Abstract:
La
reflexión sobre Auschwitz ha entrado en una nueva fase porque están
desapareciendo los testigos y ha llegado el momento de pensar la memoria sin
supervivientes. A eso se refiere la posmemoria cuya tarea principal es una
construcción social de la memoria que fecunde el presente con la significación
de ese pasado. Conforme pasa el tiempo se amplía la mirada de la memoria.
Aparece, por ejemplo, el tema de los alemanes como víctimas, un asunto fundamental
para precisar el significado de víctima; también es notable la revisión crítica
desde el propio judaísmo del uso de la memoria. No todo ha sido trigo limpio.
Desde un punto de vista filosófico no carece de importancia la pregunta sobre
cómo leer tradiciones académicas que callaron sea porque miraron hacia otro
lado sea porque no tenía nada que decir ante
la barbarie. Invita a la reflexión, finalmente, el hecho de que textos
antiguos de supervivientes sean editados o reeditados ahora, caso de Antelme y
Levi. Ante el desgaste o desviación de términos forjados por ellos, aparecen de
nuevo para enfrentarse no a su tiempo sino al nuestro.
***
1. Al final del intenso diálogo que
mantienen Elie Wiesel y Jorge Semprún, con motivo de los 50 años de la salida
del campo, confiesan ambos que ninguno
desearía ser el último testigo. La
responsabilidad es tal que el sólo pensarlo
les produce vértigo(1).
Llama la atención esa negativa pues a
dar testimonio, ser testigo, eso es lo
que ellos son "ser un deportado es la única cosa que me caracteriza",
dice Semprún, y Wiesel: "me horroriza pensar que puedo perder la memoria".
Morir dando testimonio, aunque uno fuera el último testigo, sería hacer honor a
la propia esencia.
¿Por qué ese temor? Por la
responsabilidad que eso conlleva. No olvidemos en efecto que ellos relacionan la posibilidad de esperanza
de la humanidad al recuerdo de Auschwitz. Ser testigos no es sólo necesidad de
contar lo que vivieron, sino de abrirnos los ojos sobre la situación en que nos
encontramos. Ellos que han vivido la experiencia del campo y han mirado de
enfrente a la Gorgona, sin haber perecido, son portadores de un secreto que
tratan de comunicar con sus testimonios, sin lograrlo realmente. Saben que los
supervivientes que han ido pasando han fracasado en esa tarea. El testimonio no
ha cumplido su objetivo. Al principio nadie les quería escuchar, ni creer, ni
publicar, ni leer. En eso al menos, sí ha habido un cambio de cosas pues se les
lee, se les escucha, sobre todo los nietos(2).
Pero ni Wiesel ni Semprún se engañan
en cuanto a lo esencial del testimonio: nadie les hace caso. El exigente
programa diseñado por Adorno, con su Nuevo Imperativo Categórico (repensar todo
a la luz de la experiencia de la barbarie), está por estrenar. Por eso se
sienten desconsolados : "si Auschwitz y Buchenwald no han cambiado al
hombre, ¿qué le podrá hacer cambiar?” El hombre sigue su vida de espaldas a
Auschwitz. Sus relatos conmueven pero nada pueden contra las lógicas que antaño
nos llevaron a la catástrofe. Y los testigos dan testimonio porque piensan que
Auschwitz puede cambiar al hombre. El último testigo es el portador de una
información salvadora que sólo será eficaz si quien la recibe capta en el texto
la experiencia que la escritura balbucea. Sin el poder del testigo vivo el
testimonio queda reducido a un texto escrito que tendrá que asumir la tarea que
los supervivientes no lograron trasmitir. En manos del último testigo está la
posibilidad del último envite o del fracaso del testimonio.
2. Parece que nos estamos acercando
a ese momento. En el obituario de los periódicos se suceden las noticias de
fallecimientos que van clausurando esa época:
en mayo moría Jorge Semprún; el siete de agosto, Rudolf Brazda, con 98
años, el último de los “triángulos rosa”; a los pocos días, la heroína de La
Résistance, Nancy Wake, con 99 años; por las mismas expiraba en México uno de
los últimos exiliados republicanos españoles, Adolfo Sánchez Vázquez, con 96
años.
Ha llegado el momento de plantearnos
una existencia sin ellos y eso significa preguntarnos cómo llenar el vacío que
dejan. Porque dejan un vacío. Con ellos, en efecto, la memoria funcionaba sobre
dos pilares: el rigor de los hechos que garantizaba la historia y, en segundo
lugar, la pregunta por la significación de esos hechos que ellos, los
supervivientes, se encargaban de que no faltara. Mientras viven los testigos,
ellos se encargan de la relación entre hechos y significados. La prueba más
brillante de esa conexión es la obra de Primo Levi Los hundidos y los salvados en la que cada línea es una meditación
sobre los hechos por y para nosotros.
La situación cambia con la
desaparición de los testigos; ¿pueden los hechos, el conocimiento de los
hechos, cargar con la tarea de extraer el sentido que tengan para nosotros? En
el caso de que eso no sea posible ¿quién puede llenar ese vacío? ¿quién,
relevar a los testigos?
La respuesta a estos interrogantes
es la construcción social de la memoria que tienen que llegar a cabo las
generaciones posteriores. Es el tiempo de la posmemoria.
La
Declaración de Estocolmo (enero del 2000) responde a esta necesidad proponiendo
la memoria del Holocausto como un tema de reflexión colectiva y de educación en
las aulas. Su propuesta se substancia en dos puntos: instituir el Día de la
Memoria del Holocausto y que esa memoria forme parte de la educación escolar.
En su intención, el Día de la Memoria tiene que ser un día orientado a los vivos y no a los
muertos. Aunque se conmemore a las víctimas del Holocausto, es su significación
presente la razón de ser de esa conmemoración.
En el gesto de traer un acontecimiento pasado al presente
estamos dando a entender que aquello tuvo lugar, es decir, aconteció. Esto
último es particularmente significativo porque Auschwitz no fue un genocidio
más sino un “proyecto de olvido”: de ese
genocidio nada físico debía quedar para
que no fuera posible recordarlo, es decir, para que no fuera posible la
posmemoria. Pues bien, ese proyecto tuvo lugar, por eso el Tribunal de
Nürenberg condenó a los dirigentes nazis por haber perpetrado un crimen contra
la humanidad. Bien es verdad que al haber sido Hitler vencido no pudo
consumarse. Hubo supervivientes y sus testimonios han sigo el germen de una memoria
que es la que ahora nos convoca.
