"Amor y Verdad se han dado cita
Justicia
y paz se besan...
Justicia marchará ante él
y Paz seguirá sus huellas" (Ps. 85,
11.14)
1. El Presidente de Uruguay, José
Mújica, decía recientemente en una
inteligente entrevista acordada al diario madrileño El País que "lo
más importante que está pasando en América Latina es la tentativa de construir
la paz en Colombia...por eso hay que tratar de ayudar". Y él lo hacía con
esta reflexión: "cuando hay mucho dolor se apela al sentimiento de
justicia. La justicia y el dolor en estas cosas andan al filo de la navaja con
la venganza hacia un lado y otro. Lo prioritario es la paz, la paz, la
paz" (El País, 2 de junio de 2013). Piensa, pues, que la justicia o,
mejor, la injusticia, el dolor que produce la injusticia, invita a la venganza
y no a la paz, por tanto, si queremos paz, hay que poner entre paréntesis la
justicia. Coincide la opinión de este político avezado y sobresaliente por
tantas razones con la opinión de Slom BenAmi, ex-ministro de exteriores israelí,
que preguntaba a los palestinos "a cuánta justicia estaban dispuestos
a renunciar para conseguir la paz(1)". Paz por justicia.
Yo también pienso que las
conversaciones de paz son muy importantes, pero me pregunto si es posible
la paz sin justicia o, más exactamente, sin memoria de la injusticia.
2. Para cualquier observador
externo, como es mi caso, la violencia en Colombia es particularmente compleja
porque sus agentes proceden de mundos tan distintos como la guerrilla, los
paramilitares, el narcotráfico y el
propio Estado. Cada una de ellas tiene sus propias motivaciones, estrategias y
objetivos, pero si nos permitimos subsumir todas esas modalidades bajo la
rúbrica general de "violencia" es porque hay algo común a todas
ellas, a saber, la figura de víctimas, la figura de un ser inocente que es
objeto de una violencia inmerecida. Hablemos pues de la violencia.
2.1. Lo primero que hay que decir es
que la violencia, que hoy tanto rechazo suscita, ha gozado de gran prestigio. Para
comenzar hay que reconocer que la historia de la humanidad ha sido
fundamentalmente violenta. El testimonio de Hegel es definitivo: “aún
cuando consideremos la historia como el ara ante el cual han sido sacrificadas
la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los
individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién,
a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?"(2).
La historia se ha construido sacrificando la dicha de los
pueblos, la sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Y eso, a saber,
que la historia haya cabalgado sobre la desdicha de la gente, la ignorancia de
los poderosos y el recurso a los peores instintos de los ciudadanos, causa
honda sorpresa al filósofo alemán porque no le parece propio del homo sapiens que dicen que somos. Pero el asombro
humanitario le dura un par de páginas porque enseguida zanja el asunto: las
víctimas son el precio del progreso y como este es indiscutible, las víctimas
son in-significantes. ¡Qué le vamos
a hacer!. ¡Vae victis! La marcha del progreso “aplasta a su paso muchas flores
inocentes"(3). No hay de qué sorprenderse. C'est la vie¡
Será necesario mucho tiempo hasta que nos sorprendamos de
que no nos sorprenda la violencia en la historia. Si esa ceguera o
insensibilidad ha durado tanto tiempo es porque la violencia ha tenido muchos
cómplices eficaces, unos, y de prestigio,
otros. En el mito de Prometeo, narrado por Platón en su Protágoras, los dioses piensan que con las virtudes cívicas los
hombres podrían subordinar el uso de las armas a fines humanos, pero se
equivocan porque el hombre pone las virtudes cívicas al servicio de la guerra.
