Los
refugiados despiertan en cada uno de nosotros las emociones más encontradas:
compasión por el niño ahogado al pie de la playa, indignación por la pasividad
de los políticos y miedo, mucho miedo, por esas masas de famélicos o
desesperados que quieren alcanzar nuestro bienestar. Nadie duda de que los
refugiados de hogaño como los desplazados de antaño constituyen un problema
moral mayor. Lo sintomático es que este asunto se diluya en sentimientos,
incluso en sentimientos morales, cuando lo que realmente plantea son preguntas políticas
estructurales.
Hanna
Arendt dejó escrito en Nosotros los
refugiados (1943) que “los refugiados son la vanguardia de los pueblos”,
opinión que Giorgio Agamben ratificó cincuenta años después diciendo que el
refugiado es “la figura central de nuestra historia política” (Medios sin Fin, 1996).
¿Por qué
dice Arendt que el refugiado es nuestra avanzadilla? Habla de ella y de los
suyos, los judíos en la Europa de la primera mitad del siglo XX. Tan alemanes
como los más patriotas hasta que en 1933 llegaron los nazis y tuvieron que emigrar
a Praga prometiéndose ser buenos checos. Apenas tuvieron tiempo de demostrarlo
porque en 1937 Chequia, presionada por los nazis, se convirtió en un lugar
inseguro para los judíos, así que armaron el petate y se trasladaron a Viena
dispuestos a ser buenos ciudadanos, pero tras el Anchluss en 1938 se fueron a París donde fueron tratados como sospechosos
alemanes y por eso les internaron en un campo de concentración de donde salen
cuando Alemania invade Francia, pero para ir a un campo de exterminio. Una
historia trágica de la que Arendt saca un par de conclusiones que nos interesan
hoy. La primera, que para los demás no eran nada, sólo judíos. Les daban y les
quitaban los derechos cívicos según se terciaba. Lo único propio que les
quedaba era el ser humanos, poca cosa porque no llevaba aparejada la carta de
ciudadanía, los famosos papeles, más
importante que la mera condición humana. La segunda, de más vuelo teórico, se
refería a la relación entre los derechos humanos y los derechos civiles (el
reconocimiento de los derechos vinculados a la ciudadanía, esto es, los papeles). Esa relación es una trampa.
Dice la Carta de Derechos Humanos que nacemos libres e iguales. El nacimiento
sería la garantía de los derechos, esto es, el acceso a la condición de
ciudadanos. Eso es lo que predicamos al mundo entero como gran conquista
humanitaria; lo que nos decimos y nos creemos. Pues bien, el refugiado descubre
que no es verdad. Si dejas tu país y sólo te presentas ante otro alegando haber
nacido humano, estás perdido. Lo importante son los papeles y estos los concede
el Estado. El Estado, verdadera figura central de la política, es quien da la
ciudadanía a los de fuera o la quita a los de dentro como ocurrió con las
desnacionalizaciones o desnaturalizaciones, tan frecuentes en aquel tiempo. Ese
es el descubrimiento que sorprendentemente ha hecho el refugiado porque no se
lo imaginaba ni se lo habían contado así. Y eso le convierte en vanguardia
porque si el Estado convierte a la parte más vulnerable en refugiado,
habiéndose creado para protegerla, señal de que todos estamos en peligro. Para
el Estado-nación el nacimiento no es principio de legitimidad. Para él sólo
somos meras existencias humanas sin derechos cívicos, que esos son cosa suya.
La
Declaración de 1789 hablaba de “hombres” y de “ciudadanos”. Daba a entender
que, para los nacionales, eran lo mismo. Bastaría nacer en su territorio para
tener automáticamente los derechos cívicos. Entre derechos humanos y derechos
ciudadanos equivalencia automática. El reservar los derechos humanos a los
nacionales ya es una gran claudicación que se agrava con la noticia que nos
traen los refugiados de que tampoco para estos la cosa es segura. Los refugiados
demuestran que para el Estado los nacidos en su territorio son también sólo
“hombres” porque puede privarles de la ciudadanía. El refugiado pone en
evidencia la extrema vulnerabilidad del ciudadano, pero también la fragilidad
de nuestras conquistas civilizatorias.
Precisamente
por eso el Estado pudo recurrir entonces y recurre ahora a los campos de
concentración cuando entiende que los desplazados, por ejemplo, amenazan el
bienestar de los que ya están ahí. El campo de concentración (o en su versión
moderna, los CIES, Centros de Internamiento para ExtranjeroS) fue la solución
más socorrida por parte de todos los países europeos -y no sólo los alemanes- para
resolver el problema que planteaban aquellas masas de desplazados, muchos de
ellos pertenecientes a minorías étnicas distintas a las mayorías que
conformaban las identidades nacionales. Hubo campos en todos los países
(Guantánamo sigue siendo un lugar elocuente). Un campo de concentración es, por
principio, un lugar en el que los derechos cívicos quedan suspendidos. Es como
un estado de excepción permanente. Se suspende el derecho sobre los internados
pero eso no significa que queden libres sino sólo que se quedan sin derechos, a
merced de la voluntad de quien gobierne el campo. Es el lugar apropiado para el
refugiado. Es lo que pasa cuando uno anda por el mundo sin otra documentación
que el ser humano.
Agamben
puntualiza que “si se quiere impedir que se reabran en Europa los campos de
exterminio (los de concentración ya están abiertos) en necesario acabar con la
idea de que el nacimiento nos garantiza el uso y disfrute de los derechos
cívicos” o, dicho de otra manera, hay que pensar en un tipo de ciudadanía que
no esté basada en la sangre ni en la tierra. El aviso es severo pero realista.
En los distintos países de la exYugoslavia vimos con qué facilidad se pasada de
la concentración al exterminio o al estupro étnico. Habría que pensar Europa no
como la suma de Estados-nación sino como un espacio transnacional -“una figura
espiritual” decía Semprún citando a Husserl- en el que la voluntad decidiera
más que la sangre y en el que el concepto de ciudadanía rimara más con exilio,
como forma de existencia, o refugium,
que con pertenencia. Esa nueva Europa recuperaría la vocación transnacional de
las ciudades antiguas que cobijaban distintas nacionalidades, comunidades
étnicas o religiosas. Decir esto en plena ola nacionalista suena a provocación,
pero precisamente por eso se entenderá ahora por qué el refugiado es “figura
central de la historia moderna”: porque obliga a repensar la del Estado-nación
que es la que domina toda la arquitectura política moderna.
Los
refugiados dan miedo. No siempre fue así o no con todos. Fueron bienvenidos lo
supervivientes de los campos o lo que huían del telón de acero. Para ellos se
pensó la generosa Convención de Ginebra (1953). También fueron bien recibidos
los que escapaban del Chile de Pinochet. Incluso hoy abrimos la mano si alegan
persecución por orientación sexual y no por razones políticas. Todo cambia con
la crisis económica de los setenta. Ya no se les quiere porque los moros o
negros desnaturalizan la identidad nacional o suponen una competencia económica
o colapsan los ambulatorios.
Todo son medias verdades con lo que alguien juega con nuestros afectos y así
pasamos sin miramientos del frío al calor.
La mucha
emoción que suscita el drama de los refugiados no debería impedirnos ver la
dimensión epocal que ahí se esconde. Lo que está en juego son sus derechos y
nuestra forma de interpretarles.