“El problema de Europa es que está
cansada” decía Jorge Semprún en su
última intervención pública, hace ahora cinco años, una especie de
testamento espiritual dirigido a las nuevas generaciones. Europa parece agotada
por eso es necesario volver al lugar donde están sus raíces y sus valores. Ese
lugar originario es el campo de concentración, el de Buchenwald, por ejemplo,
donde él estuvo prisionero y que fue hasta junio de 1945 campo nazi y desde
septiembre de ese año hasta 1950 campo soviético.
La nueva Europa nace en el campo de
concentración o, lo que es lo mismo, es el resultado de una experiencia
doblemente totalitaria, a saber, fascista y comunista. Son historias
efectivamente diferentes pero que tienen en común haber proyectado un mundo de
felicidad sin contar con los habitantes de Europa. Lo que convierte al campo en
el mal absoluto no es tanto su capacidad de muerte cuanto el demencial proyecto
de querer salvarnos sin respetar la libertad de los individuos.
Estas dos encarnaciones del
totalitarismo son el resultado de una larga tradición intelectual que reducía
la política a poder. Sobre el mero poder, en efecto, estaban basados los
proyectos de una gran Europa que habían ideado César, Napoleón, Hitler o
Stalin. Semprún proponía, por el contrario, activar otra tradición también
europea que tenía en cuenta los fracasos de Europa, su largo historial de
muertes y guerras, y que había ligado la idea de un espacio común a la causa de
la libertad y al heroísmo de la razón.
Para facilitar el trabajo de los
políticos daba pistas sobre esa tradición democrática. Recordaba sobre todo al
filósofo judío alemán, Edmund Husserl, que en 1935 pronunció en Viena una
conferencia memorable sobre la crisis de Europa. 1935 no es un año cualquiera.
Es el momento de las Leyes de Núrenberg
en virtud de las cuales un Estado, el hitleriano, decide quién es sujeto de
derechos humanos y quien, no.
Los judíos fueron privados legalmente
de la condición humana, una decisión que luego los demás estados no han cesado
de reproducir con los refugiados, por ejemplo, en nuestros días. Husserl
defendía la idea de que Europa es un espacio político emanado de un impulso
espiritual. No el agregado de políticas nacionalistas, como lo es hoy, sino un
espacio transnacional construido desde las exigencias de una razón ilustrada,
que es crítica, autocrítica y universal. En otras palabras, un espacio
conformado por las ideas universales de los derechos humanos. Todavía en
territorio alemán, citaba a Karl Jaspers, el europeo de primera hora que ligó
el futuro de Europa a la idea de responsabilidad histórica, consciente de que
sin memoria histórica todo proyecto estaba abocado a repetir la catástrofe.
Semprún era muy consciente de que
esto no iba a ser fácil. Había que romper muchos intereses particulares y
muchos tópicos identitarios. Por eso le gustaba incluir en esa lista de
tradición democrática a nombres como Jan Patoçka y Marc Bloch. El primero, un
filósofo checo encarcelado por nazis y comunistas y que murió tras diez horas
de torturas, dejó escrito que esa nueva Europa no sería un regalo sino el
resultado de mucho esfuerzo y sacrificio. La misma idea defendía el historiador
francés que enterró sus libros en el jardín de su casa para sumarse a la
Resistencia, siendo fusilado por los nazis poco antes del final de la guerra.
“No existe salvación, decía el historiador Bloch, sin una parte de sacrificio;
ni libertad nacional que pueda ser plena si no se ha esforzado uno mismo en
conquistarla”.
Hay una gran historia en la que
mirarse. El problema de Europa es que está cansada. Es capaz, sí, de repetir
tópicos liberales o socialdemócratas pero no de revitalizar esas tradiciones.
Vivimos tiempo en los que estamos condenados a triunfar para ser alguien con el
inconveniente de que todo triunfo es una derrota porque se agota y disuelve en
el momento mismo de su manifestación. Nunca como ahora se ha hablado tanto de
la sociedad del cansancio. Obligados a una movilidad constante, se entiende el
descanso, la distancia, la pausa, el sosiego o la pregunta como deserción.
Y, sin embargo, ha llegado el
momento de preguntarnos adónde va Europa. Los que se van de ella, como los
británicos, sabemos que van hacia el ensimismamiento animados por la xenofobia
y el egoísmo. Los que se quedan, si quieren evitar el contagio, tienen que
volver al campo de concentración, lugar de nuestras raíces y valores. La nueva
Europa sólo puede ser el resultado crítico de sus experiencias de barbaries.
Eso es lo que tenemos detrás y la única forma de conjurar el peligro de la
recaída es el sacrificio por un bien general, transnacional. Dice Claudio Magris
que el mal absoluto ya no reviste la forma del totalitarismo sino la del particularismo.
El Brexit lo confirma plenamente. Tienen en común, pese a las diferencias, la
negación del otro que es el principio de la barbarie.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 5 de
julio 2016)