1. Asociamos memoria con tiempo -con
el momento pasado del tiempo, con el tiempo pasado- pero no con el espacio que
siempre está ahí, como si fuera atemporal. Por él pasa el tiempo, ciertamente
(imaginemos Jerusalem: por ahí han pasado los judíos, los romanos, los
templarios, los otomanos, los británicos...) pero el espacio sigue ahí, siempre
el mismo.
Es verdad que ahora hablamos de
"lugares de la memoria", una expresión en la que tiempo y espacio se
remiten mutuamente. Algo ha tenido que pasar ahí, ¿un cambio en el concepto de
tiempo? o ¿en el de memoria?
Desde luego, en el de memoria que no
sólo se refiere ya al tiempo pasado, sino también al presente, a lo ocultado
por el presente. También ha habido cambio en el concepto de espacio que se ha
temporalizado. Dice Benjamin que "la memoria no es un instrumento para
investigar el pasado, sino su espacio público. Es el medio ambiente de lo
vivido, de la misma manera que el globo terráqueo es el medio en el que yacen
sepultadas las ciudades muertas" (Benjamin GS, VI, 486). Lo que quiere
decir es que el tiempo pasado necesita espacio para expresarse. Sin un lugar,
el pasado nos es inalcanzable: el pasado, sin superficie (ya un cuerpo o
ruinas) es inexpresivo.
2. Hoy vamos a hablar no del espacio
en general sino de la ciudad pues el tema que nos convoca es "ciudad,
memoria y política".
Walter Benjamin considera a la
ciudad como un espacio privilegiado para entender la realidad de nuestro
tiempo, es decir, la política. Por algo la ciudad es la polis, el lugar de la
política. Hay que reconocer, sin embargo, que hemos perdido conciencia de esa
relación entre ciudad-y-política pues cuando decimos polis nos deslizamos hacia
la política. Ahora se trataría de hacer el camino de vuelta: decir política y
pensar en la ciudad o regresar a la ciudad, que en lugar de la metafísica de
Aristóteles (que es un texto) nos remitamos a la ciudad, que es un espacio.
La ciudad es tan decisiva porque
expresa la relación del individuo con el mundo: nada más extraño a la vida en
ciudad que la idea de la autosuficiencia, de la asocialidad. Por algo decía
Aristóteles que el asocial es ángel o bestia. Y, además, porque en la ciudad se
inscriben los valores, los sueños, las frustraciones...de toda una época. En la
ciudad pasa de todo, decimos.
Entremos pues en la ciudad.
Visitarla significa pasearla. El método de reflexión va a ser el itinerario, el
deambular, el desplazamiento, porque uno habita esa ciudad como un exiliado,
como un hombre de frontera. En una hacienda o en un monasterio benedictino, uno
no sale de casa. Pero los que viven en ciudad, como los dominicos, son
mendicantes, itinerantes. Construían los conventos fuera de la ciudad para no
limitar su actividad al tiempo en el que las puertas estaban abiertas. Son instituciones
de ciudad, de ciudades (Roma, Bolonia, París, Oxford...).
Una ciudad ofrece múltiples
recorridos (Kohan, 2007, 15). Los distintos itinerarios permiten descubrir los
ejes de la realidad, estos es, los valores, prioridades o sueños a los que me
acabo de referir. Para entender la importancia del itinerario hay que tener en
cuenta que la ciudad en la que piensa Benjamin no es una villa identificable, sino
un constructo hecho con materiales reales, pero un constructo, una zona urbana
compuesta por cuatro grandes ciudades reales: en el oeste, París; en el sur,
Nápoles; en el norte, Berlín; en el este, Moscú. Ese espacio urbano dispone de itinerarios
que podemos recorrer para captar la realidad de nuestro tiempo. Por ejemplo, si
interesa captar cómo se ha concretado la modernidad en Europa, habría que empezar
el recorrido por París donde es fácil ver lo que aporta, lo que conmueve, lo
que comporta esa modernidad; y convendría salir por Berlín que es donde más
pesa el pasado que ha tenido que remover la modernidad. Marx decía que los
Alemanes son los primeros que han pensado la modernidad y los últimos que han
llegado a ella. De hecho corren el peligro de
"toparse con la libertad en el día de su entierro". Así son de
tardíos. Si lo que interesa es sopesar el valor de las tradiciones, entonces
mejor arrancar por el sur, Nápoles, donde se capta bien cómo perduran, y luego
salir por el oeste, por París, donde las tradiciones antes sucumbieron.
