26/9/16

Todo es tramoya

            La política como teatro no es un invento de los recién llegados sino que viene de antiguo. Los políticos han rivalizado con los eclesiásticos en liturgias, capisayos y símbolos. Lo nuevo es que ha desaparecido una delgada línea divisoria que, durante siglos, distinguía entre forma y fondo, entre apariencia y realidad, entre significante y significado. El que se mostraba debía tener medios para hacerse valer. Nadie pues se engañaba con las apariencias.

            Eso es lo que ha cambiado. Ahora, como decía irónicamente Walter Benjamin del teatro barroco, “hasta Dios es tramoya”. Lo que importa es el gesto y el atuendo, esto es, la imagen. No importa el alcance del gesto, ni si tendrá futuro o no. Lo decisivo es la aparición, la manifestación o el impacto. Son políticos del shock. El tiempo se ha acelerado tanto que el instante tiene valor de eternidad. Pensar en lo que sucederá después, eso es ya jugar a los dados, de ahí que mejor no pensar en el futuro aunque lleve a la catástrofe. Sería fácil ilustrar estas ideas con dichos y hechos de políticos catalanes o madrileños, españoles o alemanes, aunque también en esto somos los españoles más exagerados porque hemos llegado al frenesí de la posmodernidad sin el poso de la modernidad.


            Y ¿esto adonde nos lleva? Cuando se trata del futuro mejor es fiarse de los artistas que de los analistas que por algo decía Kafka de aquéllos que “dan la hora por adelantado”. Pues bien, en Madrid se puede ver una obra de teatro de Juan Mayorga, titulada Famélica, que representa los esfuerzos por construir ni más ni menos que “una comunidad que anticipe la forma de la humanidad liberada”. Los protagonistas son unos empleados de una gran empresa, desgraciados como todo el mundo, que se plantean ser felices en el trabajo. Si los chinos han creado el capitalismo dentro del comunismo, ¿por qué no intentar el comunismo dentro del capitalismo?

            Con decisión crean una comunidad de gente que dentro de la empresa se dedican a sus aficiones (aprender latín o jugar a las tabas). Para que la liberación personal sea posible tienen que guardar las apariencias, esto es, tienen que mantener sus niveles de producción, algo que consiguen contratando artistas que falsifiquen los números y los representen en los órganos de dirección.

            Todo fluye con normalidad porque en la empresa como en la política todo es representación. Lo importante no es saber sino “dominar los procedimientos” del poder. ¿Estaba preparada Ana Botella para alcaldesa de Madrid? Sabía lo esencial, a saber, tener buen aspecto, de ahí sus idas y venidas a la peluquería (un senador argentino, Antonio Cafiero, decía que el acto político más decisivo del día consistía en elegir la corbata). ¿Sabía algo de economía política Rodrigo Rato? No parece, aunque sí y mucho de economía doméstica, pero dominaba la propaganda. Si lo importante es “dominar los procedimientos” del poder, aunque no se sepa del tema, nada hay de extraño que, en Famélica, acabe gobernando una actriz, que es mala, pero que tiene la ventaja de que, al ser sólo actriz, lo ignora todo de economía y de política.

            Pero el experimento fracasa o, mejor, fracasa porque triunfa. La actriz/directora representa el triunfo de la lógica de la pura representación que era la portezuela por donde querían colar su proyecto de felicidad los  protagonistas que se hacían llamar Antonio (por Gramsci), Enrico (por Berlinger), Palmiro (por Togliati) y Rosa (por Luxenburg). Pero fracasan porque la artista que ha jugado a comunista y a anarquista, una vez llegada al poder lo que quiere es que todo el mundo trabaje duro, como el Charlot de Tiempos Modernos, para que ella pueda vivir de la representación. Fin del experimento.

            La obra se representa en un barrio madrileño con pinta podemita y hay quien piensa que esa mezcla de deseo de felicidad y de crítica del capitalismo expresa los aires de la nueva política. Mayorga sabe desde luego leer los tiempos que corren, pero lo que domina es una honda reflexión sobre el callejón sin salida de una política como teatro. Y esa crítica alcanza a todos los políticos y también a los ciudadanos. Si hemos laminado la diferencia entre el ser y el estar, entre lo privado y lo público, entre el presente y el futuro; si lo decisivo es que el político sea fiel a la imagen que le han construido los suyos y no cepillar su tiempo a contrapelo, ¿por qué no dar un paso más y pedir que nos representen bufones o cómicos? Eso sí, cuando hayamos consumado este proceso de representación, vendrá el artista de turno que nos devolverá al corral de la infelicidad, como antes.

            En la obra de Mayorga sólo hay un personaje, Enrico, el más ingenuo, que no se resigna al fracaso. El único que cree que hay algo más que la pura y tirana representación, pero para eso hay que poder distinguir entre teatro y realidad.


Reyes Mate (El Periódico de Catalunya, 18 de septiembre 2016)