En la
cárcel el tiempo se para de suerte que quien la deja tras cumplir condena no
sólo tiene ante sí la tarea de integrarse en un sistema que ha violado de
alguna manera sino también la de descifrar códigos de conducta y criterios de
valor que han aparecido en su ausencia.
A este destino, que certifican los que han pasado por la cárcel,
no ha escapado Arnaldo Otegi, recién salido de prisión, aunque no parece que ni
él ni los suyos hayan tomado conciencia del despiste que padecen. Los gritos de
“lendakari” e “independencia” con que fue recibido, tras ser liberado, indican
claramente que se le espera para liderar la izquierda abertzale -amenazada
electoralmente por nuevos agentes- en su marcha hacia “la creación de un nuevo
Estado en la UE” y no ya fuera de Europa o contra ella, como en los viejos
tiempos.
En su
historial figura ciertamente un pasado terrorista en los años ochenta y una
gestión política de Batasuna sometida a los dictados de ETA. Lo que pasa es que
Otegi y los suyos esperan que el empeño puesto en los últimos diez años en
minar desde dentro del mundo abertzale la estrategia etarra sean argumento
suficiente para el nuevo liderazgo. Recuérdese que puso en marcha un proceso
asambleario para discutir el adiós a las armas consiguiendo el respaldo del 80
%. Eso le debería dar galones para presentarse y ser presentado como un hombre
de paz. Otegi ha vuelto para “sostener la paz y llevarla hasta el final”, es
decir, para culminar el desarme unilateral de ETA antes de las próximas
elecciones. Con el prestigio que da el acallamiento de las armas, el nuevo líder
podría proponernos pasar página y plantearse nuevas metas sociales, más acordes
con las aspiraciones sociales de los jóvenes, o con los viejos sueños independentistas
pero con otros métodos.
Esta
forma de razonar es la que, sin embargo, no se sostiene. Esta sociedad que tanto
ha sufrido con el terrorismo etarra ya no relaciona fin de la violencia y paz.
Esa relación pudo jugar un papel en las primeras treguas (las de Felipe
González o José María Aznar) pero ya no porque ha aparecido un nuevo término, a
saber, la justicia que se debe a las víctimas. Al violento no sólo se le pide
que abandone las armas sino que se enfrente a los daños causados a las
víctimas. Esa es la gran novedad.
Lo que
la sociedad pide y espera de él no es que hable de paz sino que se deje
interpelar por la justicia. La única mediación entre el pasado violento y una
nueva sociedad reconciliada pasa por el rigor de la justicia que no se resuelve
sólo en términos como castigo o prisión sino en reconocimiento y reparación de
los daños físicos, morales y políticos causados a las víctimas y a la sociedad.
Sólo así él encontrará su sitio.
Algo de
esto ha olfateado Otegi y por eso habla de “pedir disculpas a las víctimas” o
de “sentirse responsable de los sufrimientos causados” o de “plantear dinámicas
de reparación para aliviar el daño causado”. Pero todo eso es insignificante,
es decir, carece de significación si no se reconoce lo único importante: la
responsabilidad personal por el daño causado. Su futuro político no está en
manos de los abertzales que le jalearon a las puertas de la cárcel sino del
mudo grito de las víctimas. Su cuenta pendiente no se salda con una disculpa,
sino con una responsable asunción de la culpa, y eso se traduce en severa
autocrítica por los daños causados, en revisión de los idearios soberanistas
que inspiraron la violencia y discreta retirada de la escena pública.
Esta
sensibilidad moral es la que ha crecido en el tiempo de su encarcelamiento y si
Otegi quiere estar a la altura de sus responsabilidades debería tomar el camino
que le lleva a Nanclares de Oca y no a la exhibición de Bruselas. Nanclares de
Oca es una forma de hablar de la elaboración de la culpa que han llevado a cabo
victimarios conscientes de la magnitud del crimen, un proceso que, ese sí,
permite un nuevo comienzo, mientras que la exhibición en Bruselas es una
obscenidad, esto es, algo que debe ser sacado de escena. Quien tiene tanta
responsabilidad no puede habilitarse con un lavado de imagen.
En este
blanqueo de responsabilidades el lenguaje juega un gran papel. Ahora resulta
que en las filas etarras hay deportados. En el seno de la Unión Europa –un
lugar, no lo olvidemos, que nació de los campos de exterminio- Otegi repitió lo
de que ”los presos políticos vascos y deportados tienen que volver”. Deportado
fue Primo Levi o Jorge Semprún , pero ¿qué tienen que ver los millones de
judíos transportados en vagones de ganado con el etarra huido para escapar de
la justicia? Deportado tiene varias acepciones pero en el Parlamento Europeo
tiene una principal, que es la de gente como Levi cuya memoria inspira la
existencia del proyecto europeo. Sorprende el descaro de Otegi pero más todavía
la complacencia atolondrada de los que le invitaron o le aplaudieron.
Cuentan
de los revolucionarios franceses que en la tarde de aquel memorable día dispararon
a los relojes de París para anunciar que empezaba un tiempo nuevo. A Otegi y a
lo que él representa su reloj les da la vieja hora, pero esa hora ya no ordena
el día.
Reyes Mate (El Norte de
Castilla, 7 de mayo 2016)