Con la desaparición de los testigos
estamos solos. No con la soledad que hubiéramos tenido de haber podido Hitler
consumar su proyecto, pero sí con la soledad propia de quienes habitan el
tiempo de la posmemoria en la que tienen que construir una memoria colectiva a
la altura de su tiempo contando con los hechos, claro, y los primeros
significados que extrajeron los supervivientes. Mientras hubiera un
superviviente, habría la posibilidad de una voz que nos dijera ante tantas
conmemoraciones, museizaciones o monumentalizaciones, “no es eso”. Eso de nada
sirve si no consiguen que Auschwitz sea lo que dé que pensar.
3. La construcción social de la
memoria del Holocausto en tiempos de posmemoria.
El punto de partida es el
reconocimiento de la situación en que nos encontramos. Vivimos un planeta
devastado por la peste del olvido. Cuando decimos que el genocidio judío supuso
un crimen contra la humanidad, hay que entenderlo literalmente: algo murió de
la humanidad del ser humano, en concreto, nuestra capacidad de recordar. A
partir de ese momento, la memoria es el resultado de un esforzado cultivo y no
una reacción instintiva. Ese cultivo de la memoria tiene las siguientes pautas.
3.1. Hay muchos tipos de memoria. Y
no me refiero tanto a las memorias subjetivas, que hay tantas como individuos
que recuerdan.
Me refiero también a la diversidad en el tratamiento disciplinario de
la misma. Para entender esto, debemos tener en cuenta que el pasado es un lugar
privilegiado de sentido en el que buscan materia, inspiración o significados la
historia, por supuesto, pero también la filosofía, la política o la literatura.
Son muchas las disciplinas que recuerdan y cada una lo hace a su modo, con su
propia metodología y alcances diferentes.
Que la historia se ocupa del pasado
es una perogrullada. El pasado es su razón de ser. Memoria e historia tienen el
mismo material de trabajo, el pasado, aunque lo entiendan de manera
diferente. La historia tiene su propia
idea de la memoria. Sabe que existe esa variante de lectura del pasado y ella
misma ha construido una teoría de la memoria que les vale a los historiadores
También la política, sabedora de su
capacidad movilizadora, dispone de una propia política de la memoria. Tanto
para construir una identidad colectiva como para sortear determinados momentos de transiciones políticas (paso de
una dictadura a una democracia), la política recurre al poder de la memoria
para poner en circulación el tipo de pasado más acorde con sus intereses.
El interés por la memoria alcanza a
la teología. El cristianismo, por ejemplo, llama "memorial" a su
gesto religioso fundamental , dando a entender que toda su fuerza salvífica se
concentra en la actualización del pasado, de la muerte y resurrección de un
hecho ocurrido hace dos mil años.
En literatura el pasado es
fundamental. No me refiero a las novelas históricas, sino a las buenas novelas
en las que relato y memoria se confunden(3).
3.2. Pues bien, conviene detenerse en el tratamiento que hace de la memoria la
filosofía. Es verdad que es una mirada más, pero que tiene la ventaja de reflexionar sobre las
otras formas de memoria, arriesgando una significación que puede ser entendida
por las demás.
Como sobre este particular he
escrito en otros lugares(4), resumiré lo dicho señalando que hay una evidente
evolución en los significados filosóficos de la memoria: se ha pasado de
identificarla con un sentimiento a considerarla también conocimiento; si en un
momento era sólo privada ahora lo es también pública; si hubo un tiempo en el
que era rival declarada de todo futuro, ahora es su cómplice.
Hay dos aspectos en la concepción
filosófica de la memoria del mayor interés para nuestro propósito. Para los
antiguos, en concreto para Platón, la memoria era un conocimiento a posteriori, esto es, un
re-conocimiento. El conocimiento tiene lugar en el mundo de las Ideas, pero en
el mundo real sólo nos cabe re-conocer lo ya sabido por la vía de la anamnesis.
Para Benjamin, sin embargo, no sólo es un conocimiento, sino la condición de
todo conocimiento. Ha pasado de ser una categoría a posteriori a otra a priori.
Este cambio teórico donde realmente se hace realidad es en Auschwitz. En ese
cambio se substancia el famoso deber de memoria. El deber de memoria se
inscribe en nuestro modo de pensar una vez que hemos tomado conciencia de los
límites del conocimiento y de su correspondiente pretensión de invisibilizar el
sufrimiento. La memoria se hace cargo
de eso impensable por el conocimiento pero que, al haber tenido lugar, da que
pensar. Auschwitz fue lo impensado que
tuvo lugar y por eso se constituye en lo que da que pensar. "Dar que
pensar" es entender lo acontecido como el punto de partida de la
reflexión. Ese momento se convierte en la fuente de la reflexión. Eso no
significa citar el Lager cada vez que
iniciamos una disertación sobre lo divino o lo humano, sino hacernos cargo de
la realidad, de cómo se construye la realidad: invisibilizando el sufrimiento y
haciéndolo impensable. Estamos en el epicentro del concepto de memoria por eso
conviene detenerse en este punto. Hay un texto de Levi muy elocuente: “el
acontecimiento, dice, es algo que trasciende la verdad y no sólo porque es
inefable (inexpresable), o porque no es reducible a términos lógico-racionales.
Hay algo más: el acontecimiento es, desde un determinado punto de vista,
perfectamente inconmensurable. Es algo que no se identifica con la idea de
verdad, al menos en la versión racionalista con la que la expresamos. Lo cierto
es que, en un proceso normal, el testigo es llamado a declarar para hablar de
un hecho y no de un acontecimiento. Nos encontramos ante tres realidades que
quizá deberíamos separar: el acontecimiento, el hecho y la verdad"(5)
La memoria es un exigente programa
filosófico que obliga a re-pensar todo a la luz de la barbarie. Con razón
Adorno prefería hablar de un Nuevo Imperativo Categórico en lugar de
"deber de memoria" que corre el peligro de dar a la memoria un
carácter meramente moralizante. ¿Qué significa entonces recordar? Repensar todo
a la luz de la experiencia de la barbarie.
Repensar, en primer lugar, la
realidad, el mundo, no cayendo en la trampa de identificar realidad con
facticidad. Walter Benjamin distingue entre hechos, que pueden ser conocidos (Erkenntnis), y eventos que escapan al
conocimiento (Wahrheit), pero que
tienen lugar. Lo que aquí llama Benjamin
“verdad” coincide con lo que Levi, en el texto anteriormente citado,
llamaba “acontecimiento”. Uno y otro dan a entender lo limitado de nuestra
forma habitual de conocer (Erkenntnis).
Para ese conocimiento Auschwitz fue lo impensable, pero tuvo lugar, es decir,
es un acontecimiento. El concepto de verdad lo que quiere decir es que ese
acontecimiento es el punto de partida del conocer. Ahí aparece lo acontecido
como el punto de partida de la reflexión. A ese movimiento del pensamiento
llamamos memoria.
