino porque la lógica de la “vergüenza prometeica” lleva a sacrificar la
libertad en aras de una presunta eficacia. Hay que decir que si esta apuesta
por las máquinas fuera una ocurrencia de comentaristas ocasionales, no valdría
la pena detenerse en ello, pero estos comentarios son expresiones de un modo de
pensar que tienen un fondo de armario mucho más poderoso. Entre los biólogos
sintéticos –los más avanzados entre los científicos de la vida- domina la idea
de que el ser humano que hemos conocido, caracterizado por la centralidad de la
libertad, es francamente mejorable. Hablan de la transhumanización, una nueva
etapa en la evolución del ser humano, en la que el cerebro humano actual sería
sustituido por una máquina infinitamente más perfecta. Seríamos más eficaces y
menos libres, un pago nada excesivo, dicen estos biólogos, si tenemos en cuenta
que conseguiríamos por la técnica lo que no hemos logrado durante siglos por la
ética, a saber, evitar decisiones tan demenciales como la del copiloto alemán.
El
problema que habría que resolver, en cualquier caso, es el que planteó Sócrates
hace veinticinco siglos cuando especulaba sobre la posibilidad de un mundo
técnicamente perfecto: ¿acaso seremos, preguntaba él, más felices? Porque de
eso se trata. Y lo que ese ser humano tan imperfecto tiene bien aprendido es
que no hay felicidad sin libertad, sin riesgo a equivocarse, sin conciencia del
error y sin voluntad de levantarse. De eso nada saben las máquinas. Habrá que
perfeccionar las máquinas, claro, pero más aún la conciencia del maquinista.
Reyes Mate, El
Norte de Castilla, 11 de abril 2015