Benjamin distingue entre "peso muerto del pasado" y
"valor de las tradiciones"... porque hay dos tipos de pasado: uno que
pesa como una losa sobre el presente y otro que abre el presente al futuro. El
primero es el de los vencedores que se hace presente y le determina totalmente;
el segundo pasado, el de los perdedores, es el que está ausente del presente.
Sigamos el recorrido. Si nos
cosquillea la curiosidad por la significación del concepto de pueblo, entonces
el recorrido mostrará que en cada sitio tiene un sentido diferente. En el
norte, Berlín, significa nación, un estado de pertenencia; en el sur, Nápoles, pueblo
es la gente, esto es, las clases sociales más bajas; en el este, Moscú, es el
proletariado, y en el oeste, París, se confunde con ciudadanía.
Llegados a este punto procede
hacerse un par de reflexiones sobre la idea benjaminiana de ciudad. La primera
surge al hilo de la pregunta ¿por qué esta idea de una ciudad diseminada, esparcida?
¿por qué no le basta con París o Berlín para hablar de ciudad? Pues porque no
pierde de vista la relación entre ciudad y polis. Captamos esa relación si
tenemos en cuenta la diferencia entre oikos
y polis: el primero es un espacio
cerrado y el segundo conlleva la idea de transcender el umbral, de salir, de éxodo.
Esa salida no se limita a un lugar mayor si ese nuevo lugar acaba limitando la
salida. Esa salida tiene que ser ya itinerancia como modo de vida.
La segunda se refiere a la selección
de ciudades: ¿por qué esas y no otras? Benjamin nombra esas ciudades porque son
los referentes europeos de la construcción y de conflictos de nuestro
tiempo...pero hoy podrían ser otros. ¿ Cuáles ? Hemos oído hablar en una mesa
anterior de Buenos Aires, Valparaíso y de México, eso sí, sin voluntad de
conectarles, sino mostrando legítimamente las distintas capas que conforman a
cada ciudad. Pero podríamos ir más lejos. Imaginemos que uno de nosotros se
pregunta qué significa pensar en español. Tendríamos que hacer memoria y
plantearnos un recorrido que podría ir de Macondo a la Mancha. Macondo
representa la América criolla habitada por tantas ciudades o proyectos como han
intentado cada uno de las siete generaciones de los Buendía habida cuenta de
que los habitantes de Macondo han tenido que pagar el ingreso en la modernidad
del colonizador - a lo largo de Cien años
de soledad- con el duro precio del olvido, origen de todas sus desgracias;
Macondo representa un lugar en el que el olvido mata. Y habría que pasar de ahí
a la Mancha del Caballero Andante, un lugar en el que la memoria salva. Cuando
el lector está a punto de cerrar el libro porque Cervantes no puede contarnos
en qué acaba aquello al no disponer del texto original en árabe que le está
sirviendo de base, alguien le ofrece a buen precio el resto de folios escrito
por su verdadero autor, Cide Hamete Benengelli. Aquí la memoria, representada
por unos escritos en una lengua prohibida, el árabe, salva. Si queremos, pues, pensar
en español tenemos que ser conscientes de lo que ha olvidado nuestra lengua.
3. Pero, ¡ojo¡, con la ciudad no se
juega. El paseo no es un pasatiempo. No estamos hablando de estética sino de política
(polis) y hasta de metafísica
(realidad). Sería el momento de citar ese potente texto de Benjamin que dice
"se debe dejar bien claro que un comentario acerca de la
realidad...necesita un método totalmente diferente del comentario sobre un
texto. En el primer caso, la ciencia fundamental es la teología; en el segundo,
la filología" (Benjamin, GS V,574). La ciudad es tierra santa. Una cosa es
habérselas con un texto; otra, con algo tan vital (un existenciario) como una
ciudad. Con la ciudad el negocio no consiste en conocer más, sino salvar la
vida. Está en juego la vida. En la ciudad, en efecto, están los desechos de una
civilización, lugares marginales, el precio del brillo de la ciudad...y también
las posibilidades de salvación. Benjamin habla, en efecto, del carácter
profético y salvífico de la ciudad. Piensa en espacios como el Zoo de Berlín
del que dice que "era un rincón profético. Pues, al igual que hay plantas
de las cuales se dice que poseen el don de hacer ver el futuro, existen también
lugares que tienen la misma facultad. En esos lugares parece haber pasado todo
lo que aún nos espera" (Benjamin, GS, VII/1, 407).
