Sin presencia no hay presidencia. El
Tribunal Constitucional aclara que, desde el punto de vista legal, no hay lugar
para una investidura que no sea presencial.
Lo que hay que preguntarse es, más
allá de toda legalidad, cual es el lugar de la presencia física en los momentos
decisivos de la acción política. Siempre entristece ver a un parlamentario
hablando a un hemiciclo vacío, pero ahora se trata de algo mucho más serio, a
saber, la despolitización de la política cuando no hay presencia física.
La política es representación no
sólo porque el pueblo es representado por unos elegidos sino también porque la
política, la decisión política, es el resultado de una trama en la que
intervenimos todos, los representantes y los representados. La representación
que tiene lugar en el Parlamento es singular porque constituye un verdadero
acontecimiento. Algo acontece, en efecto, allí por primera y única vez. Sesiones
parlamentarias como la aprobación de una ley o el nombramiento de un Presidente
son irrepetibles no sólo porque ese acto, una vez concluido, determina la
realidad de la vida de los ciudadanos, sino porque el proceso de decisión ha
exigido un cruce de palabras vivas. En el Parlamento, en efecto, la palabra no es
una idea abstracta sino una mano tendida que se dirige al otro para que exprese
su parecer. En buena lógica el diálogo que se produce es imprevisible pues
depende de la capacidad de convicción de uno y otro. Por eso no se debe llegar
a esa representación con los papeles escritos sino con los oídos abiertos. Cabe
pues en ese intercambio de pareceres la sorpresa, el cambio de posición. La
palabra en el Parlamento es protagonista y eso significa que hablamos para
darnos a entender y para buscar el entendimiento. Se suele decir que la
grandeza de la democracia consiste en que, para resolver los conflictos,
acudimos a la palabra en vez de a los puños. Pero si el lugar de la decisión es
un parlamento es porque damos a la conversación un poder creativo. Del diálogo
tiene que salir algo nuevo, imprevisto, por eso es un acontecimiento.
Tan importante como atender al otro
que nos habla es captar el silencio. Sabemos por experiencia que cuando
verbalizamos ante otro nuestros pensamientos, captamos al vuelo las
insuficiencias de nuestra argumentación y sus momentos fuertes. El silencio de
otro puede ser tan elocuente como la palabra. Forma parte, pues, de la
representación política la palabra encarnada, el silencio y su lenguaje
corporal.
Eso es impensable en ausencia de los
protagonistas o cuando sólo se hacen presentes a distancia, virtualmente.
Entonces ocurre lo contrario, que la presencia de las cámaras crea el
acontecimiento. La sesión parlamentaria se convierte en un show. El espectáculo
sustituye a la experiencia del acontecimiento y los políticos en vez de
protagonistas, voyeurs. Es lo que
está pasando en Cataluña. Llama la atención que tanto Carles Puigdemont como Roger
Torrent hayan sido guionista de cine o de series. Confunden tensión dramática
con intriga. Ahí no hay acontecimientos sino episodios imaginarios que sus
creadores producen a voluntad sin tener en cuenta la realidad. En esto la
representación política se parece más al teatro que al cine. Una película puede
verse al tiempo en distintos lugares; un teatro, no. Los actores y los
espectadores de la obra teatral sólo pueden estar físicamente en un lugar. La
palabra dramática se encarna en personajes reales que están limitados por el
tiempo y el espacio.
Podemos decir que la presencia
virtual es el último eslabón de un proceso de vaciamiento de la política que
tiene una larga historia. Forman parte de esa degradación costumbres
inveteradas como llegar al debate con consignas inamovibles, incluso con
réplicas escritas a palabras no pronunciadas. Es como ir con los oídos tapados,
sin esperar nada del otro, devaluando no sólo el poder de la palabra del otro
sino el sentido mismo del diálogo. Estamos lejos de la sabiduría machadiana
cuando decía “para dialogar,/preguntad primero;/ después…escuchad”. Aquí ni se
pregunta, ni se escucha, sino que se afirma y, si se cuenta con los votos
suficientes, se impone el rodillo.
Esta reivindicación de la presencia
física en tiempos tan marcados por la presencia virtual, puede resultar
anacrónico. Encarnar la palabra en un cuerpo va a contrapelo de la
desencarnación de la palabra virtual que es lo que ahora se lleva. Si se puede
trabajar desde casa con el ordenador ¿por qué reducir el Parlamento a la
palabra presencial? Pues porque el Parlamento no es el lugar de discursos sino
de la conversación. El discurso, decía Walter Benjamin, “se mueve como un
sultán en su harén”, es decir, impone su ley sin contar
con nadie obligando a ver el mundo con la luz que el sultán proyecta. El
diálogo, por el contrario, cuenta con los demás para ver la luz. Para
discursear basta el plasma televisivo porque de los demás sólo se espera que
tomen nota de sus consignas. La conversación, por el contrario convoca a todos
a un acontecimiento que saldrá de las palabras que allí se pronuncien con la
esperanza de que nos gobiernen las más convincentes.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 3 de febrero 2018)