Los padres fueron protagonistas, por
eso sabían. Los hijos supieron y callaron. Los nietos quieren saber, por eso se
dice de ellos que son la generación de la memoria. Así ha ocurrido en las
grandes catástrofes, como la que
representó la barbare nazi, y así debería haber sido con la Guerra Civil
española. Pero no parece que la generación española de los nietos siga esas
pautas. Declaraciones como las de Bertín Osborne, pidiendo que se deje de
hablar de lo que ocurrió entonces -y lo dice él "con siete tíos abuelos
asesinados en Paracuellos"- o las de Albert Rivera ninguneando la memoria
histórica, podrían indicar que aquí los nietos prefieren pasar página.
Pero antes de hacerlo convendría
detenerse un momento. Es de agradecer que un nieto de víctimas declare que ha
perdonado y olvidado. Pero tanto la generación de sus padres como la de los
abuelos ha podido identificar a los muertos y honrarles. Han recibido algún
tipo de reparación y habría que ver qué tipo de justicia se ha aplicado a los
asesinos. Han podido pues hacer duelo.
Los "paseados", de los que se ha hecho cargo la memoria
histórica -más de 100.000, no lo olvidemos- yacen en cunetas y descampados. Lo
que piden sus deudos es identificarles y honrarles. El no puede negar a los
otros lo que tan cumplidamente ha tenido con los suyos.
Resulta desconcertante tanta
crispación con la memoria histórica porque, contra lo que piensan sus críticos,
no es la política lo que la mueve sino la verdad y la moralidad. La memoria, en
efecto, es un viaje al pasado. En eso coincide con la historia, pero a
diferencia de ésta la memoria se adentra en zonas a las que la historia no
llega. Un deportado de Auschwitz, Zalmen
Gradowski, autor de un conmovedor diario titulado En el corazón del infierno (Anthropos, 2009), consciente de que no
sobreviviría porque trabajaba en un horno crematorio y de allí no se salía
vivo, escondió entre las piedras unos papeles para revelarnos un secreto que
sólo gente como él conocía: "los historiadores, dejó escrito, podrán
contar cómo morimos pero no cómo vivíamos". Eso es lo que él quería
contarnos, la infinita angustia de ser testigo de aquel horror. La mirada de
las víctimas nos hace ver las cosas de otra manera. Los filósofos decimos que
la historia se ocupa de hechos, de lo que ocurrió, pero la memoria de los
no-hechos, es decir, de lo que no ocurrió porque fue brutalmente impedido.
Pensemos en tantos sueños frustrados, en tantos proyectos fracasados, no porque
fueran malos sino abortados por la violencia de una fuerza mayor. La memoria se
nutre de la mirada de las víctimas y como gracias a ésta se enriquece el
conocimiento de la realidad, deberíamos interesarnos todos por la memoria
histórica. Sólo tomamos conciencia de lo que podemos llegar a ser, oyendo el
sinsentido de cada cuerpo asesinado. Esa lección de realismo sólo nos la da la
memoria por eso es una escuela de verdad.
Un ejercicio, pues, de verdad, pero
también de moralidad porque la memoria es una lectura moral del pasado. La
historia quiere conocer lo que ocurrió. El historiador no quiere constituirse
en juez. La memoria, por el contrario, sí incluye esa preocupación moral. El
nieto que pregunta por el pasado quiere saber lo que hizo el abuelo o lo que le
hicieron impulsado por un afán de justicia. Los nietos alemanes, conscientes de
lo que hicieron los abuelos, asumen la responsabilidad histórica derivada de
aquellos hechos, por eso siguen pagando todavía hoy a muchas víctimas en
reparación por los daños causados. Pero los nietos también tienen la obligación
de preguntarse por los daños causados a los abuelos. Y no les mueve en esto el
resentimiento sino la justicia o, más exactamente, esa forma modesta pero
fundamental de justicia que consiste en que se reconozca la injusticia causada,
que su muerte fue un crimen, que eran inocentes. Una forma de justicia que es
compasión y que se expresa en algo tan elemental como una piedra que le nombre, un lugar que le recuerde y, de
paso, que no lleve la plaza en la que vive el nombre del asesino (y eso vale
para el País Vasco y para cualquier otro lugar de España).
No se entiende por eso el cantinfleo
de Albert Rivera cuando primero trata la memoria histórica como un cuento del
abuelo y luego rectifica, por mor de los votos, diciendo que, bueno, vale, si
la memoria no sale del ámbito privado y todo se resuelve identificando los
restos y dándoles una sepultura digna. No entiende que la memoria, al traer el
pasado al presente, nos obliga a revisar valores, leyes o instituciones. No es
pues algo privado. Un político debe entender que hay una relación entre la
justicia para los vivos y la justicia a los muertos.
Lo peor que le puede ocurrir a la
memoria histórica es politizarla. Y eso ocurre cuando damos más importancia al
castigo del victimario que a la justicia de la víctima o cuando primamos la
ideología de la víctima sobre el hecho de ser víctima, es decir, sobre el hecho
de haber sido objeto de una violencia inmerecida e injustificable. Si dejamos
fuera la instrumentalización política, lo que queda de la memoria es una
llamada a la verdad y a la ética, algo que a todos debería interesar. La
memoria histórica sí merece un pacto de Estado.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 5 de diciembre 2015)