Por cuarto año consecutivo aumenta
el número de muertos en las carreteras y ha sonado la alarma porque parece
agotado el plan de reducción de víctimas que había funcionado en la última
década. La reducción ha sido tan drástica -pasar de 3.841, en el 2004, a 1.200
muertos ahora- que corremos el peligro de fijarnos más en los que se han
librado de la muerte que en los que realmente han perdido la vida en el
asfalto.
Nada refleja mejor las miserias de
nuestro tiempo que el lugar asignado a las víctimas viales. Las tratamos de accidentes y las ubicamos en las páginas
de sucesos. Ahora bien, estos accidentes
viales suman más que los muertos en guerras. Después de la Segunda Guerra
Mundial han muerto más sobre el asfalto que en las trincheras. Las cifras son
escalofriantes. Desde que se inventó el automóvil, 54 millones de muertos y
unos 1.500 millones de heridos. La velocidad es la primera causa de muerte para
jóvenes entre 15 y 29 años. Mueren en las carreteras del mundo al año un millón
doscientos mil…
Es verdad que en los últimos años se
ha intensificado la lucha contra la velocidad mejorando las carreteras,
fabricando coches más seguros, intensificando la vigilancia y endureciendo los
castigos o cuidando la formación de los conductores. Se ha conseguido mucho
pero la vía parece agotada porque para seguir avanzando haría falta atacar un
punto que es intocable, a saber, el prestigio de la velocidad.
Cada sociedad tiene su ritmo. La
sociedad medieval, por ejemplo, se movía al ritmo del paso del hombre o del
caballo y eso producía el sosiego de las catedrales románicas o del gregoriano.
La nuestra tiene por santo y seña la velocidad de internet, que es la de la
luz, es decir, casi la instantaneidad. Lo que interesa cuando partimos es
llegar. El tiempo del trayecto es tiempo perdido. Nuestro ideal es la
instantaneidad que es, como decía Eugenio Trías, un simulacro de eternidad
porque en un caso y otro pensamos que anulamos la duración.
Ya decía Joaquín Xirau que el
automóvil es el símbolo que mejor nos representa. Encarna, por un lado, el
ideal de autonomía e individualidad porque nos ofrece la posibilidad de
movernos libre y soberanamente. Es también el motor de la economía mundial. Por
algo el nombre del crecimiento económico más exitoso lleva el nombre de un
productor de coches: el fordismo. Henry Ford fabricaba coches y hoy reconocemos
que sus productos tuvieron tanto éxito porque expresaban los ideales de
felicidad de un mundo marcado por el progreso.
Se entiende ahora por qué rebajamos
a meros accidentes a la plaga más letal de nuestro tiempo. Morir en la
carretera es algo accidental, secundario, porque lo substancial es la
velocidad, el coche. Por eso son las víctimas viales las más desgraciadas de
todas. Las víctimas del terrorismo pueden contar con la solidaridad de quienes
defienden el principio del “no matarás”. Las de tráfico tienen en su contra la
autoridad del progreso que todos respetamos y que nos lleva a rebajar cuando no
a invisibilizar el coste humano que conlleva. No sólo hay que mejorar las
carreteras sino cuestionar el principio más sagrado de nuestra civilización: la
prisa.
Reyes Mate (El
Periódico de Catalunya, 30 de enero 2018)