El Zoo era su barrio de niño y él se
esfuerza en mostrarnos cómo lo que vivió en su infancia prefiguraba lo que
luego ocurrió. Aunque, a decir verdad, los lugares de la promesa son otros:
"En su mayoría son lugares abandonados, como copas de árboles que están
junto a los muros, callejones sin salida, jardines delante de las casas donde
jamás persona alguna se detiene". Lugares salvíficos pues en la ciudad se
ensayan nuevas fórmulas de supervivencia que anuncian el futuro. Esas se
encuentran precisamente en lo desechado.
4. Benjamin da un paso más y nos
dice cómo hacer el camino, cómo visitar o pasear por la ciudad: como el flâneur, una figura que él privilegia y
que es muy compleja. Por un lado y, en un primer momento (que coincide con la
irrupción de la técnica que tantas esperanzas despertó), el flâneur es un paseante curioso, que sabe
perderse por las calles de París, que se deja sorprender, que camina abierto a
lo nuevo y a lo que hay de promesa en lo nuevo. Dice Benjamin que "en la
mirada del flâneur, deslumbrado por
las mercancías expuestas en los pasajes, está la chispa del niño descubriendo
un mundo que no se agota al descubrirse" (Kerik, 1993, 114). El flâneur, liberado del trabajo, encarna
la esperanza de felicidad que traían los nuevos tiempos. Pero las cosas cambian.
Para ese capitalismo exitoso, el paseante empieza a ser un estorbo porque ocupa
un espacio libre que se puede transformar sea en superficie comercial, sea en
calzada para automóviles. El flâneur
queda recluido en la acera o en zonas peatonales que no está ya destinada al
paseo sino al andar de prisa y al consumo. Ese capitalismo no quiere ya gente
ociosa que se pasee viendo escaparates, sino clientes que compren. Se produce
así un fenómeno de alguna manera contradictorio: al tiempo que el flâneur pierde su sitio, todos somos
convertidos en flâneur, en ese nuevo
paseante que vive de cara al escaparate porque de ahí emerge el sentido de su
vida. La figura del flâneur adelanta
nuestra propia experiencia en una ciudad. Quien viva en ellas sabe que en una
gran ciudad se sufre más que se disfruta. Resulta inhóspita, agresiva,
violenta... De ellas se han enseñoreado los comercios y los coches.
Pero Benjamin no pone aquí punto
final. Así, asistiendo al entierro del flâneur,
no se puede acabar el paseo por la ciudad. Este "organizador del
pesimismo", que es Benjamin, encuentra en esa situación una razón para la
esperanza a través de la memoria. Atribuye, en efecto, a la memoria un poder
capaz de provocar el despertar colectivo de una generación. Ese poder consiste
en leer algo tan invisible como lo que hay de vida frustrada y pendiente en las
ruinas.
5. ¿Qué consecuencias sacar de este
recorrido por la ciudad? Que Benjamin está haciendo como una teoría del
"lugar de memoria", al ligar tan estrechamente espacio y tiempo. Su
reflexión sobre el espacio da una nueva significación a la memoria pues que ya
no es algo subjetivo -no es sólo la vivencia del pasado por el sujeto actual- sino
algo más porque lo recordado no está sólo en la psique del sujeto sino en la
realidad: en las cosas o ruinas, pero también en la vida negada, en las vidas
frustradas. El aquí de la memoria espacial la da objetividad.
Debería quedar bien claro que no se
pretende hacer apología de la ciudad: ni de la ciudad real que habitamos, ni de
la ciudad sublimada (la polis) en la figura del Estado. Estas ciudades tienen
un doble problema. Por un lado, son espacios cerrados algo que niega la razón
de ser de la ciudad que es, a diferencia del oikos, apertura, calle, camino, éxodo, exilio. Por otro, que estas ciudades,
símbolos del progreso, no representan la realización de lo anterior, del punto
de partida, de aquello de donde venimos y que podemos llamar pueblo.