Repensar la política a la luz de
Auschwitz significa entender que el Lager es la cuna de una nueva política
europea. En el
campo se había librado la gran batalla entre el hombre y la barbarie. Jorge
Semprún, en su última aparición en Büchenwald, el pasado 11 de abril, invitaba a los
europeos a visitar Büchenwald "para
meditar sobre el origen de Europa y sus valores". En un momento como el
actual, donde los intereses nacionales o nacionalistas, sobre todo en Alemania,
priman sobre la construcción de Europa, esa invitación, a modo de testamento,
es fundamental. Del campo viene una propuesta que obliga a romper con el núcleo de la política moderna, a saber, el
progreso. Respecto al progreso siguen valiendo las críticas benjaminianas: que
es un mito y que es fascismo. Es un mito
porque nos le representamos como inagotable, imparable y salvífico. Hoy sabemos
que no. Y es fascismo pues tienen en común
la misma lógica: funcionar con víctimas y aplicarse a invisibilizarlas.
Repensar también la ética. Las
éticas modernas están basadas en la buena conciencia. Ser consecuentes con la
propia conciencia. La conciencia expresa la dignidad. En Auschwitz no hay
dignidad, ni lugar para la buena conciencia.
Estas afirmaciones
pueden parecer muy osadas. ¿Acaso tiene algo de malo seguir los dictados de una
buena conciencia? ¿hay algo superior a someter la conducta a los grandes principios morales que habitan de
una manera casi natural las conciencias? Lo serían si no fuera porque, según
los testigos, la buena conciencia murió en el Lager. En la citada entrevista, muy al final de sus días, destinada a que Levi
fijara los puntos más trascendentales de su testimonio, se dice una y otra vez
que no se salvaron los mejores, ni mejoraron con la experiencia
concentracionaria. Cuenta que tuvo que educar a un bondadoso joven húngaro “que
seguía siendo fiel a la moral anterior del hombre libre…intenté convencerle de
que no era aquél un lugar en el que valiera la moral de antes” y es que “en el
campo la solidaridad naufraga”.
En el Lager
muere la ética de la dignidad o de la buena conciencia y ¿qué nace? Difícil
pregunta. Para los demás, los que no estábamos en el Lager o hemos nacido después, no hay otra ética que la de responder
a la pregunta de “si esto es un hombre”. En algún lugar la he llamado
“ecceitas” y, otros, como Levinas hablan de alteridad. Ser bueno es hacerse cargo del otro, de la
inhumanidad del otro.
Lo que es difícilmente compatible
con la significación de Auschwitz son las éticas de tipo deliberativo o
comunicativo, a la Habermas o a la Apel. Giorgio Agamben ha tenido la humorada
de imaginar al Profesor Apel, armado de su método deliberativo, en un campo de
concentración, dispuesto a demostrar con un musulmán
su ética de la comunicación(6). Como bien se sabe, la base de esta ética
consiste en afirmar que toda comunicación entre seres humanos presupone una
comunicación obligatoria. Cuando nos hablamos, incluso para discrepar,
presuponemos que el otro me entiende, que el otro sabe lo que estoy queriendo
decir. Eso es posible porque hay un entendimiento en el juego del lenguaje.
Hablamos para entendernos y porque nos entendemos. Este planteamiento no
funcionaría si cuando hablo al otro, el otro no reacciona y calla simplemente.
Esto es tan grave que, para Aristóteles, “un hombre tal es similar en todo a
una planta”. El que no habla no es humano. Bueno, pues en Auschwitz el otro no
habla, pero no porque no tenga voz sino porque no se cuenta con ella. La
comunicación en Auschwitz se hace a través del látigo, elevado a la condición
de “Dolmetscher” (traductor). Era el modo de comunicación de la orden del
carcelero. En el caso del musulmán el traductor consuma su papel al anular la
capacidad de reacción. Auschwitz es la prueba, para Agamben, de que el
entendimiento como supuesto trascendental del lenguaje es un invento del
filósofo de gabinete, por eso si Apel se empeña en probar la viabilidad de su
invento en el Lager tendría que
expulsar al musulmán, de nuevo, de la condición humana.
La obligación de repensar la
política y la ética nos lleva directamente al deber de repensar la justicia,
tema mayor de nuestro tiempo. Quedarían descartadas todas aquellas teorías de
la justicia que se planteen lo justo haciendo abstracción de la experiencias de
injusticias porque eso sería tanto como negarse a repensar la justicia a partir
de la experiencia de la barbarie que supuso Auschwitz. Me refiero, claro está,
a las teorías procedimentales de inspiración rawlsiana o habermasiana. Otro
ingrediente de una nueva concepción de la justicia consiste en reconocer la
imposibilidad de la reparación integral
que, de una manera u otra, ha animado a las teorías clásicas de la justicia.
Dice Patrice Loraux que “para los griegos era impensable una justicia sin
retorno”(7), es decir, sin la posibilidad de la reparación o de la
compensación. Auschwitz impone la figura de lo irreparable o de lo
desaparecido. Aparece entonces la memoria de lo irreparable como forma de
justicia que altera substancialmente el planteamiento de la justicia,
caracterizado históricamente por un cuidadoso olvido de la injusticia pasada.
La reflexión filosófica sobre la justicia después de Auschwitz tiene que tomar
la forma de una justicia anamnética (8).
Plantearse la justicia a partir de
la memoria de la injusticia afecta a la relación entre justicia y derecho. El
derecho codifica determinadas injusticias, pero no otras. El autor de la
injusticia debe saberlo. La obra de Karl Jaspers, La cuestión de la culpa, expresa
bien este punto de vista. Ahí habla de culpabilidades que no están tipificadas
en el derecho penal: culpabilidad moral (la indiferencia de los espectadores),
política (los ciudadanos de un Estado criminal) y metafísica (la ética de la
especie que tiene que reaccionar ante el sufrimiento de cualquier ser humano).
No es malo sólo el que mata, ni basta para ser bueno tomar distancia de lo que
pasa. El crimen político no es sólo un delito, no es asunto solo del derecho.
No basta el Juicio de Nürenberg que castigó a los culpables directos. Es
también una culpa, algo que incumbe a la moral y que afecta de otro modo a los
delincuentes y también a los demás.