Hablo de complicidades de la violencia. Está clara la predisposición de los
malos instintos, los tanáticos, siempre dispuestos a enfangarse en las peores
historias. Pero también hay que señalar la complicidad de lo mejor del ser
humano. Me refiero a la cultura, en su sentido más amplio. Tomemos, por ejemplo,
al arte:
No hay más que ver esas bellas imágenes de Berruguete que pintan a marranos o
moriscos torturados por la
Inquisición pero con un rostro sonriente, como si quisieran
dar fe del dicho inquisitorial: "matar, sí, los cuerpos, pero para salvar
a las almas". Para presentar la tortura como felicidad hay que descender
muchos escalones en la humanidad del artista. En la célebre Cartuja de Granada
tenemos un refectorio, con pinturas de fray Juan Sánchez Cotán, que más que
refectorio o comedor parece una carnicería. Aparecen cráneos traspasados por un
hacha, pechos atravesados por flechas, miembros arrancados o cuerpos
dislocados, sin que parezca que el dolor haga mella en esos rostros beatíficos.
Lo que así se consigue es frivolizar el sufrimiento, igual que Berruguete, lo
mismo que hace la Ilíada
en la que las heridas están descritas como si fueran una obra de arte. Marx, que no era creyente ni amigo de inquisidores,
tenía, sin embargo, el más alto aprecio por la violencia, elevada a la
categoría de "partera de la historia". Por no hablar de los Weber, Unamuno, Teilhard, Jünger y
tantos otros que veneraban la guerra como el momento de la verdad, de la verdad
de las virtudes viriles: cuando se está dispuesto a morir, el matar es una obra
de arte.
Mi generación ha coqueteado
peligrosa e irresponsablemente con la violencia, pensando que la existencia de
injusticias la legitima. Claro que ese estado de cosas la puede explicar, pero no legitimar, porque
la lógica de la violencia lleva a reproducir los mismos vicios que combate. Si la violencia embruja, fascina se debe a
que es capaz de ocultar el sufrimiento que produce bajo el señuelo de la
belleza de la causa. Por eso Benjamin definía al fascismo como la estetización
de la violencia.
También hay que nombrar la
complicidad de la filosofía. Ya me he referido a Hegel, pero no olvidemos el celo filosófico por legitimar la
esclavitud, por ejemplo. Aristóteles lo tenía claro: "por naturaleza unos
son libres y otros eslavos. A estos les conviene la esclavitud y es
justa", dice en el capítulo V del Primer Libro de su Política. Y ¿cómo lo justifica? pues diciendo que "quien
siendo hombre no se pertenece a si mismo, sino que es un hombre de otro, ese es
por naturaleza, esclavo" (Capítulo IV). Es decir, es esclavo por
naturaleza el que no ha conseguido liberarse de la violencia que ejerce sobre
él el amo. La violencia del más fuerte es erigida en principio moral
legitimador del sometimiento del más débil. No parece un argumento muy potente
y, sin embargo, logró contaminar hasta al cristianismo quien, pese a sus
declaraciones de principio ("todos somos hijos de Dios") entendió,
como Santo Tomás, que la esclavitud además de ser "útil a la
sociedad", estaba basada en el derecho natural y no sólo en el positivo.
3. Esto ha sido así durante
siglos...hasta antesdeayer. La violencia ya no es la partera de la historia,
sino un problema. Estamos ante un cambio epocal y nos podemos preguntar cómo se
ha producido el cambio. Pues bien, el cambio se ha producido cuando ha cobrado
valor el precio de la violencia, a saber, cuando las víctimas han pasado de
in-significantes a significativas.
Tiendo a pensar que el tiempo y el
lugar del cambio es Auschwitz. Y eso merece ser bien aclarado porque no es que
haya víctimas de primera y de segunda clase. No es que las víctimas judías sean
más importantes que las gitanas o indígenas(4), sino que Auschwitz era un
proyecto radical de victimación. Nada físico debía quedar para que nadie
pudiera recordar el crimen. Y, más aún, ese proyecto debía ir acompañado de una
estrategia interpretativa de tal suerte que, aunque se conociera el crimen,
nadie se asustara y todo el mundo lo tomara con toda naturalidad. Por eso se
puede decir que Auschwitz hay dos muertes: la física y la hermenéutica.
