Al entrenador catalán Pep Guardiola la
Federación Inglesa de Futbol quiere imponerle una multa “por portar mensajes
políticos, concretamente un lazo amarillo”
que él exhibía en protesta por el encarcelamiento, dictado por un juez
español, de unos políticos catalanes, acusados de sedición.
A este pudiente defensor del derecho
al voto no le va a quitar el sueño evidentemente la calderilla de una multa. La
anécdota no merecería mayor comentario si no fuera porque se ha puesto en
circulación un lazo amarillo, armado de una carga simbólica tan potente y
destructora que no puede dejarnos indiferentes.
Al ser humano, desde antiguo,
le gusta adornarse con distintivos para dar a entender a los demás sus
preferencias en cualquier orden. Son formas legítimas y comprensibles de
comunicación. Nada que ver con otro tipo de distintivos impuestos por el poder
a determinados grupos sociales para discriminarles, por ejemplo, la estrella de
David a los judíos. Desde que el IV Concilio de Letrán, en 1215, obligara a los
judíos a llevar bien visible una estrella amarilla cosida a la ropa para que nadie les confundiera con los
cristianos y evitar así toda relación entre ambas sangres, no ha cesado el
recurso al distintivo segregador. El Sínodo de Zamora, de 1231, mandó que se
aplicara en España, como antes lo hicieran franceses e ingleses. En la Alemania
del siglo XX, los nazis decidieron llevar la segregación hasta sus últimas
consecuencias. Si lo que se pretendía con el distintivo amarillo era evitar el
contacto y la contaminación ¿por qué no exterminarles? Y esa ocurrencia de los
conjurados en Wansee, Adolf Eichmann entre ellos, se transformó en un eficaz
proyecto de exterminio.
Nada que ver, por supuesto, el lazo
con la estrella. El lazo, uno lo lleva voluntariamente con la noble finalidad
de defender un derecho al voto, mientras que la estrella de David es impuesta
por la fuerza con la perversa intención de evitar el contacto con peligrosos
apestados. Si el lazo sólo fuera eso, no habría nada que objetar,
independientemente de que ese derecho al voto que tanto preocupa a Guardiola
pudiera tener trampa. Pero quienes le han puesto en circulación lo han cargado
de un simbolismo que merece atención: quieren ciertamente denunciar lo que
consideran un abuso por parte de los jueces, pero también marcar un territorio.
Nosotros, vienen a decir, somos los del lazo. En español nosotros significa
originariamente “los no otros” y parece que los catalanes del lazo quieren
recuperar el sentido originario del término: nosotros contra los otros. De esta
guisa el ingenuo lazo se aproxima a la discriminadora estrella. Sabemos por
testimonios e informaciones periodísticas que el lazo amarillo se va cargando
de un poder intimidatorio contra el que no lo lleva. Se mira al ojal de la
chaqueta para calibrar la catadura del interfecto: si le lleva, es de los
nuestros; de lo contrario, enemigo a la vista. El viejo esquema amigo-enemigo,
tentación permanente de la política, ha encontrado una peligrosa autopista
porque el lazo desborda el espacio parlamentario, adentrándose por campos y
pueblos donde anida el viejo carlismo que ahora, gracias al fuego del color
amarillo, se incendia en independentismo.
Nada garantiza que el paso del lazo
a la estrella no pueda darse. Sobran ejemplos en la historia de signos que han
pasado de lo distintivo y hasta distinguido hasta devenir en marcas de
vergüenza. En Barcelona están a punto de bajar del pedestal a un Marqués de
Comilla por haber sido negrero. Entonces, festejado por enriquecer a la ciudad
y ahora, vilipendiado por cómo lo hizo. Los símbolos tienen vida propia y a
veces se rebelan contra sus propios creadores. La propia estrella amarilla
empezó siendo una forma de identificar al diferente y acabó siendo diana sobre
la que se podía disparar impunemente. Hay que preguntarse si el lazo amarillo
no está a punto de dar ese salto mortale
y pasar de protesta contra un supuesto abuso a la demonización del otro.
Lo preocupante del lazo no son esos
desaires, un tanto infantiles, al Rey o los posibles daños al Estado, sino su
capacidad autodestructora. Expresa una forma de ser excluyente que necesita
triturar cualquier forma de convivencia. Lo estamos viendo en Italia. El
próximo presidente puede ser Mateo Salvini, miembro de la Liga Norte, autor del
slogan “Roma, ladrona”, tan cercano al “España nos roba” de sus homólogos
catalanes. Pues bien, este caballero se presenta a senador por Reggio Calabria,
es decir, por ese sur pobre y ladrón que él otrora denunciara. Que ¿qué ha
cambiado? Poca cosa. Si antes los que robaban al rico norte era los perezosos
del sur, ahora los peligrosos son los emigrantes, algo que alaga los oídos de
sus nuevos votantes. Cuando los culpables son los otros, lo de menos es quienes
sean, basta con que sean. De momento los sospechosos son, de acuerdo con los
papeles del espionaje ilegal de los Mossos d’Escuadra que han llegado a la
jueza Carmen Lamela, todo hombre público constitucionalista o incluso
nacionalistas con dudas; mañana, los hinchas del Español o quien no haya
peregrinado a pie a Monserrat. El lazo tiene cuerda.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 3 de
marzo 2018)