(Carlos
Jiménez Villarejo y Antonio Doñate Martín, 2012, Jueces pero parciales. La pervivencia del franquismo en el poder
judicial, Pasado&Presente, Barcelona)*
En la transición política española
la justicia transicional no era una opción sino una obligación que los jueces
no cumplieron. Cuando se achaca a esa transición que se hiciera bajo el signo
de la desmemoria, corremos el peligro de entender la memoria en un sentido
meramente moral. El olvido de las víctimas se reduciría entonces a un lamento
por desvincular la nueva democracia de la causa que ellas defendieron y por la
que fueron asesinadas. Como si hubieran muerto en balde.
Ahora bien, si justa fue su causa e
injusta la de los insurrectos, como recoge el preámbulo de la Ley del 24/06, no
se puede pasar de la dictadura franquista, impuesta por los insurrectos, a una
forma de convivencia, respetuosa con los derechos humanos, más que haciendo
justicia, esto es, reparando el daño a las víctimas y procesando a los
culpables. En eso se substancia la justicia transicional. La memoria es
justicia y no sólo lamento.
El error de la transición política
consistió en pensar que un hipotético abrazo entre Carrillo y Fraga podía
sustituir los derechos de las víctimas. Si los políticos pudieron pensar que en
aquel contexto el consenso era inevitable para salir de la dictadura, los
jueces estaban obligados, en nombre de su independencia y de leyes vigentes, a
hacerlas cumplir, amparando a las víctimas y persiguiendo los delitos. Pero no
lo hicieron. Al contrario, en su mayoría exculparon a los segundos e ignoraron
a las primeras.
Este es el epicentro de la
investigación que José Jiménez Villarejo, que fue jefe de la Fiscalía Especial
Anticorrupción, y Antonio Doñate, ex-presidente de la Audiencia Provincial de
Barcelona, llevan a cabo en este libro con un rigor implacable. No argumentan
con teorías sino con sentencias y resoluciones sacadas de procesos que han
tenido lugar. Hablan de los jueces desde su propia experiencia judicial y,
también, desde un conocimiento autorizado de la historia de la judicatura a lo
largo del siglo XX. Recuerdan la enemiga de una buena parte del poder judicial al
hecho de la República; de la facilidad con la que jueces y fiscales se
integraron en el régimen franquista pasando a formar parte de la represión
institucional; de cómo se integraron en la democracia, pasando de dirigir los
TOP a puestos de relevancia en la democracia recién estrenada.
La democracia, a diferencia de la
dictadura, exige del juez que haga honor a su independencia. A lo largo de ocho
densos capítulos los autores del libro van analizando las resoluciones del
Tribunal Supremo que dicen relación con el corazón de la justicia transicional,
a saber, los recursos de revisión planteados por los familiares de condenados a
muerte y fusilados por consejos de guerra, en concreto, los del
sindicalista-pacifista Joan Peiró, del poeta Miguel Hernández, del presidente
de la Generalitat Lluís Companys. El Tribunal Supremo se los quita de encima
con sofismas más propios de rábulas que de magistrados instruidos. Pasan por
ese deshonor porque tienen claro que anular esas injustas sentencias supondría
una condena del franquismo y de los jueces que consintieron la farsa. También
repasan la actuación de la magistratura durante la transición, tan consentidora
con los culpables e indiferente con la suerte de los Agustín Rueda, Arturo
Ruiz, la matanza de Atocha, el caso Papus, Enrique Ruano, José Arregui y tantos
otros. Esos jueces no honraron su independencia.
Los autores también analizan la
reacción del poder judicial ante la revelación pública de crímenes del
franquismo, resultado de investigaciones más recientes debidas al trabajo de
historiadores y al empeño de las asociaciones por la recuperación de la memoria
histórica. Pues bien los jueces en general dan prioridad al derecho al honor de
los autores del crimen. Y los juzgados de instrucción nada quieren saber de los
familiares que vienen con denuncias de desaparecidos yacentes en alguna fosa
común.
El largo viaje acaba examinando
pormenorizadamente la respuesta del Tribunal Supremo a la investigación penal
abierta por el juez Garzón en virtud de la denuncia presentada por familiares
de desaparecidos. Por querer aplicar el artículo 13 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal le acusaron del delito de prevaricación del que fue absuelto. Si fue absuelto, es decir, si él no
prevaricó ¿prevaricaron los jueces de la Sala Segunda que rechazaron tan
contundentemente el recurso de los abogados de Garzón para que no admitieran a
trámite la querella presentada por falangistas? Este juicio a Baltasar Garzón
resume bien la miseria del poder judicial: un ponente, Adolfo Prego, implicado
en mil batallas que respiran fervor franquista; un juez instructor, Luciano
Varela, que no puede aceptar que venga un juez en 2008 a juzgar crímenes
cometidos hace 70 años: si fueran impunes, sería como dejar en pañales a varias
generaciones de jueces. Y, luego, una sentencia que "rezuma un profundo
conservadurismo, ignorancia y hasta autoritarismo" como dicen los autores
y acaba pensando el lector.
Este libro obliga a revisar las
tesis sobre la transición porque no es que se pasara página, es que la justicia
no cumplió con su deber. Hay delitos que esperan justicia y hay jueces de los
que no cabe esperar mucho.
Reyes
Mate (*reseña aparecida en Babelia, El
País, 29 de diciembre 2012)