El calendario litúrgico es el último
refugio de asuntos transcendentales, barridos de la agenda cultural que domina
nuestras vidas sea porque no son rentables o porque desasosiegan o porque no
tienen clara respuesta. Por ejemplo, la muerte que vuelve a nuestras vidas cada
año en el Día de Difuntos.
La muerte es un tema favorito de las
religiones a juzgar por el colorido de sus respuestas, todas ellas
consoladoras. La tradición judeocristiana, que es la que ha dominado en Occidente,
también habla de la muerte pero para afirmar la vida. Pone el acento en el
derecho a vivir la vida; esta vida antes de la muerte, se entiende. Y esa es
una gran novedad porque no la degrada a valle de lágrimas ni a mero tránsito
hacia otra vida mejor. Cuando los evangelios hablan de la muerte de Lázaro, por
ejemplo, lo que se pone de manifiesto es la importancia de la vida. Es verdad
que en los funerales nos presentan ese episodio como un aval de la resurrección
pero, si bien se mira, sería una resurrección de cortos vuelos porque Lázaro
volvió a morir con lo que su resurrección sería de poca monta. Lo que se quiere
dar a entender, más bien, es la alegría de vivir.
En este canto a la vida coincide el
judaísmo con el cristianismo. El mesianismo judío es exigencia de justicia
absoluta pero no en otro mundo sino aquí y ahora. Lo mismo Jesús de Nazareth
que pasa por el mundo para hacerle más soportable. Cuando le piden sus credenciales,
responde con sus hechos, a saber, “que los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios, los muertos resucitan” (Mt, 11, 5). Un canto a la
vida.
La tradición judeocristiana es muy
consciente, en cualquier caso, de que la vida tiene un límite que es la muerte,
pero en lugar de dispararse en imaginar lo que habrá después de la muerte, lo
que se plantea es tomarse este mundo muy en serio porque es el lugar en el que
se pueden realizar sus promesas.
Esta visión de las cosas estaría muy
próxima de lo que hoy se ha dado en llamar “muerte natural”, si por ello
entendemos vivir la vida hasta su final natural. Y no de cualquier manera sino
de modo que uno pueda desplegar en su recorrido todo su potencial de suerte que
al final puede decir que su vida ha sido lograda. No estaría mal que el
judeocristianismo empujara en esa dirección porque la realidad de la vida es
muy otra. Según los últimos datos de la ONU mueren al año unos dieciséis
millones como efecto de medidas económicas que toman los países ricos en
beneficio propio. Esto demuestra que la mayor parte de las muertes son
interrupciones violentas de la vida.
No podemos, por tanto, hablar de la
“muerte natural”, como un ideal humanitario, sin tener en cuenta la distinción entre
la muerte como maduración de la vida y la muerte como interrupción violenta.
Cuando la muerte es interrupción de la vida, la vida vivida se nos revela como
una negación de la existencia o como una injusticia.
Y de eso también habla la tradición
judeocristiana al decir que esas existencias malogradas tienen derecho a una
vida lograda. Es lo que nos revela ese libro misterioso y críptico, El Apocalipsis, cuando dice “y no habrá
ya muerte ni habrá llanto” (Ap. 21, 4) que es tanto como prometer vencer a la
muerte. Esta vida es tan importante que si no es lograda -¿y lo es alguna vez?-
habría que plantearse el derecho a la vida después de la muerte. Aquí aparece
el tema de la vida más allá de la muerte pero no como negación de esta vida
sino como forma de reparar la vida que no se tuvo en este mundo. Si la vida
merece ser vivida, debe serlo incluso por encima de la muerte. Un autor protestante,
Dietrich Bonhöffer, célebre por haber formado parte de una conjura que quiso
acabar con Hitler y fue ahorcado, dejó dicho “sólo viviendo a fondo esta vida,
podemos asomarnos al más allá de la muerte”.
Que la muerte está en función de la
vida es algo que hoy nos suena raro. Para cualquier contemporáneo la muerte es
pura y simplemente lo opuesto a la vida. Será por eso que hemos invisibilizado el
morir. Se muere solo y lejos; no hay duelo en las casas y hay prisas por borrar
las huellas de la muerte. No siempre fue así. Las “danzas de la muerte”, tan
socorridas en el barroco, representan a ricos y pobres, jóvenes y viejos,
danzando todos al son de la muerte para dar a entender que la muerte nos iguala
a todos y que por tanto hay que relativizar las diferencias en esta vida. Esa
función socialmente crítica de la muerte ha desaparecido de nuestro entorno.
Más allá de la creencias
individuales, esta tradición acumula un rico patrimonio cultural, resultado de
mucha reflexión sobre experiencias vitales de la humanidad. Es verdad que cada
vez es más marginal y está menos presente. Ya no nos topamos con la experiencia
de la muerte sino que hay que ir a buscarla. Está escondida en Requiems como el de Mozart, en páginas
memorables de grandes relatos o en fiestas litúrgicas como El Día de Difuntos.
Nos tranquiliza saber que la tenemos a mano pero hay que preguntarse si no ha
llegado el momento de convocar a todos esos testigos de un tiempo pasado que
pensaban, sin embargo, la vida teniendo en cuenta el misterio de la muerte.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 4 de noviembre
2017)