Vuelvo de Jerusalén en vísperas de
Navidad. Nos han convocado para dialogar sobre la convivencia en una tierra como Palestina donde las
grandes religiones monoteístas -el judaísmo, el cristianismo y el islam- no han
sabido vivir en paz. Un palestino explicaba que cualquier arreglo político pasaba
por recuperar su casa, una casa que hace mucho tiempo fue destruida. Para ellos
no hay más patria que el hogar, de ahí que siempre se sentirán refugiados
mientras no recuperen lo que ya es irrecuperable. De nada valdrían unas
conversaciones sobre la paz si no se pone como premisa del diálogo la casa... que
ya no existe. Despojados pues de toda esperanza, sólo les cabe enfrentarse a la
desesperada contra quienes consideran sus enemigos irreconciliables.
Los representantes judíos exponían con dolor
el proceso de radicalización imparable de sus propios correligionarios. Los
gobiernos israelíes dependen del apoyo de los grupos ultraortodoxos y éstos
cada vez son más intransigentes con propios y extraños. La causa de esa carrera
hacia el abismo la veían estos analistas políticos en algo tan espiritual como la ley que, para un
judío, es algo muy serio. Decía el gran pensador judío ilustrado, Moses
Mendelssohn que lo único revelado de la Biblia es la ley mosaica, esto es, las
normas que regulan la vida personal y colectiva de los judíos. Cualquier otra
afirmación bíblica sobre el origen del mundo o sobre la historia de la
humanidad sólo vale, decía, en tanto en cuanto sea compatible con la razón. Por
eso en todas las sinagogas se guarda con veneración el rollo de la ley dentro
de una urna depositada en el lugar más noble.
El carácter sagrado de la ley mosaica
explica en buena parte la espiral de violencia que vive la región. Si es
revelada, el judío piadoso se siente obligado a estudiarla con sumo cuidado para captar el mensaje que
esconde. Pero como ese último sentido es inalcanzable, resultará que por mucho
que uno afine en su observancia e interpretación, siempre habrá otro más
exigente y más radical que impondrá nuevas condiciones al gobierno que quiera
contar con él. Esto explicaría la imparable radicalización política de grupos
religiosos. Si los pioneros sionistas plantearon ocupar militarmente Palestina
porque era su tierra prometida, los últimos ultraortodoxos ya hablan de
expulsar de la misma tierra a los malos judíos...o ¡irse ellos¡. Sí, los hay
que a la vista de la secularización en la sociedad israelí, se plantean,
mientras llega el Mesías, volverse a la aldea ucraniana o bucovina donde nació
el santón que les inspira.
¿Y los cristianos? En Jerusalén, la
presencia de lo cristiano es lo menos visible. Los musulmanes tienen el barrio árabe
antiguo y, sobre todo, la explanada de las mezquitas, que dan fe de la
presencia milenaria del islam. Los judíos disponen del muro de las
lamentaciones y del paraguas que supone el Estado de Israel. El Santo Sepulcro
es el lugar cristiano más emblemático. Testigo de peleas entre ortodoxos,
coptos y cristianos, no es precisamente un monumento del que enorgullecerse. Y,
sin embargo, los cristianos son los seguidores del judío más lúcido -un tal
Jesús- que haya dado ese pueblo. No me refiero ahora a si era el Mesías que
esperaban los judíos o si es el hijo de Dios que dicen los cristianos, sino a que
desacralizó la ley revelada. Consciente de lo que significaba para su pueblo,
procede a una voladura controlada al decir "no he venido a abolirla, sino
a darla cumplimiento" (Mt, 5, 17). Y cumplirla, en el sentido de llevarla
a su perfección o acabamiento, significa desplazar el centro de gravedad: del
culto a Dios al servicio del hombre. Había que tener valor y visión de futuro
para plantarse en medio del pueblo judío, que era el suyo, y predicar la subordinación de la ley a la
compasión. Cuando le critican por curar en sábado, el día de descanso en el que
la ley no permitía ninguna actividad, Jesús les responde que el sábado "ha
sido hecho por amor al ser humano y no al ser humano por amor al sábado"
(Mc, 2, 27).
Esta sustitución de la autoridad de
la ley por la poética de la compasión, tan ausente hoy de la tierra en la que
fue anunciada, podría ser la forma de superar el fanatismo de los unos y el
radicalismo de los otros. Es verdad que en el conflicto de Oriente Medio pesan
mucho el petróleo y la geopolítica, pero también los monoteísmos. Desde el
momento que cada una de las tres grandes religiones se presenta ante las demás
como la única verdadera, el peligro de la guerra está servido. La genialidad
del rabí de Nazareth es haber captado que la grandeza de una religión no se
mide por el poder atribuido al respectivo Dios sino por el compromiso con el
sufrimiento de los menos poderosos. De
hospitalidad y compasión hablan las tres religiones, pero sólo Jesús se arriesga
a decir que "quien ama a su prójimo ha cumplido plenamente la ley"
(Rm, 12, 5).
Para los religiosos de entonces el
mensaje resultaba duro de digerir y para los políticos de todos los tiempos, una
idea poco recomendable. Ni siquiera en la historia occidental, tan influida por
el cristianismo, la compasión ha pintado mucho, por eso hay que reconocer la
genialidad de quien vertió el poder de las religiones en el molde de la
fraternidad.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de
enero 2016)