3.3. Para esta tarea pendiente de
repensar todo a la luz de la barbarie, resulta muy interesante cómo lo
entienden los propios supervivientes. La revista Isegoría acaba de publicar las reflexiones filosóficas de Jorge
Semprún sobre este particular (9). Invitado a pronunciar las X Conferencias
Aranguren, en el año 2003, ofreció una mirada filosófica sobre las
circunstancias del fascismo. Se le reconoce a Semprún un enorme talento literario, pero la fuerza
de El largo viaje, La escritura o la vida y tantos otros es la
carga filosófica de su narrativa. El que fuera estudiante de filosofía en La
Sorbona interpretaba el campo como expresión del mal absoluto. El hitlerismo
había organizado la vida concentracionaria de tal manera que el deportado
interiorizara que la muerte no era una posibilidad, como para los demás
mortales, sino una fatalidad que les esperaba en cualquier segundo de su
existencia. La suya era una vida construida para y desde la muerte. Para
Semprún ese supuesto nazi era un desafío que no podía eludir y al que tenía que
dar una respuesta.
Esto explica la importancia que
tienen en sus relatos los moribundos. Era la cita del mal absoluto con el
combatiente. Recordemos, por ejemplo, la muerte en sus brazos de su maestro,
Maurice Halbwachs, el autor innolvidable de extraordinarias investigaciones
sobre la memoria,. Semprún le recita a modo de plegaria unos versos de
Beaudelaire: O mort, vieux capitaine, il est temps, levons l’ancre... Nos
coeurs que tu connais sont remplis de rayons, mientras el agonizante sonríe
“con la mirada sobre mí fraterna”. O la
agonía del bravo Diego Morales, un joven combatiente republicano que hasta
había pasado por Auschwitz. Otra vez la poesía, esta vez de César Vallejo, para
fraternizar con el agonizante: Al fin la batalla/y muerto el combatiente,
vino hacia él un hombre/y le dijo: “¡no mueras, te amo tanto!”/pero el cadáver,
ay, siguió muriendo...”.
Semprún
acude a la muerte de Morales, como un año antes a la de Halbwachs, para luchar
contra el mal absoluto con el arma de la “fraternización del morir”. Frente a
la idea hitleriana que la muerte era el
destino fatal del prisionero, Semprún la presenta como una opción a
favor de la vida. Acude a la cabecera de los moribundos para arrebatar el
destino al nazi y decirle que “todos nosotros, que íbamos a morir, habíamos
escogido la fraternidad de esta muerte por amor a la libertad”. La muerte que
el nazi esgrimía como una fatalidad era vivida por ellos como una opción libre,
fraterna, en favor de un mundo mejor.
Frente al mal absoluto que
representa, a sus ojos, el fascismo, el escritor/filósofo Semprún interpreta su
experiencia como una respuesta teórica y práctica a tamaño desafío. Como el
lugar de la filosofía es ese combate, se permite enjuiciar a los filósofos del
momento bajo ese prisma: ve la filosofía de Heidegger contaminada por la opción
nazi; rescata a Husserl que intuyó con tiempo el destino de Europa si no
reanimaba su espíritu humanista, principio vertebrador de “una
supranacionalidad de un tipo totalmente nuevo”; fustiga sin piedad al
Wittgenstein que despreció la fraternización de la muerte; elogia la
clarividencia de Jacques Maritain –pese a ser “para mi un filósofo y un teólogo
bastante endeble”- al endosar al hombre la responsabilidad por el mal en el
mundo; rinde homenaje a Jan Patocka que pagó con la vida la libertad crítica de
su pensamiento; propone una recuperación crítica del pensamiento marxiano; se
detiene en el Sartre autor de ¿Qué es la
literatura? donde denuncia la frivolidad de la política realista y de la filosofía idealista que se permiten afirmar
que “el mal no es algo serio”.
Puede
que algún académico diga que estos son juicios de aficionado. Aparte de que sus
juicios son compartidos por otros muchos académicos, lo importante es el juicio
de un texto filosófico desde el enfrentamiento práctico contra el mal. Los
textos filosóficos, aunque estén destinados a la estantería de una biblioteca,
no son política y moralmente neutros. El deber de repensar todo obliga a
valorarlos a la luz de su ubicación en la batalla contra el mal.
3.4.
Para completar la mirada crítica de un testigo, sólo ocasionalmente
filósofo, no viene mal convocar el análisis de un profesional en la materia
como Jürgen Habermas. En julio del 2011 tuvo lugar, en un castillo de Elmau, un
encuentro sobre “Voces judías en el discurso de los años sesenta”. Como decía
una de las participantes, la historiadora Atina Grossmann, hija de judíos
emigrados a los EEUU, “el holocausto nos es más próximo hoy que lo era en los
sesenta”. Nos es, efectivamente, más próximo, pero como desvelaba Habermas en
su descarnada intervención, titulada “La generosidad de los emigrantes”(10), en
los sesenta fueron filósofos judíos alemanes los que salvaron lo mejor de la
tradición filosófica alemana sin que entonces se lo reconociera la academia
alemana.
Volvieron pocos pero fueron muchos
los que influyeron en aquellas generaciones de estudiantes conformando su
manera de pensar. “Dispuestos a volver había muchos”, dice Habermas, “pero
fueron muy pocos a los que se ofreció un puesto de trabajo”. Entre los que
pudieron volver con trabajo, Karl Löwith, Helmuth Plessner o Ernst Bloch. Entre
los que se las tuvieron que arreglar por su cuenta, Norbert Elias o Günther
Anders. No volvieron, sin embargo, Wittgenstein, que murió en 1951, Stegmüller,
Carnap o Hempel, representantes del empirismo lógico; tampoco lo hicieron
Arendt, Jonas, Scholem o Leo Strauss. Todos ellos son “maîtres à penser” de
muchas generaciones, aunque, como apunta Habermas, “la enumeración de esos
nombres no da idea de la impar influencia de las voces judías en una
universidad que se había hecho insegura y provinciana, así como en una opinión
pública poseída por la voluntad de reconstruir un país sin mirar al pasado y
dominada por una mentalidad instalada en
un anticomunismo represivo” (Habermas, 2011,5).
Por lo que respecta a la filosofía,
Alemania estaba surcada por tres corrientes mayoritarias: la fenomenológica y
hermenéutica, en la que se había refugiado antiguos nazis o compañeros de
viaje. Mención especial se hace de Georg Gadamer, el discípulo de Heidegger,
que logró sortear la situación y hasta mereció la confianza de los rusos que le
nombraron rector de la Universidad de Leipzig. Gadamer se trajo a su amigo
Löwith que pudo así irradiar desde la universidad y la revista “Philosophishe Rundschau”
su influencia.
En la corriente analítica, el
influjo de los pensadores era hegemónica. Por lo que respecta a la Teoría
Crítica, creada en los años veinte por una generación de marxistas hegelianos,
mayoritariamente judíos, la representación alemana en la postguerra, quedaba
reducida a la persona de Adorno quien pudo experimentar la soledad y
animadversión de los colegas alemanes en el congreso de Münster, en 1962, donde
disertó sobre “El problema del progreso”. Ni el refinado estilo, ni la altura
del lenguaje fue del agrado de los profesores oyentes. Otra fue, empero, la
reacción de los estudiantes y de la opinión pública que vieron en él el
referente de una tradición que no conocían pero que les decía mucho.
