Dicen que la palabra del año es aporofobia que significa odio al pobre. Celebrada
por académicos y pensadores, hay que señalar que se inventó para dejar bien
claro que el miedo a los inmigrantes es, en realidad, miedo al pobre. No nos
preocupan el moro o el negro por ser distintos sino por ser pobres. Cuando son
ricos les tendemos una alfombra para que pisen a gusto.
Pobres siempre ha habido siendo la
pobreza una fuente de creación literaria. Marx, por ejemplo, se inventó la
palabreja Lumpen para designarles.
Lumpen significa trapero. La diferencia entre el lumpen y la aporofobia es
que esta palabra se usa para denunciar el odio al pobre y aquélla para
fomentarle. Marx odiaba al pobre porque no producía nada de valor. Lo que
admiraba era al Proletariado que, al estar compuesto por trabajadores, hacían,
estos sí, andar las ruedas de la historia. El trapero, sin embargo, era un
parásito que no merecía ninguna consideración. Hemos pasado de la apología del
odio a su denuncia.
Parece pues que algo hemos mejorado,
aunque, bien vistas las cosas, sólo en el lenguaje. La última Encuesta de
Condiciones de Vida nos dice que el 20% de los hogares españoles se encuentran
“en riesgo de pobreza”, una expresión engañosa porque lo que en realidad está
diciendo es que un millón y medio de personas no puede permitirse un plato con
carne tres veces por semana; que 4,5 millones pasan frío en sus viviendas; o
que 8 millones no puedan pagarse una semana de vacaciones al año. El “riesgo de
pobreza” alcanza a más de dos millones de niños. La Organización humanitaria
Oxfam nos informa por su parte que en España el 20 por ciento de los más ricos
acapara el 44 por ciento de los ingresos totales. Eso sin entrar en el hecho de
que esa desmesurada desigualdad forma parte de una estrategia infernal que
lleva a la ruina del planeta como no deja de recordar el Club de Roma.
Estamos tan familiarizados con la existencia
de pobres que hemos llegado a pensar que es algo natural, inevitable. Es verdad
que la lucha contra la pobreza moviliza, sobre todo en Navidad. La sombra del
mendigo ofende nuestra sensibilidad, por eso se organizan por doquier maratones
de solidaridad y a la entrada de grandes centros comerciales se apostan
generosos voluntarios para recoger alimentos que cubren necesidades
perentorias. Nada que objetar a esas campañas caritativas que dan de comer al
hambriento.
La única pregunta que cabe hacerse
ante esas iniciativas es si es tan evidente que no hay nada más que hacer; si
la caridad tiene que ocupar el lugar de la justicia; si la pobreza es un estado
natural. Son muchos y cada vez más los que levantan la voz para decir que la
pobreza en el mundo es un crimen contra la humanidad porque la tierra tiene
recursos para todos y si no llega a tantos es porque otros se los quedan. La
pobreza no es un destino sino un empobrecimiento, es decir, es el resultado de
decisiones políticas y económicas que permiten al 1 por ciento de la población mundial
acumular el 50 por ciento de los recursos existentes. Que esas decisiones sean
en la mayoría de los casos legales, es decir, ajustadas a normas dictadas por
los Estados y organismos internacionales, no significa que sean humanas.
Para acabar con la pobreza no hay
que ponerse de perfil sino de frente y preguntarse si ésta no constituye un
atentado contra la condición humana. Si esto fuera así la existencia de pobres
indicaría pérdida en humanidad de los pobres y de los ricos. El ser humano nace
desvalido pero dotado de inteligencia en un mundo rico en recursos puesto a su
disposición. Esa es la condición humana. Durante mucho tiempo pensábamos que la
gran amenaza era la muerte, el supremo mal. Ha llegado el momento de sustituir
la muerte por la pobreza. Donde realmente se juega el sentido del ser humano es
en la pobreza porque éste nace en un mundo que se le confía para que le cuide
y, a cambio, reciba de él lo necesario para vivir y, más aún, para disfrutar.
Que no tenga para vivir sólo puede ser interpretado como un acto violento de
expropiación. La forma más cruel de expulsión de la condición humana no es
privarle de la vida sino de la comida y del vestido.
Un nuevo orden económico en el mundo
no es para mañana. Lo que sí puede ser para hoy es preguntarnos si hemos
agotado todas las posibilidades para luchar contra esa lacra. Quizá, no. La
forma más eficaz de solidaridad en este momento es la contribución de los que
más tienen mediante la presión fiscal. En España estamos más cerca de Rumania o
Bulgaria que de Francia o Alemania. Para pasar de la caridad a la justicia, el
ciudadano que deja un litro de aceite en la cesta de solidaridad debería saludar
o al menos aceptar la subida de impuestos para este menester, algo que
espantaría a ese buen hombre lleno de sentimientos caritativos.
Aunque el lenguaje de los profetas
bíblicos nos quede un poco lejos, no está de más recordar en estos días su tono
para hacernos ver que hubo un tiempo en que la pobreza era el gran tema de la
humanidad: “no despojes al pobre, por ser pobre; no atropelles al humilde en el
tribunal, porque Yahvé defenderá su causa y quitará la vida a sus opresores”
(Prov. 22, 22).
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 6 de
enero 2018)