Bueno, pues esto que pudo observarse
en ese laboratorio del mal que fue Auschwitz, tiene una gran importancia para
todas las víctimas. A la hora de enfrentarnos a la violencia que padece
cualquiera de ellas, hay que tener en cuenta la doble muerte, por eso no basta
con levantar la bandera del "no matarás", con el rechazo del crimen.
Hay, además que estar atento al discurso, al relato de los hechos y, por tanto,
a la disimulación de la violencia.
Esa es la primera gran aportación de
Auschwitz a la visibilidad de las víctimas: que existen, que son un crimen, y
que, contra lo que dice la cultura dominante, tienen significación, es decir no
son in-significantes.
Pero hay otra aportación que viene de
Auschwitz: la aparición del deber de memoria como arma hermenéutica apropiada
contra la invisibilización de las víctimas. La memoria viene de lejos y al ser
lo suyo el pasado, no hay disciplina que se precie que no tenga su teoría de la
memoria. La historia, la literatura, el psicoanálisis, la teología y, por
supuesto, la filosofía tienen su idea de la memoria porque el pasado es un rico
caladero de sentido del que nadie quiere privarse.
Pero es en Auschwitz cuando, con el deber de
memoria, ésta llega a su mayoría de edad
y se convierte en la modalidad contemporánea del logos. Cuando los campos
fueron liberados, surgió el grito ahogado de los supervivientes: "nunca más". No
añoraban los viejos buenos tiempos, ni soñaban con la utopía de un mundo mejor,
sino "nunca más". No se quedaron ahí. Osaron proponer un antídoto
contra la repetición de lo vivido, a saber, la memoria de la barbarie. Ahí nace el deber
de memoria. Es un antídoto sorprendente que pocos compartían. Las potencias
aliadas, por ejemplo, bien interesadas en que el fascismo no levantara cabeza,
propusieron medidas más eficaces, por ejemplo, el Plan Marshall. ¿Entonces,
cómo se explica la propuesta de los supervivientes? ¿por qué fiarse tanto de la
memoria y darle ese protagonismo, esa responsabilidad? Pues por algo que ellos
han vivido en sus propias carnes; por algo que sólo ellos saben: han vivido lo
inimaginable, lo impensable. Ahora bien, cuando lo impensable ocurre, se
convierte en lo que da que pensar. Este es el nervio de la memoria. No se trata
de acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos, sino de reconocer los límites
del conocimiento(5): que lo impensable ocurrió, de ahí que a la hora de pensar
lo fundamental para la convivencia (la ética, la política, la estética),
tengamos que remitirnos a lo que tuvo lugar y, sin embargo, escapó al
conocimiento.
Quisiera que este punto quedara bien
grabado pues estamos en el epicentro de la memoria y también en el epicentro
del rechazo de la filosofía académica a la memoria. Repito la tesis de la
memoria: ocurrió lo impensado y cuando esto ocurre, lo ocurrido se convierte en
lo que da que pensar. ¿Qué quiere decir que el horror de los campos de
exterminio fue impensable? Reconozcamos que mucho fue pensado y dicho por
adelantado: ya hemos visto cómo Hegel era
consciente de cómo se había construido la historia, por no citar La Colonia Penitenciaria de Kafka o El Proceso. Hubo quien sí pensó lo que
podría pasar, los hemos llamado en otro lugar "los avisadores del
fuego". Pero, pese a todo, esa catástrofe posible fue impensable en el
sentido de que, para el logos dominante en la filosofía occidental, no merecía
ser pensada, no era digna de ser pensada, si por pensar entendemos lo que
Heidegger dice de la pregunta que desencadena el pensar. Heidegger nos
sorprende al final de su meditación Sobre
la cuestión de la técnica, diciendo que la "pregunta es la piedad del
pensar": en el pensar hay un gesto de compasión, de acogida, de escucha, que estuvo ausente
de Auschwitz y que está ausente de quien piensa estar legitimado para ejercer
la violencia. Que está ausente del trato teórico y práctico de las víctimas, no
merecedoras del pensamiento compasivo. Bueno, pues la memoria consiste en
recoger eso ocurrido, impensable, y convertirlo en el punto de partida del pensar.