Fundamental en la conquista de la opinión pública fue la figura de Marcuse,
sobre todo su curso sobre Freud, en 1956, que puso en circulación el interés
por el psicoanálisis para el estudio de comportamientos sociales, y la conferencia, en 1964, en la que Marcuse
rescata a Marx, desplazando a Weber. Los jóvenes empezaron a hablar, a partir
de ese momento, de “capitalismo” y no ya de la weberiana "sociedad
industrial avanzada” (Habermas, 2011, 9).
Salvaron tradiciones y conformaron
la mentalidad de los estudiantes, pero Alemania, dice Habermas, no les quería.
Elocuente es el destino del eminente jurista Hans Kelsen, el gran rival de Carl Schmitt: se le
reconoció su valía pero no se le ofreció una cátedra. Los alemanes estaban muy
sensibilizados al destino de los deportados tras la guerra (que eran su gente),
pero no al de los judíos (como si lo judío no fuera con ellos). Ni siquiera el
propio Habermas se fijó en lo que había de judío en el destino de todos esos
pensadores exiliados. Pero ¿quién, se pregunta Habermas, si no estos
discriminados por su raza, mientras los demás colegas siguieron a lo suyo,
podían disponer de una sensibilidad superior para detectar entre tantos
elementos corruptos lo mejor de una tradición y así entregarla a las nuevas generaciones?
Y concluye con esta reflexión: “pienso que la cultura política de la vieja
República Federal debe su inscripción vacilante en la civilización en una buena
parte a los emigrantes judíos. Debe su afortunado desarrollo sobre todo a
aquellos que tuvieron la generosidad de volver al país del que habían sido
expulsados. Gracias a ellos han podido aprender una o dos generaciones,
verdaderamente huérfanas, cómo
distinguir entre elementos corruptos y tradiciones que valen la pena transmitir”.
4. La construcción social de la
memoria es un proceso vivo porque el pasado es inagotable. Contra más hondos
sean los hechos más tarde tardan en aflorar pero acaban imponiéndose porque
siempre hay ese resto que acaba expeliendo la vida frustrada o pendiente que
almacena.
Paralelo a ese proceso de
integración del pasado injusto es el de depuración de la memoria colectiva de
los elementos más cuestionables pero que fueron más madrugadores. George
Bensoussan ha estudiado cómo se ha
formado la memoria colectiva en Israel, y Peter Novick, en los Estados Unidos.
4.1.Benoussan comienza diciendo que
el Estado de Israel es un proyecto sionista concebido e incoado antes de la
llegada de Hitler al poder. Si analizamos los elementos que caracterizaban al Yishouv(11), observamos que poco hay en él
favorable a la comprensión del significado de la Shoah. Para empezar, el
sionismo es un movimiento político, no humanitario, alternativo a la identidad
diaspórica, cuyo objetivo era la creación de un Estado propio y no la lucha
contra el antisemitismo o el salvamento de los judíos(12).Como, por otro lado,
el sionismo relacionaba la Shoah con la diáspora, se entenderá la frialdad con
la que el Yishouv reaccionó ante la tragedia de los judíos europeos. Remitían a
los malos hábitos de la diáspora la “pasividad” con la que esos judíos fueron
asesinados, como “corderos llevados ante el matadero”.
Todo cambia con el juicio a Eichmann
en Jerusalem en 1961. “Para el
sionismo”, escribe Benoussan, “ se trataba de utilizar el proceso de Eichmann
para insertar la Shoah en la reconstrucción nacional según este esquema: Israel
antiguo –exilio –renacimiento nacional. El exilio o diáspora era visto como un
mero paréntesis, un tiempo desastroso que había desembocado en la catástrofe.
La lección que había que sacar era clara: combate nacional por el nuevo Estado,
lo que implicaba la aceptación del sacrificio y del riesgo supremo en vista a
asegurar la independencia nacional” (Bensousan, 2008, 209).
Pero el desarrollo del proceso
desborda los cauces establecidos. Aparecen los testigos y se oyen sus relatos.
El país se inunda de sentimientos provocados por la descubrimiento de tragedias
enormes, vividas por los vecinos, que hasta ahora no habían podido expresarse.
Lo reprimido durante tantos años pasa a ser substancia de la comunidad. Aquello
ya no se puede perder, ni olvidar. Ben Gurion es consciente de que la batalla
que el sionismo ha declarado a la interpretación de la Shoah la va a perder:
“no han querido escucharnos. Con sus muertos (se refiere a los de la Shoah) han
logrado sabotear el sueño sionista”, declara el 8 de dic de 1942 (Benoussan,
2008, 93). La importancia política de la Shoah ha desbordado todas las
expectativas hasta el punto de convertirse en una religión civil.
La significación epocal de Auschwitz
no puede caminar por los derroteros “de la Shoah como religión civil”. La
alternativa es el camino que emprendió Adorno al plantear la aparición de un
“nuevo imperativo categórico”. De lo que se trata es de repensar la verdad, la
política, la moral y la estética, teniendo en cuenta la barbarie experimentada
de una forma extrema en Auschwitz. Ese repensar la razón y la acción tiene por
objetivo descubrir momentos ignorados hasta entonces, pero siempre presentes,
en la barbarie que ha acompañado a la historia del hombre. Auschwitz no es un
cuadro sino una ventana que ilumina la estancia del hombre en el mundo. Si
Adorno resume esa iluminación como la consideración “del sufrimiento como
condición de toda verdad”, el sufrimiento es un momento a considerar no sólo en
Auschwitz sino en toda la existencia. Y ese sufrimiento no sólo es teórica y
prácticamente significativo para las víctimas judías, sino también para las
palestinas y para los esclavos negros y para los amerindios conquistados por
los españoles y para los colonizados por los franceses.
