La imagen de un Papa paseando en
silencio por las barracas de Auschwitz casi coincide en el tiempo con el
aniversario de la bomba atómica sobre Hiroshima un cinco de agosto de 1945.
Auschwitz e Hiroshima, dos expresiones de la barbarie pero con suerte muy
desigual.
Ya sabemos que Auschwitz es el lugar
del mal absoluto, es decir, un campo de exterminio del que nada debía quedar.
Nada físico, por eso los cuerpos tenían que ser convertidos en humo esperando
los nazis que así, sin restos ni rastros materiales, la humanidad pudiera
deshacerse de la contribución cultural del judaísmo a la humanidad. Hiroshima,
sin embargo, sigue evocando en nuestra memoria el poder de la energía atómica y
la destrucción de la versión asiática del fascismo. En el fondo, una imagen
positiva de la catástrofe japonesa.
Lo que distingue a Auschwitz de
Hiroshima son las víctimas, tan visibles en el campo nazi, tan invisibles en la
operación de los Estados Unidos contra Japón. Al conjuro del término Auschwitz
aparecen los seis millones de judíos asesinados por el mero delito de haber
nacido judíos, pero ¿quién asocia Hiroshima o Nagasaki, dos ciudades
convertidas en inmensos cementerios, al sufrimiento de miles de inocentes? Tranquilizamos
nuestras conciencias diciendo que los causantes de las muertes en los campos europeos
eran los “malos” y los que tiraron las bombas atómicas en Japón eran los
“buenos”. Pero en uno y otro lugar hubo inocentes y eso es lo que debería dar
que pensar porque si hubo inocentes, tuvo que haber culpables.
El premio Nobel de literatura de
nacionalidad japonesa, Kenzaburo Oè, cuenta que sólo se atrevió a visitar
Hiroshima en 1960, quince años después de aquel fatídico cinco de agosto de
1945. Se había creído la propaganda norteamericana cuando afirmaba que murieron
los que entonces murieron pero que después todo entró en la normalidad. Y, como
tantos otros, asociaba aquel episodio al inmenso poder de la bomba atómica pero
en absoluto al sufrimiento que había provocado. Lo que descubre en esa visita
nada tiene que ver con lo que se decía. Son ciudades vivas habitadas por madres
jóvenes que morían al dar a luz; un lazareto gigantesco donde se multiplicaban
los casos de leucemia, enfermedades misteriosas y suicidios; un extraño lugar
en el que los enfermos no luchaban para curarse sino para sufrir menos. Y,
conviviendo con “la herida más profunda de la humanidad”, observa el escritor
algo así como un nuevo humanismo compuesto de solidaridad entre los
supervivientes y del heroísmo de médicos y enfermeras. Esa voluntad de seguir
adelante, aunque todo el mundo les diera la espalda, lo entendía Kazenburo Oè
como un gesto de profunda humanidad de las víctimas hacia los americanos porque
si las víctimas del bombardeo se hubieran dejado ir, quizá los propios
americanos hubieran sucumbido a la vergüenza de tanto sufrimiento innecesario.
El mensaje de ese nuevo humanismo se cifra en el convencimiento de que las
decisiones políticas o militares deben guiarse por los daños que causan y no
por la nobleza de los ideales que dicen defender.
Resulta sobrecogedora la imagen de
Francisco pidiendo en silencio perdón a las víctimas por tanto sufrimiento
causado. Auschwitz ya no necesita más palabras sino una nueva forma de
construir el mundo. Pero de Hiroshima todavía hay que hablar por dos razones.
En primer lugar porque nuestro consciente colectivo está plagado de falsas
imágenes, inducidas por años de propaganda. Es como si los Estados Unidos no
pudieran soportar su propia acción y tuvieran que empeñarse en borrar todas las
huellas. El resultado ha sido una perversa política que primero prohibió hablar
de los daños causados por la bomba atómica; luego, amparándose en una doblegada
comisión de científicos, decretó que no habría secuelas con lo que se podía
cerrar el caso; y, finalmente, persiguiendo cualquier noticia japonesa que
evocara ese pasado, por eso les molestó que en los juegos olímpicos de Tokio,
en 1964, los japoneses eligieran para el último relevo de la antorcha olímpica
a un joven cuyo mayor delito había sido…¡nacer un cinco de agosto! La segunda
razón, tiene que ver con la naturaleza de las víctimas de un lugar y otro. Las
de Auschwitz fueron convertidas en humo, mientras que muchas de las de
Hiroshima sobreviven como fantasmas con sus cuerpos deformados, sus rostros
abrasados y su sangre envenenada. Eran más visibles, por eso hubo que emplearse
a fondo para invisibilizarlas.
Obama ha sido el primer Presidente
que ha tenido el valor de volver al lugar del crimen. Lloró a las víctimas y
condenó el uso de las armas nucleares pero no se atrevió a pedir perdón con la
excusa “de que otros países no lo han hecho”. Pero habría que decir a Obama que
no se pide perdón para contentar a otros, ni siquiera a las víctimas, sino
porque uno reconoce el daño que se ha hecho haciendo daño al otro. Las
generaciones norteamericanas han recibido una pesada herencia y hora es de que
se la quiten de encima reconociendo que aquellas bombas fueron estratégicamente
innecesarias y moralmente injustificables porque su éxito propagandístico
dependía de la cantidad de inocentes que fueran alcanzados.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 13 de
agosto 2016)