La compasión significa aquí elevar el sufrimiento de la víctima a lo que da que
pensar.
Esto de la memoria es simpático,
mientras la cosa se quede en festejos o conmemoraciones. Pero cuando la memoria
se anuncia como una crítica radical a la atemporalidad de la razón occidental, entonces
es sospechosa. La
Ilustración no se enteró de Auschwitz, de ahí que frivolizara
la violencia, por eso quien hoy quiera combatirla no debe fiarse del todo de la
razón ilustrada. Hay violencias que se ocultan a la razón; más aún, hay
violencias producidas por la propia razón, como ya apuntara Goya con aquello de
que "los sueños de la razón producen monstruos".
4. Adorno ha entendido este
"deber de memoria" como un nuevo imperativo categórico que se
substancia en la idea de re-pensar todo a la luz de la experiencia de barbarie
para que algo como Auschwitz no se repita. Si el "deber de memoria"
nos obliga a repensar todo a la luz de la experiencia de barbarie, debemos
re-pensar en esa clave la paz y la justicia. Y es aquí donde hay que aclarar
que la memoria de las víctimas -clave para repensar la paz- no lleva a la
venganza, sino a la reconciliación; ni es un obstáculo para la paz, una
invitación al enfrentamiento, sino que es el fundamento de una paz duradera.
Veamos cómo plantearlo.
Si hay que replantear la paz desde
la memoria de las víctimas, habrá que abrir ese arcano misterioso que llamamos
memoria para ver qué hay dentro (es decir, habrá que desglosar los contenidos
de esa memoria).
Lo que la memoria conserva son las cicatrices
de muchos daños. La memoria de la violencia política que ha tenido lugar en
Colombia recuerda al menos estos dos tipos de daños: en primer lugar, daños
personales que unos son reparables (como la devolución de las
tierras, ayudas a las familias en orden a casa, trabajo, estudios, becas,
asistencias psicológicas...) y otros irreparables (devolver la vida, reparar el
miedo o la angustia vividos; dar marcha atrás respecto al sufrimiento
causado...). La pregunta es entonces ¿cómo hacer justicia? reparando, en primer
lugar, lo reparable. Y esa reparación no es sólo cosa de los culpables directos,
sino del Estado (que tiene la obligación de protegernos) y también de la
sociedad que debe ser solidaria. Pero ¿cómo hacer justicia a lo irreparable? No
pasando página, sino haciendo memoria. La memoria de lo irreparable implica a
la educación (importancia de relatos que lo recuerden) y también a la formación
de la identidad colectiva (el vago sentimiento nacionalista no puede ocultar o
disimular la violencia que se ejerce dentro de sus fronteras). Los
intelectuales está igualmente convocados a esta tarea debido a su papel en la
conformación de la opinión pública. Estos intelectuales no pueden construir
teorías políticas sobre la democracia o sobre la justicia que hagan abstracción
del sufrimiento que subyace a la convivencia. Desde la memoria es imposible una
teoría de la justicia como la de Rawls,
con todos los respetos Nada de esta exigencia de justicia, referida a los daños
personales, puede ser visto como un obstáculo a la paz
Pero la violencia también produce daños sociales. Víctima
es la persona y también puede serlo la sociedad. Hablemos por tanto de los daño
que genera la violencia en la sociedad. La violencia divide a la sociedad entre
vencedores y vencidos, víctimas y verdugos; y también la empobrece al privarse
de las víctimas y de los victimarios, por no hablar del exilio exterior e
interior; también encanalla o envilece a sus ciudadanos sacando lo peor de
ellos mismos ya que todo queda supeditado a la supervivencia; sin olvidar
finalmente el desprestigio de las instituciones (de las FFAA y cuerpos de
seguridad, tentados de utilizar medios ilegales; del Parlamento, de los jueces,
minados desde dentro por la corrupción, el miedo o el chantaje).