4.2. El historiador Peter Novick
sitúa su minuciosa investigación en los Estados Unidos porque ha sido ahí, y no
en Europa, donde ha surgido la memoria que ahora nos invade(13). Europa, sin
judíos, y empañada es reconstruir las ruinas, no quería mirar hacia atrás, pero
¿qué pasaba en los Estados Unidos donde se había concentrado buena parte de los
supervivientes y qué pasaba en Israel? Cada página es una sorpresa. Aprendemos
que entre 1945 y 1965, “época dorada del judaísmo en América”, había una clara
voluntad judía de no hablar del holocausto. Estaba por supuesto la guerra fría
y había que concentrar todas las energías en desacreditar al comunismo, pero es
que, además, estaba mal visto considerarse víctima. El judío tenía que
demostrar que era un ciudadano normal, de ahí el prestigio del discurso
asimilacionista, reflejado en el hecho de que el 40% de los matrimonios eran
mixtos. Empeñados en la memoria estaban buena parte de los supervivientes, pero
no era ellos los que marcaban la política de la memoria. La cosa cambia a lo
largo de los sesenta con el juicio de Eichmann. Aunque en un principio lo que
destacaban los periodistas eran las lecciones del juicio para luchar contra el
nuevo totalitarismo, es decir, el comunismo, lo cierto es que la opinión pública mundial se hizo entonces una idea de las proporciones de
la catástrofe.
La tesis del historiador Novick es
que la memoria del Holocausto en USA no es el producto de un progreso moral
sino de coyunturas políticas sobre las
que el autor se manifiesta muy crítico.
Resulta paradójico que en Washington haya, dice, un colosal museo
dedicado al Holocausto, un acontecimiento europeo, y los negros no hayan
conseguido otro para rememorar la esclavitud, que tuvo lugar allí mismo.
Tampoco se piense que la indignación moral que provoca el Holocausto se traduce
en lecciones morales. En el Holocausto pudieron morir un millón de niños. Más de diez veces esa cantidad mueren cada
año por hambre y enfermedad. No sería
necesario, para salvarlos, arriesgar la vida, como hubiera sido el caso durante
el Holocausto. Pero nadie quiere establecer esa relación.
Podemos estar tranquilos, si nos
preocupa la memoria del Holocausto. Está ya tan institucionalizado en la
escuela, en los museos y celebraciones nacionales, que no hay peligro de que se
olvide. Otra cosa es que sirva de lección. Demasiado lejano y extremo.
Sintomático en esa memoria es el poco peso de los testigos supervivientes y el
mucho interés de los responsables políticos. Malo el olvidar pero peor es
cuando la memoria se ritualiza en gestos convencionales que pierden de vista la
significación de las víctimas.
5. La centralidad de la víctima.
Que
los judíos fueran víctimas está fuera de toda discusión, pero ¿podían serlo los
alemanes? Se empieza a hablar ahora de los alemanes como víctimas, víctimas por
tanto de los vencedores que no sólo consiguieron liberar al mundo de la amenaza
nazi sino que también causaron daños injustificados a inocentes.
De esto se habla ahora y cabe
preguntarse ¿por qué no antes? Antes se sabía;
lo sabían quienes lo habían sufrido y producido, pero nadie quería hablar de
ello, ni hay constancia de ello en ese testimonio fiel de la época que suele
ser la literatura. Quizá sólo una novela estuvo a la altura de las
circunstancias - La única que da una idea aproximada de la
profundidad del espanto que amenazaba apoderarse entonces de todo el que
verdaderamente mirase las ruinas que lo rodeaban (Sebald, 1999,20). El ángel caído, de H. Böll que sólo pudo ser publicada
en 1992, cincuenta años después de ser escrita.
Hay tres textos de referencia: la
novela de G. Grass A paso de
cangrejo (Im Krebsgang,
2002); la obra del historiador Jörg Friedrich El incendio. Alemania bajo los
bombardeos, 1940-45 (Der Brand, 2002) y el ensayo de W.G.
Sebald Sobre la historia natural de
la destrucción (Luftkrieg und
Literatur, 1999).
Uno de los temas más candentes de
este nuevo debate tiene que ver con los bombardeos de las ciudades alemanes.
Sabemos por informes oficiales que sólo la Royal Air Force "arrojó un
millón de toneladas de bombas sobre el territorio enemigo, que de las 131 ciudades
atacadas, algunas quedaron totalmente arrasadas, que unos 600.000 civiles
fueron víctimas de la guerra aérea en Alemania, que tres millones y medio de
viviendas fueron destruidas, que al terminar la guerra había siete millones y
medio de personas sin hogar, que a cada habitante de Colonia correspondieron 31,4 metros cúbicos
de escombros y cada uno de Dresde, 42,8..." (Sebald, 1999, 13). Hoy
tenemos la información pero, según Sebald, "lo que significaba realmente
aquello no lo sabemos". De eso se trata ahora, se saber qué significaba
aquello.
Hay que empezar preguntándose por
qué no se ha hablado antes de ello. La respuesta es evidente: era tal el daño
que Alemania había hecho que no tenían derecho a quejarse de lo que les
hicieron. Si ahondamos en esa respuesta encontramos matices muy importantes: En
primer lugar, la represalia. Las potencias ocupantes no estaban muy dispuestas
a tolerar expresiones de realismo so pena de caer en desgracia. En segundo
lugar, en ese tipo de catástrofes se pierde la capacidad de recordar. Dice
Sebald: "La muerte por el fuego en
pocas horas de una ciudad entera, con sus edificios y árboles, sus habitantes,
animales domésticos, utensilios y mobiliario de toda clase tuvo que producir
forzosamente una sobrecarga y paralización de la capacidad de pensar y sentir
de los que consiguieron salvarse" (Sebald, 1999, 34). En tercer lugar,
para los alemanes de la posguerra era más importante redefinir la comprensión
de sí mismos que describir las condiciones que les rodeaban. Si Holderlin decía
que a la hora de analizar un texto había que tener en cuenta el ángulo de
visión (el punto de vista del espectador) y el cuadro que le enmarca (el
contexto social), ahora sólo interesaba el ángulo de visión. A los escritores
les preocupaba más la imagen de sí mismo (sobre todo la justificación de su
actitud durante el fascismo) que la atención de las circunstancias, de la realidad.
En general, la gente no quería
elaborar la experiencia vivida porque se sentían "ante un nuevo comienzo"
(Sebald, 1999, 15). Las ruinas no eran el final de una aberración colectiva,
sino el principio de una nueva era. Esa reorientación decidida hacia el futuro
ahogaba de alguna manera la memoria, al menos en su expresión social. Esto
valía en el plano colectivo y también en el político: la catástrofe no encontró
lugar en la conciencia de la nación que emergía. Claro que la gente sabía, pero
quedaba en los adentros. Enzensberger llega a escribir incluso que "el
catalizador de la energía alemana en la reconstrucción fue la memoria de sus
cadáveres" (Sebald, 1999, 22).
¿Qué problemas plantea esta
información que ahora vamos teniendo? La legitimidad de los bombardeos
sistemáticos de la población civil. Ahora sabemos que este debate tuvo lugar en
Inglaterra antes de que se tomara la decisión. Sabemos que el obispo de
Chichester denunció repetidamente en la Cámara de los Lores que una estrategia
bélica que comportara el bombardeo sistemático de la población civil era
inmoral e iba contra el derecho de la guerra, opinión que también defendieron
importantes sectores del ejército británico.