La ciudad no es el futuro del
pueblo, como tampoco son las modernas arquitecturas bancarias el futuro de las
iglesias románicas. La Modernidad no es el futuro de la Edad Media. Para
explicarlo me remito al libro de Cesar Rendueles, Capitalismo canalla. En un momento dado analiza la obra de Dostoievski, Los Demonios. Estaríamos ante una
crítica feroz a la Modernidad en sus diferentes versiones: capitalismo,
socialismo/anarquismo, o simplemente democracia. Notemos que Dostoievski no es
un romántico que añore la Edad Media. Su crítica de hecho coincide con la de un
escritor revolucionario, Platonov, autor de la novela Chevengur. Lo que en uno y otro caso se critica es la
autosuficiencia de una Modernidad que se presenta como post-tradicional, i.e.,
como un proceso cuya realización supone el sacrificio de lo anterior: de un
tejido de relaciones, experiencias, valores y sentimiento que han configurado a
ese sujeto que quiere ser moderno (Rendueles, 2015, 100 ). Ese sujeto cifra la
modernidad es hacer tabula rasa del mundo anterior porque el nuevo tiene que
construirse desde la autonomía del sujeto, que es absoluta y no puede someterse
a ninguna otra instancia (Dios, la naturaleza), pero tampoco a circunstancias
que no hayan sido generadas por la propia libertad. Lo que dice Dostoievski es
que ese proceso modernizador, que se cree inocente y libre de responsabilidades
que asumir, es, pese a su buenismo intencional, un camino nihilista y
destructor. ¿Por qué? porque si lo decisivo es el ejercicio de la libertad, la
autonomía del sujeto sin cortapisas, entonces lo importante es la decisión:
decidir por decidir, independientemente de lo que se decida (en esto coinciden
Heidegger y Schmitt).
6. El gran problema que plantea esta
memoria objetiva es cómo captar su elocuencia. Porque el espacio tiene una
elocuencia especial. Lo sabe bien quien visita un campo. Nada es comparable,
por ejemplo, a la visita del Birkenau actual o a Belchite. Por mucho que uno
haya leído, lo que el lugar transmite es incomparable. Los libros ayudan para
enterarse de lo que ocurrió, pero su significación pasa por el lugar. La fuerza
del "es war hier" de Srebnik en Shoah
no tiene parangón. Por eso es tan importante la palabra del testigo: porque
da vida al lugar, le anima (buen título el film de Gutiérrez Aragón, "El
bosque animado").
Eso hay que tenerlo en cuenta a la
hora de hacer memoria o de educar en Auschwitz o de rendir culto a la memoria:
no es lo mismo criticar una idea que visitar un lugar de la memoria. Esto tiene
una claro sentido práctico. Pensemos en la educación post Auschwitz. España que
firmó la Declaración
de Estocolmo, del 2000, está obligada a tratar el crimen nazi, a hablar del
Holocausto. Los docentes se quejan de que no hay tiempo y como no lo hay todo
se resuelve, en el mejor de los casos, con un par de ratos donde se tocan
"temas generales como la intolerancia o el racismo". Pese a la buena
intención de quienes así piensan y hacen, es una grave equivocación. No es lo
mismo defender en abstracto la tolerancia que escuchar los gritos de los
desesperados en las cámaras de gas. Y no lo es por dos razones de peso teórico
y también educativo. En primer lugar, porque las teorías ilustradas sobre la
tolerancia se disolvieron como un azucarillo cuando apareció el vendaval
nacional-socialista. A Alemania, cuna del filósofo y dramaturgo Efraim Lessing,
autor del tratado más brillante sobre la tolerancia, titulado Natán el Sabio (una pieza teatral), le
sirvieron de bien poco los argumentos en favor de la convivencia respetuosa.
Estos se resumían en una idea muy ilustrada, a saber, que todos, antes que
judíos, moros o cristianos, somos hombres, es decir, antes que diferentes somos
iguales. Estos nobles ideales, barridos por el nacionalismo de los siglos XIX y
XX, no supieron prevenir ni predecir la barbarie nazi, basada precisamente en
la diferencia étnica. Entonces, si queremos luchar eficazmente contra la
intolerancia o el racismo hay que movilizar otras fuerzas. En concreto:
ponernos delante de la experiencia de la barbarie que han protagonizado seres
pertenecientes a esa cultura ilustrada que es también la nuestra. Más eficaz
que proclamar ideales en la escuela es recordar el sufrimiento que nuestra
cultura es capaz de generar en el futuro porque lo ha hecho ya en el pasado. La
segunda razón consiste en que no se puede plantear una "educación contra
Auschwitz" sin tener en cuenta el papel de los testigos y los lugares de
la memoria. Nada puede sustituir al poder educador de esos lugares. Podemos
imaginar la máquina del tiempo porque el pasado, pasado es y sólo podemos
hacerle presente con la ficción, pero no podemos inventar la máquina del
espacio porque éste no se deja ya que siempre está ahí cargado con todo lo que
en él ha tenido lugar. Podemos borrar todos los rastros y convertir lo que fue
otrora una fábrica de muerte en un bosque amable, como ha ocurrido con el campo
de Belzec, o construir sobre el gheto de Varsovia un pujante barrio burgués,
que es lo que ha pasado, pero basta que se acerque un testigo y diga "era
ahí" para que las piedras hablen y el lugar se transforme. Las palabras
del testigo perforan el olvido y desconstruyen todo lo que hemos superpuesto en
ese lugar de muerte. Ni el tiempo transcurrido ni nuestro empeño en
invisibilizar las huellas pueden impedir que ese espacio vuelva a ser lo que
fue.
