14/9/16

Auschwitz e Hiroshima, dos catástrofes con suerte desigual

            La imagen de un Papa paseando en silencio por las barracas de Auschwitz casi coincide en el tiempo con el aniversario de la bomba atómica sobre Hiroshima un cinco de agosto de 1945. Auschwitz e Hiroshima, dos expresiones de la barbarie pero con suerte muy desigual.

            Ya sabemos que Auschwitz es el lugar del mal absoluto, es decir, un campo de exterminio del que nada debía quedar. Nada físico, por eso los cuerpos tenían que ser convertidos en humo esperando los nazis que así, sin restos ni rastros materiales, la humanidad pudiera deshacerse de la contribución cultural del judaísmo a la humanidad. Hiroshima, sin embargo, sigue evocando en nuestra memoria el poder de la energía atómica y la destrucción de la versión asiática del fascismo. En el fondo, una imagen positiva de la catástrofe japonesa.


            Lo que distingue a Auschwitz de Hiroshima son las víctimas, tan visibles en el campo nazi, tan invisibles en la operación de los Estados Unidos contra Japón. Al conjuro del término Auschwitz aparecen los seis millones de judíos asesinados por el mero delito de haber nacido judíos, pero ¿quién asocia Hiroshima o Nagasaki, dos ciudades convertidas en inmensos cementerios, al sufrimiento de miles de inocentes? Tranquilizamos nuestras conciencias diciendo que los causantes de las muertes en los campos europeos eran los “malos” y los que tiraron las bombas atómicas en Japón eran los “buenos”. Pero en uno y otro lugar hubo inocentes y eso es lo que debería dar que pensar porque si hubo inocentes, tuvo que haber culpables.

            El premio Nobel de literatura de nacionalidad japonesa, Kenzaburo Oè, cuenta que sólo se atrevió a visitar Hiroshima en 1960, quince años después de aquel fatídico cinco de agosto de 1945. Se había creído la propaganda norteamericana cuando afirmaba que murieron los que entonces murieron pero que después todo entró en la normalidad. Y, como tantos otros, asociaba aquel episodio al inmenso poder de la bomba atómica pero en absoluto al sufrimiento que había provocado. Lo que descubre en esa visita nada tiene que ver con lo que se decía. Son ciudades vivas habitadas por madres jóvenes que morían al dar a luz; un lazareto gigantesco donde se multiplicaban los casos de leucemia, enfermedades misteriosas y suicidios; un extraño lugar en el que los enfermos no luchaban para curarse sino para sufrir menos. Y, conviviendo con “la herida más profunda de la humanidad”, observa el escritor algo así como un nuevo humanismo compuesto de solidaridad entre los supervivientes y del heroísmo de médicos y enfermeras. Esa voluntad de seguir adelante, aunque todo el mundo les diera la espalda, lo entendía Kazenburo Oè como un gesto de profunda humanidad de las víctimas hacia los americanos porque si las víctimas del bombardeo se hubieran dejado ir, quizá los propios americanos hubieran sucumbido a la vergüenza de tanto sufrimiento innecesario. El mensaje de ese nuevo humanismo se cifra en el convencimiento de que las decisiones políticas o militares deben guiarse por los daños que causan y no por la nobleza de los ideales que dicen defender.

            Resulta sobrecogedora la imagen de Francisco pidiendo en silencio perdón a las víctimas por tanto sufrimiento causado. Auschwitz ya no necesita más palabras sino una nueva forma de construir el mundo. Pero de Hiroshima todavía hay que hablar por dos razones. En primer lugar porque nuestro consciente colectivo está plagado de falsas imágenes, inducidas por años de propaganda. Es como si los Estados Unidos no pudieran soportar su propia acción y tuvieran que empeñarse en borrar todas las huellas. El resultado ha sido una perversa política que primero prohibió hablar de los daños causados por la bomba atómica; luego, amparándose en una doblegada comisión de científicos, decretó que no habría secuelas con lo que se podía cerrar el caso; y, finalmente, persiguiendo cualquier noticia japonesa que evocara ese pasado, por eso les molestó que en los juegos olímpicos de Tokio, en 1964, los japoneses eligieran para el último relevo de la antorcha olímpica a un joven cuyo mayor delito había sido…¡nacer un cinco de agosto! La segunda razón, tiene que ver con la naturaleza de las víctimas de un lugar y otro. Las de Auschwitz fueron convertidas en humo, mientras que muchas de las de Hiroshima sobreviven como fantasmas con sus cuerpos deformados, sus rostros abrasados y su sangre envenenada. Eran más visibles, por eso hubo que emplearse a fondo para invisibilizarlas.

            Obama ha sido el primer Presidente que ha tenido el valor de volver al lugar del crimen. Lloró a las víctimas y condenó el uso de las armas nucleares pero no se atrevió a pedir perdón con la excusa “de que otros países no lo han hecho”. Pero habría que decir a Obama que no se pide perdón para contentar a otros, ni siquiera a las víctimas, sino porque uno reconoce el daño que se ha hecho haciendo daño al otro. Las generaciones norteamericanas han recibido una pesada herencia y hora es de que se la quiten de encima reconociendo que aquellas bombas fueron estratégicamente innecesarias y moralmente injustificables porque su éxito propagandístico dependía de la cantidad de inocentes que fueran alcanzados.


Reyes Mate (El Norte de Castilla, 13 de agosto 2016)