Es verdad que los alemanes
inventaron el modelo con el bombardeo de Guernica, un experimento que luego
aplicaron con rigor en la invasión de Polonia. Pero las denuncias de entones
valían ahora.
Dos
razones se esgrimieron para esos bombardeos:
minar la moral de la población civil y acelerar el final de la guerra.
Pero según informes de los aliados, en 1944 ya se constató que no se
consiguieron esos objetivos. De ahí que aparezca, para algunos, como verdadera
causa de los bombardeos, la voluntad británica de intervenir en la guerra, de
no verse marginada en el reparto del mundo que se iniciaba con la nueva guerra.
Pero incluso para el logro de ese objetivo el bombardeo sistemático no era la mejor
estrategia ya que, como señaló luego Albert Speer, "ataques muchos más
precisos y selectivos, por ejemplo, contra fábricas de rodamientos de bolas,
instalaciones de petróleo y carburantes, nudos de comunicaciones y arterias
principales, muy pronto hubieran podido paralizar todo el sistema de producción"
(Sebald, 1999, 26). Los bombardeos no eran muy rentables para Inglaterra:
morían el 70 % de los pilotos y la cosa cautivaba un tercio de todos los
recursos bélicos. La segunda razón, aplicar la estrategia correspondiente al
concepto de "guerra pura", defendido por Sir Arthur Harris. Defendía
la idea de la guerra por la guerra, la destrucción total, es decir, la del
enemigo, la de sus propiedades y la de su entorno natural.
Hay un segundo capítulo de problemas,
con implicaciones morales de esa estrategia bélica, que es la aportación más
interesante de Sebald. Habla, en efecto, "de la organización social de la
desgracia", es decir, dice que la guerra, tal y como fue diseñada por los
aliados, fue "una organización social de la desgracia". Lo que creo
que quiere decir es que la respuesta al nazismo exigía un concepto de guerra
total. Y eso suponía desde aplicar todo conocimiento científico y técnico a la
guerra, hasta implicarse con una estrategia de lucha que fuera una "organización
social de la desgracia". ¿El resultado? No un triunfo de la civilización,
sino una "historia natural de la
destrucción".
¿Cuál es el problema? Si la
civilización que representa el vencedor resuelve su estrategia de lucha contra
el fascismo en reducción del otro a naturaleza muerta (a ruinas y cadáveres),
habrá que concluir que esa estrategia será consecuentemente una organización
refinada de la desgracia, pero ¿dónde encontrar algo del espíritu
civilizatorio que la inspira?
Hasta ahora no se quería hablar de
eso. Ahora bien, si ni vencedores ni
vencidos quieren hacer frente a esa realidad, tenemos todas las papeletas para
reproducir la violencia. Y se entiende que no lo hayan querido hacer. Al fin y
al cabo, los vendedores subsumían esos
hechos desgraciados bajo la estrategia global de lucha contra el mal, y los
vencidos no estaban dispuestos a echar la vista atrás, ni siquiera para
quejarse de los abusos. Pero ha llegado el momento de la visibilización de las
víctimas y esto también afecta a las producidas por los liberadores. Al
considerar a los alemanes como víctimas damos un paso más en la comprensión de
la víctima. Podemos decir que el ser víctima no tiene que ver con el color de
la piel ni con la ideología de la víctima ni la del victimario. Víctima es
quien sufre una violencia inmerecida porque es inocente. Eso no quiere decir
que los discursos no importan. Importan pero su importancia se mide en el
negociado de las ideas políticas y no ante el sufrimiento de las víctimas. Por
eso no puede haber “mis víctimas” y las otras. Quien ha entendido una, entiende
todas.
6. Conclusión.
Después de este recorrido se impone
la conclusión de que la reflexión sobre Auschwitz sigue abierta. De un pasado
inagotable fluyen nuevas informaciones y preguntas que obligan a repensar todo.
Por otro lado, el deber de memoria nos obliga a preguntarnos una y otra vez por
la vigencia hoy de las lógicas que llevaron a la catástrofe.
Se han publicado recientemente dos
libros que recogen palabras dichas hace mucho tiempo. El que hayan tenido que
ser dichas de nuevo da idea del sentido que ahora tiene la posmemoria de
Auschwitz. Me refiero a Intervista a Primo Levi ex deportato. A cura
de Anna Bravo e Federico Cereja, Einaudi, 2011, y Vengeance? de Robert Antelme, Hermann, 2010. En el primero se
recoge una de las últimas y más exigentes entrevistas a Levi con sendos
estudios de los dos entrevistadores en el que Levi, a modo de testamento,
dibuja el recorrido de la memoria. Entiende la memoria de Auschwitz como un
acontecimiento fundante que da que pensar. Memoria es como conciencia de los
límites del conocimiento y reconocimiento de una fuente inagotable que da que
pensar. Ese sería el punto de partida, el Ursprung,
siendo el de llegada un difícil lugar de encuentro entre víctimas y verdugos
que no puede expresarse en términos de perdón/reconciliación, sino más bien de
responsabilidad. Entre ese punto de partida y el de llegada hay todo un
recorrido en el que él se detiene para explicar cómo Auschwitz acaba con un
modo de pensar e inaugura otro, de suerte que términos como verdad,
conocimiento, moral o política exigen ser repensados a la luz de esa inédita
experiencia. Reseñables son los estudios que presentan y epilogan la
entrevista. Lo que está ocurriendo no es ese re-pensar que plantea Levi, sino
una revisión de lo que él dijo, por ejemplo, a propósito de la “zona gris”, ese
lugar en el que el bien y el mal, las víctimas y los verdugos, se desdibujan y
parecen confundirse. Se refiere a los Sonderkomandos,
obligados a convertirse en el brazo ejecutor de sus carceleros. Pero Levi forja ese concepto para hacernos ver todo lo que hay ahí de estrategia de los
verdugos, empeñados en invisibilizar su crimen, en borrar las distancias entre
víctimas y verdugos. Eso se ve bien en
el partido de fútbol entre deportados judíos y oficiales nazis(14). Por un momento olvidan su
condición inhumana y se entregan a la pasión del juego y a la camaradería de la
competición. Es un juego macabro pues en esa pérdida momentánea de su condición
de víctima ven los verdugos el momento de máximo triunfo. Dice Levi: “Nada
semejante ha ocurrido nunca, ni habría
sido concebible, con las demás categorías de prisioneros, pero con ellos con
“los cuervos del crematorio”, las SS podían cruzar las armas, de igual a igual
o casi. Detrás de este armisticio podemos leer una risa satánica: está
consumado, lo hemos conseguido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor
enemigo del Reich Milenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os
hemos abrazado, corrompido, arrastrado
al polvo como nosotros. También vosotros como nosotros y como Caín, habéis
matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos”. El verdugo busca la
fraternización en el asesinato, comenta Levi (Levi, 1989, 48) y a eso no está
él dispuesto: pese a las apariencias,
dirá a los nazis, hay víctimas y hay
verdugos. En el campo nadie se sitúa "más allá del mal y del bien".