7. Quisiera terminar hablando del poder
ideológico y, por tanto, político del espacio. Los nazis articularon su
ideología política en torno al concepto Lebensraum.
Con él querían decir que lo alemán se define por un espacio vital en el que se
expresa el destino del pueblo alemán. Ese lugar es suyo porque, independientemente
de la pertenencia jurídica del momento, es étnicamente alemán: es de la misma
sangre y por tanto tiene derecho a conformar la misma tierra o Estado (es lo
que pasó con los Sudetes, Galizia o Prusia Oriental ). El Lebensraum justificaría, pues, el derecho de conquista. Pues bien,
para Arendt este concepto sería el gran delito, la razón del crimen nazi contra
la humanidad. En Eichmann en Jerusalem dejó
constancia de sus críticas al juicio del dirigente nazi, Adolf Eichmann, todo
un montaje publicitario sin suficientes garantías procesales. Pese a sus
severas críticas, se rinde al veredicto del tribunal en la última página de su
libro y declara estar de acuerdo con la sentencia que le condenaba a la
horca...pero por algo en lo que no reparó el tribunal y que viene a cuento, a
saber, "por haber sostenido una política consistente en negar al pueblo
judío y a otros pueblos el derecho a compartir el lugar en que se encontraban,
como si Vd. y los suyos pudieran decidir quién tiene derecho o no a habitar el
planeta". El crimen contra la humanidad consistió en apropiarse del
territorio y negar a otros pueblos el derecho a compartirlo
Precisamente por eso, por la centralidad del
espacio en el crimen nazi, me parece tan interesante la reflexión de Alberto
Sucasas en La Shoah en
Levinas al establecer una relación entre el concepto nazi de Lebensraum y el
concepto levinasiano de "el lugar del otro". En ambos conceptos es
clave el término "lugar", pero con sentidos enfrentados: si para el
nazi el término remite al principio que funda la identidad, en el caso de Levinas
lo que me conforma es "el lugar del otro". No se trata, claro, de
ocupar el lugar del otro, de echarle de su lugar, de desplazarle, sino de
desplazarme yo, de abandonar mi lugar, de dejar que el otro me habite. Aquí lo
de "ocupar el lugar de otro" evoca el concepto de desarraigo: acudo
donde está el otro pero abandonando mi propio lugar. Evocación del Exodo, la
diáspora y deportación...hasta el extremo (hasta el exceso) de asumir el sufrimiento
y la culpa del otro (Sucasas, 2015, 127).
No se puede pensar la ciudad sin el
pueblo, ni el Estado sin la sociedad. La Modernidad extrema un tipo de
racionalidad que pretende ser universal al precio de la abstracción lo que
conlleva sacrificar el tiempo y el espacio. Eso tiene sus consecuencias. Por un
lado fragiliza las ideas que, abandonadas a sí mismas, suelen claudicar
fácilmente ante el peso de la realidad. Por otro, hemos desarrollado una epistemología
que confunde verdad con ciencia, sacrificando lo singular o contingente porque en
ello no hay ciencia. El resultado es el nihilismo.
Reyes
Mate (*Conferencia de clausura del Coloquio Internacional “Ciudad, memoria y
espacio político en Iberoamérica”, celebrado en Casa de América, 12 de febrero 2016)
Bibliografía citada
Arendt,
H., 2015, Eichmann en Jerusalem,
Debolsillo, Madrid.
Benjamin, W., 1989,
"Berliner Chronik", en Gesammelte
Schriften, VI, 465-519.
Benjamin, W., 1989, "Berliner Kindheit um
neuzehntenhundert", en Gesammelte
Schriften, VII/1, 385-432.
Kohan,
Martín, 2007, Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin, Trotta,
Madrid.
Kerik,
C., 1993, "Walter Benjamin y la ciudad", en C. Kerik (compiladora) , Walter Benjamin, UAM, México,107-121.
Rendueles, C., 2015, Capitalismo
canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura,
Seix Barral, Barcelona.
Sucasas,
A., 2015, La Shoah en Levinas: un eco
inaudible, Devenir, Madrid.