El acueducto de Segovia o el coliseo
de Roma cuentan sus años por milenios, pero fuera de las piedras es difícil encontrar
instituciones vivas que vengan de tan lejos. Hay algunas como, por ejemplo, la
Orden de Predicadores fundada por el español Domingo de Guzmán que este año
celebra sus 800 años de existencia. Para nuestro tiempo, especializado en la
“obsolescencia programada”, resulta extraño que haya algo así como una
tradición viva empeñada en trasmitir para gente de hoy códigos de conducta y
formas de vida venidos del siglo XIII.
Es lógico que sus miembros se
pregunten por el sentido que puedan tener hoy aquellos ideales, pero esta
sociedad nuestra haría bien en pararse un momento y preguntarse si ese modo de
vida que encarna una tradición como ésta es algo definitivamente superado o
algo que hemos perdido con la evolución de los tiempos. Si lo hemos perdido nos
habríamos empobrecido y cabría preguntarse si es recuperable o no.
Ese modo de vida antiguo es, para
empezar, a-contemporáneo, esto es, extraño a nuestro tiempo. No hay más que
comparar su ritmo de vida con el nuestro. Lo que nos va es la aceleración y la
prisa. Nos gustaría que las cosas sucedieran al pensarlas. En un viaje en Ave o
en avión no hay trayecto, es decir, posibilidad de enriquecerse con el tiempo y
el espacio del viaje, sólo llegada de suerte que el tiempo invertido es tiempo
perdido. Nuestro ritmo de vida tiene por modelo a internet que circula a la
velocidad de la luz. Soñamos con la instantaneidad que es una forma barata de
eternidad, de fijación del tiempo. El ritmo de los antiguos que aquí evocamos
es otro, el que inspiró el gregoriano y el arte románico. El primero es pausa y
entrega a la vida; el románico es equilibro sin asomo de aparatosidad. Sus
imágenes no representan nada, sólo son y están ahí. Ahora bien, ¿puede la pausa
decir algo a la prisa?
Todo depende de que la prisa sea
consciente de sus graves contraindicaciones. Para empezar, la velocidad mata.
Mata físicamente, por eso deberíamos saber que mueren más gente en las
carreteras que en las guerras. Y mata también metafísicamente. La prisa se ha
llevado por delante la capacidad de experiencia. Sólo nos quedan vivencias y
eso no es lo mismo porque la experiencia metaboliza los acontecimientos en vida
propia mientras que las vivencias nos resbalan. Nos atiborramos de
informaciones y sensaciones que lejos de llenarnos nos dejan vacíos.
Pues bien, para una sociedad así el
ritmo de vida de estas comunidades que vienen de tan lejos es altamente
indicado. Podemos aprender de ellas, en primer lugar, que en la desaceleración
hay vida. Limitando la velocidad no sólo disminuirían las víctimas viales sino
que crearíamos las condiciones para relacionarnos con la naturaleza, los demás
y con nosotros mismos.
Hay un segundo aspecto del mayor
interés y que tiene que ver con su organización del tiempo. Estos antiguos
distinguían entre días laborables y festivos; entre tiempo de reflexión y
tiempo de trabajo. Esa distinción tenía un alto sentido antropológico porque
los días festivos tenían por objeto dar sentido a los laborables. Se trabajaba
para vivir. Hoy todo es tiempo laborable. Es verdad que hay días de descanso,
pero ya no son días festivos porque su objetivo es reponer fuerzas para el
trabajo y no ya reflexionar sobre el sentido del trabajo. La cultura del ocio
ha sustituido al calendario litúrgico y no es seguro que con ello hayamos
ganado mucho.
De estas antenas medievales nos llega todavía un tercer mensaje. Los
dominicos son creados por un cura castellano pero en el Languedoc francés. En
torno a Toulouse se juega en el siglo XIII una partida de la que va a depender
el futuro de Europa. Asistimos allí a un potente movimiento de renovación
espiritual y política protagonizado por los cátaros. El rey de Francia se
siente amenazado por el lugar que en ese movimiento ocupa el pueblo; el papado
de Inocencio III también, por las críticas al poder y al dinero de la Iglesia.
Juntos se conjuran para exterminar a los rebeldes. Simone Weil dice que ahí se
torció la historia de Europa. Alguien desde dentro de la Iglesia no estaba, sin
embargo, de acuerdo con el uso de la fuerza y planteó como alternativa el
recurso a la palabra. Había que hablar con los cátaros y discutir y fiarse de
la argumentación, como diríamos hoy. Lo decía Domingo de Guzmán, el cura
burgalés que estaba allí y que a la vista de los acontecimientos fundó una
orden de hablantes, la Orden de Predicadores. La palabra tardaría años, siglos,
en hacerse camino, pero hoy el santuario de la política democrática se llama
parla-mento.
Todo esto hemos dejado atrás pero no
habría que darlo por perdido. De ese pasado nos queda su ritmo vital mantenido
vivo por los religiosos que siguen a Domingo de Guzmán y también escondido en
la música y el arte. Estos días se ha hablado de la iglesia de San Antón, en
Madrid, que regenta el P. Ángel, el de Mensajeros por la Paz, que está abierta
día y noche. Todos esos templos testigos del pasado deberían estar abiertos. Y
eso no por afán estético sino para dejar hablar al pasado. Esas piedras, un
patrimonio de todos, tienen una elocuencia insustituible. Habría que abrir las
puertas.