Pues bien, hoy ha sido ese crítico concepto desnaturalizado en el sentido de
que “zona gris” se refiere a la actitud de quienes se mantuvieron a distancia y
no se implicaron en un confuso combate en el que todo el mundo se ensuciaría
las manos. “Zona gris” sería entonces el lugar moral de los que no tomaron
partido, una interpretación en las antípodas de Primo Levi.
El otro texto al que me refería es Vengeance? de Robert Antelme, escrito en
noviembre de 1945 al enterarse de que algunos exportados, como él mismo, propiciaban el maltrato a los
prisioneros alemanes a modo de venganza. Fue publicada por la revista LesVivants.
Cahiers publiés par les prisonniers et déportés (1946), con una nota aclaratoria en la que se
decía que su tono no debía nada al
sentimentalismo del momento hacia el destino de los pobres alemanes, sino al
deber de testimoniar “de un hombre que supera el odio”. Dejar morir a los
presos alemanes o matarlos clandestinamente es algo que un exdeportado no se lo
puede permitir porque “el prisionero es un ser sagrado al haber sido privado de
todo poder” y también porque esas prácticas supondría la derrota de las ideas
de libertad, respeto y dignidad por las que ellos habían combatido. La venganza
nivelaba a los combatientes antinazi con los nazis y a eso no estaba él
dispuesto. Antelme recuerda con qué empeño el mundo concentracionario trataba
de hacerles invisibles, como si expulsarles de la condición humana fuera del
todo evidente. Para el deportado aquella experiencia resulta inolvidable pero
también indecible. No hay manera de expresar la ceguera del alemán al negarse a
ver en ellos a seres humanos, ni tampoco la entereza o la violencia con la que
ellos reaccionaban ante cualquier humillación del ser humano que eran. Lo que
resulta inaceptable ahora que han salido de aquella condición extrema -y
“tienen los huesos cubiertos de carne” (Antelme, 2010, 17)- es que alguien
traduzca aquella experiencia en “odio o en perdón”. El odio significa renuncia
a los ideales por los que lucharon y el perdón podría dar a entender que han
perdido la dimensión del mal sufrido. Lo que el odio y esa forma de perdón que
es olvido tienen en común es, como señala Nancy en su comentario, es
identificar al ser humano con sus obras de suerte que si sus obras son malas,
hay que destruirle. Desde la venganza el otro no es un sujeto de derechos ni
puede reclamar para sí el respeto y la dignidad por la que Antelme y los suyos
arriesgaron sus vidas.
Pero ¿por qué se publica esto hoy de
nuevo? No parece que los alemanes estén en peligro de ser maltratados como
antaño. Al contrario, son los líderes de Europa. ¿Lideran, empero, Europa con
los valores que defendían quienes combatieron contra la inhumanidad del
nazismo? Ni Merkel, heredera de la Alemania que salió derrotada, ni Sarkozy,
heredero de las fuerzas que la combatieron, ni los demás países europeos que
bailan al son que tocan Alemania y Francia, parecen afectados por este tipo de
preguntas. Europa se construye sobre otras premisas. No hay odio, pero sí
olvido de la catástrofe que sufrió Europa y de los valores por los que algunos,
como Antelme, lucharon. Por eso, como decía la entradilla de 1946 “este
testimonio merece ser publicado”, aunque con un matiz: si antaño el mérito del
testimonio se ponía es la superación del odio, hoy lo es por su llamada a la
memoria.
Notas:
(1) Semprún, Jorge y Wiesel,
Ellie Se taire est impossible (Arte Editions, 1995).
(2) "Nous avons fait l´expérience qu´il est plus facile de parler aux
petits-fils qu´aux fils", Semprún-Wiesel, 1995, 16.
(3) Me referido a
Cien años de soledad, de García Márquez, como modelo de la complicidad
entre literatura y memoria en Mate, Reyes, 2011 "Deber de memoria",
en R. Escudero Alday (ed.) Diccionario
de memoria histórica. Conceptos contra el olvido, Catarata, Madrid, 16.
(4) Mate, Reyes, 2011,
Tratado de la injusticia, Anthropos,
Barcelona.
(5) Intervista a Primo Levi ex deportato. A cura
de Anna Bravo e Federico Cereja,
2010, Einaudi, Torino, XXIII.
(6) Agamben, G., 1999, Ce qui reste d´Auschwitz, Payot-Rivages,
Paris 65.68.
(7) Loraux,
Patrice "Les disparus", en Nancy,
J. L. (coord.), 2001, L'art et la mémoire des camps. Représenter
Exterminer, Seuil, Paris, 41-59.
(8) Mate, Reyes, 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos,
Barcelona y el libro colectivo Zamora, José A.-Mate, Reyes, 2011, Justicia y memoria. Hacia una teoría de la
justicia anamnética, Anthropos, Barcelona
(9) Semprún Jorge, “Memorias del mal” en la revista Isegoría , nr. 44 (enero-junio 2011),
377-417.
(10) Habermas J., 2011,
"Grossherzige Remigranten. Über jüdische Philosophen in der frühen
Bundesrepublik. Eine persönliche
Erinnerung", aparecido en el Neue
Zürcher Zeitung, 2 Juli 2011.
(11) Nombre hebreo de la comunidad
judía en Palestina y de sus instituciones, antes de la creación del Estado de
Israel.
(12)
Bensoussan cita estas duras palabras de Ben Gourion: “si yo supiera con certeza que se podrían salvar
todos los niños judíos, llevándolos a Inglaterra, y solo la mitad trayéndoles a
Israel, elegiría la segunda opción. Y
eso porque nosotros no nos tenemos que hacer cargo de esos niños, sino del
destino histórico del pueblo de Israel”,
Bensoussan G., 2008, Un nom
impérissable. Israel, le sionisme et la destruction des Juifs
d’Europe, Seuil, Paris, 49.
(13) Novick Peter, Judíos,
¿vergüenza o victimismo? El holocausto en la vida americana, Marcial Pons,
2007.
(14)
Reyes Mate “Primo Levi, el testigo.
Una semblanza en el XX aniversario de su desaparición”, en AAVV, 2008, El perdón, virtud política, Anthropos,
Barcelona, 21-22.