No se puede decir que los políticos
españoles no asuman sus responsabilidades. La asumen, dicen, pero, eso sí, sin
que pase nada. Menudean estos días
confesiones de políticos catalanes que reconocen haberse equivocado,
mientras esperamos en vano que saquen alguna consecuencia. Oímos decir a Artur
Mas que “fue un error poner plazo a la independencia” o a Puigdemont que “el Govern no estaba preparado para
materializar la DUI” o a Carmen Forcadell que se precipitaron “porque no había
mayoría social” o al desorientado Toni Comín que les perdió la épica del procès en lugar de tener en cuenta la
cruda realidad. Reconocen que se equivocaron y eso les honra pero ¿qué
consecuencias sacan? Porque en política asumir responsabilidades significa
sacar consecuencias no sólo privadas sino públicas.
El concepto de responsabilidad está
emparentado con el de la culpa. Uno y otro reconocen haber hecho algo indebido
con la diferencia de que la culpa puede ser asunto meramente personal mientras
que la responsabilidad es pública. En el caso de los políticos catalanes el
error no consiste en haberse equivocado de opinión o de teoría sino de
política. Un error meramente teórico afecta a los términos de la teoría. Si uno
piensa que el sol da vueltas alrededor de la tierra afecta sólo a la explicación
del movimiento de los astros, pero si uno declara por las bravas el 1-0 la
independencia de Cataluña contra todo derecho y razón, lo que hace es
desencadenar un movimiento sísmico que pone en peligro el pan y la convivencia
de los catalanes, como de hecho así ha sido. El error que confiesan no afecta a
un modelo abstracto de convivencia sino que ha alcanzado a la vida real por eso
se han ido empresas, ha caído la exportación, se ha asustado el turismo, se ha
dividido a la sociedad, han caído las ventas o se ha ennegrecido el futuro. El
error no es sólo teórico sino práctico, es decir, se ha traducido en acciones
equivocadas que han dañado la vida real de los ciudadanos catalanes.
Por eso asumir la correspondiente
responsabilidad no puede consistir sólo en cambiar de estrategia. Llama la
atención la frialdad con la que los autores intelectuales y materiales del
cataclismo catalán juzgan su papel, como si dijeran “hay que ajustar el tiro
que así no damos en el blanco”. No relacionan su acción con la angustia, el
rencor contra los de fuera, el envenenamiento de la convivencia o el
empobrecimiento previsible realmente causados.
Si lo que está en juego no es una
opinión sino una acción, equivocada según sus propios autores, hay que seguir su
rastro. Cualquier acción humana desencadena una secuencia de efectos. Si
alguien atropella a un niño, arruina no sólo su vida sino la de la familia y
por generaciones. Hay efectos de estas decisiones políticas que son delitos
porque atentan a mandatos legales. Si el Govern toma decisiones que no le
compete se expone a acabar en la cárcel. La justicia se encargará en ese caso
de que el político equivocado asuma sus responsabilidades penales.
Pero aquí estamos hablando de las
responsabilidades políticas que se refieren a decisiones equivocadas que no
tienen por qué ser delitos pero sí causan daño a los ciudadanos. ¿Cómo se
substancian esas responsabilidades? ¿qué tiene que hacer entonces un político
consciente de su error? En primer lugar, reconocer su incompetencia. Si le han
elegido para mejorar las cosas y las empeora, tendrá que reconocer no sólo que
se han equivocado con él sino que se ha equivocado él. Debería entonces dar un
paso atrás y autoinhabilitarse. Si el problema fuera una opinión equivocada
bastaría la autocrítica, pero al ser lo equivocado una acción con efectos
reales, la decisión de quien asuma su responsabilidad es retirarse de la escena
pública.
Hace unos días Oriol Junqueras
escribía desde la cárcel un beatífico artículo donde decía “debemos construir
una mayoría más amplia en Cataluña, más sólida y transversal, que cohesione a
la sociedad catalana en toda su diversidad”. O sea que reconoce que lo que han
hecho no contaba con la mayoría suficiente, no era sólido ni transversal, no
propiciaba la cohesión social y en vez de reconocer su incompetencia hace suyo
aquello que vulneró, a saber, la mayoría, la solidez, la cohesión. Pero ¿cómo
lo va a lograr si él sigue siendo el mismo de antes? Si le importaran esos
valores que cita (respeto a la mayoría, “un proyecto integrador e inclusivo” la
convivencia, etc.) debería dar paso a otros que desde unos supuestos distintos
de los suyos, lo intentaran. Efectivamente Junqueras es marxista, pero de los
de Groucho Marx, aquel que decía “estos son mis principios y si no les gusta,
tengo otros”. En el caso de que toda esa autocrítica fuera un treta para salir
de la cárcel o para atraer más votos, su descrédito sería mayor porque
desmienten lo que antes defendieron y no creen lo que ahora dicen defender.
El Roto dibuja en una
de sus geniales viñetas una masa de gente mirando con expectación hacia un
punto fijo del que sale un voz que dice “Moisés nos llevará al desierto y luego
nos traerá de vuelta a casa”. Y alguien replica “oye ¿y si nos ahorramos el
viaje?” Pues eso.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de
diciembre 2017)