Cervantes no puede contar, en el
capítulo octavo de la Primera Parte del Quijote, cómo acaba la pelea entre el
manchego y el vizcaíno porque “no halló más escrito de estas hazañas de Don
Quijote”. El lector descubre de repente que lo que está leyendo en español es
una traducción o traslación de otro texto previo que sirve de guía al autor de
las andanzas del famoso hidalgo. Como no quiere dejar al lector en vilo, se va,
cuenta en el capítulo siguiente, a Toledo, donde en un barrio de dudosa
reputación, La Alcaná, poblado de
moriscos y marranos, se trafica con papeles, a ver si encuentra lo que le
falta. Un joven le ofrece unos en arábigo que Cervantes no entiende y pide que
se lo traduzca. Allí está narrado el final del duelo y también consta el autor
del texto, un tal Cide Hamete.
Para el lector actual la cosa le
puede resultar divertida, una salida ingeniosa, una más, de Miguel de
Cervantes. Para el lector contemporáneo, sin embargo, la noticia tenía su
trascendencia. No olvidemos que en el momento de la aparición del Quijote,
1605, el árabe era ya una lengua proscrita y sólo faltaban cuatro años para que
se perpetrara la expulsión de los moriscos. Esa remisión de un texto en
castellano a un original en árabe era un gesto de resistencia contra una
política basada en la uniformidad cultural y de solidaridad con las lenguas
excluidas, por más que al autor cervantino no le hiciera ninguna gracia “pensar
que el autor era moro”.
El gesto de Cervantes es muy
significativo. Es como si dijera al lector de las andanzas del hidalgo manchego
“no olvides que este libro que tanto celebras es la traducción de un original
escrito en una lengua prohibida y por un autor maldito”. O, dicho de otra
manera, nos recuerda que la lengua que hablamos tiene una oscura trama tras de
sí. Ha llegado ciertamente hasta nosotros, y eso es un mérito, pero después de
asistir al entierro de otras, como el árabe o el hebreo, con las que había
convivido durante siglos en el mismo espacio geográfico.
Quien ha captado el alcance de esta
lengua ha sido Gabriel García Márquez en
Cien años de soledad. Ahí se cuenta la historia de Macondo que representa
al Nuevo Mundo. Nos dice que sus habitantes nacían enfermos, víctimas de una
peste especial, la del olvido, pues no recordaban de dónde venían. Esa amnesia
es una forma metafórica de nombrar la política del conquistador español que se
presenta en el Nuevo Mundo con la cruz y la espada como representante de la
civilización más avanzada del mundo, diciendo a los indígenas: si queréis
entrar en la historia tenéis que olvidaros de lo que habéis sido y seguirnos,
es decir, tenéis que renunciar a vuestra lengua, a vuestros dioses, a vuestra
cultura. Nosotros somos la historia y vosotros la prehistoria. La prehistoria
se presenta como una etapa en la que el homo
sapiens está más cerca de la animalidad que de la racionalidad por eso dice
que “los hijos nacían con cola de cerdo”. La historia que trae el conquistador
viene grávida, por el contrario, de promesas de felicidad.
Pero las promesas no se cumplen. El
olvido que el invasor impone a los pueblos conquistados es la causa de esa
cadena de violentos fracasos que encarnan las seis generaciones de los Buendía,
afanados en aplicar en Macondo las recetas que ha ido fabricando occidente: la
católica, la progresista, le liberal, la marxista, la tecnológica… Todas
fracasan por eso el proceso de animalización sigue adelante. Las últimas
mujeres de la estirpe de los Buendía llevan nombres de animales (Ursula Iguarán
y Teresa Ternera que dará a luz un hijo “con cola de cerdo que será devorado
por las hormigas”).
El
mensaje del Quijote es el mismo que el de Macondo. Si Cervantes nos dice que la
memoria salva -salva el sentido- pues la memoria del texto originario nos
permite entender cómo acaba el duelo, lo que García Márquez nos transmite es
que el olvido, mata, por eso los habitantes de Macondo acabarán con sus
desgracias cuando consigan saber de dónde vienen. Los hablantes en español
estamos obligados, por coherencia lingüística, a tener en cuenta los
silenciamientos que ha generado y también la violencia que la acompaña.
Ni Cervantes ni García Márquez
renuncian, sin embargo, al castellano o español. Hay que estar agradecidos a la
lengua que nos acoge. Lo que está en juego es cómo pensar en esa lengua de
forma que no se ahonde el olvido de las lenguas nutricionales y se recuperen
las raíces que nos hemos empeñados en negar. En este mundo globalizado que
habla y piensa en una sola lengua, el inglés del imperio, no parece ocioso
preguntarse cómo pensar en español. La respuesta pasa, en primer lugar, por
hacer valer la riqueza experiencial de la lengua que hablamos. El español ha
sido hablado por señores y esclavos, por dominadores y dominados. Todas
experiencias están en el lenguaje y lo están ávidas de interpelar, pendientes
de respuestas. Pensar en español es poner al habla esas voces. El resultado no
será un pensamiento de consensos sino un modo nuevo, responsable y respetuoso,
de relacionarnos entre nosotros, los que hablamos la misma lengua, pero también
con los herederos de las que perdimos en el camino. Este modo interpelante de
pensar poco tendría que ver con los modos llamados discursivos o deliberativos
que nos ha impuesto la industria cultural en inglés. ¡Como si entre la víctima
y el verdugo la respuesta fuera el consenso y no la pregunta! Somos un pensamiento
dependiente por eso valoramos más un mal libro en inglés o alemán que uno bueno
en español. Sólo nos liberaremos de esa situación colonial si explosionan las
experiencias contradictorias que alberga la lengua común.
Y algo más. El triunfo del castellano
supuso el sacrificio de otras lenguas y culturas que, si hablamos de España,
habían conformado durante 700 años la geografía española. Esa memoria debería
conllevar un cambio de actitud respecto a las lenguas y culturas árabes y
judías cuyas huellas encontramos en nuestra geografía y en nuestra lengua, pero
no en nuestra conciencia. Las huellas del arte mudéjar, en efecto, remiten a un
pasado morisco; restos judaicos tenemos en la literatura mística de los
conversos, llámense Teresa de Ahumada o Fray Luis de León, o en el humanismo
erasmista de Cervantes, pero no parece que la memoria de ese pasado tenga algo
que ver con nuestro tiempo. Lo que conseguimos de esta guisa es privar a
nuestro pensamiento de la riqueza de la lengua. Una lengua así, des-experienzada,
es presa fácil para cualquier idea que se presente con buena publicidad. Mejor
sería hacer caso a Américo Castro cuando, dirigiéndose a los jóvenes, les decía
que las claves de la malvivencia entre españoles “derivan de motivos muy
lejanos mal explicados en los libros”. Por otro lado, el pasado convulso de
nuestra lengua debería inmunizar contra cualquier uso nacionalista o patrimonialista.
Es ciertamente la lengua que hablamos pero sólo podemos decir que es “propia” o
“natural” si cerramos los ojos a la historia. El español es la lengua que nos
ha acogido y, como demuestra García Márquez, tiene la generosidad de verbalizar
sus propios abusos. Sólo falta que quien piense en español escuche todas sus
voces.