¿Cómo hacer justicia a esta sociedad tan dañada? No
olviden que yo estoy defendiendo una paz basada en la justicia o, mejor, en la
memoria de la injusticia. La respuesta es que habrá paz si hacemos justicia en
todos y cada uno de los terrenos en lo que se ha producido un daño injusto.
Para responder a esa pregunta, conviene dejar bien
sentado que "justicia" es entendida aquí como algo más que
"derecho", es decir, estamos ante el deber de reparar daños que no
son necesariamente delitos. Hay daños
que son delictivos: matar a alguien es un asesinato; apoderarse de las tierras
de los campesinos, es un robo. Los delitos no pueden quedar impunes y deben ser
sancionados y los daños reparados. Pero también hay daños que no están
tipificados como delitos, que crean culpabilidad moral o política, y cuya
reparación es fundamental para un nuevo comienzo político, para la superación
moral de la violencia por parte de la sociedad.
Me interesa particularmente hablar de la culpabilidad
moral que alcanza a dimensiones del acto violento que no están tipificadas como
delitos (el envilecimiento, la desmoralización, etc.), a los que se aprovechan
mediatamente del delito (empresas que prosperan en tierras ocupadas), a los
ideólogos que apoyan la violencia "revolucionaria" o
"integrista", i.e., en nombre de ideas liberadoras o de valores
"sagrados". Finalmente, a los que miran hacia otro lado. La violencia
terrorista sólo funciona con el apoyo de círculos concéntricos que por activa o
por pasiva colaboran: entre los que miran a otro lado coloco a la filosofía
impasible, a la filosofía que separa el pensar del penar, la filosofía que olvida
el gesto intelectual de Las Casas: "mandar a paseo a Aristóteles" si
el saber ratifica la injusticia(6).
Llegados a este punto tenemos que preguntarnos ¿cómo
hacer justicia a esos daños sociales sin caer en la venganza sino llegando a la
paz? Si los daños sociales remiten a términos como ruptura de la coherencia
social, empobrecimiento social, desprestigio institucional,
desmoralización...hay que reconocer que estamos ante una tarea ingente, si
hablamos de justicia. Son daños de amplio espectro. Conviene limitarse; por eso
me voy a fijar en ese daño social que consiste en la fractura social, es decir, en la división
que origina la violencia política entre víctimas y victimarios, entre inocentes
y culpables, entre los que festejan las
muertes y los que lloran a sus muertos.
Plantearse en este caso la
sutura de la fractura supone, en mi opinión, recuperar para la sociedad a
víctimas y victimario, i.e., pongo el acento no en el diálogo privado o en la
relación interpersonal, sino en la creación de un tipo nuevo de sociedad de la
que formen parte víctimas y victimarios, siempre y cuando unas y otros hagan un
determinado camino.
Si insisto tanto en un nuevo comienzo o en un nuevo tipo
de sociedad es porque de poco serviría si el final de la violencia supusiera el
cese de las armas, incluso el cumplimiento del código penal y ningún cambio
interior. Ahí no habría novedad: eso sería continuidad y no interrupción. Para
que haya nuevo comienzo, se impone un cambio interior, un cambio moral.
Desglosemos pues el funcionamiento del nuevo comienzo. Esa nueva sociedad pasa,
en primer lugar, por la recuperación para la sociedad de víctimas y victimarios.
¿Cómo recuperar a las víctimas? Por la vía del reconocimiento: reconocer que las
víctimas son fines y no medios para ilustrar la superioridad de una ideología
revolucionaria o de supuestos valores civilizatorios;
que las víctimas son sujetos de derechos que ningún Estado puede violar y si los
viola tiene que dar cuenta; y, lo más importante, reconocer en la víctima el
modelo de la nueva ciudadanía: esta no puede ser excluyente, no puede
construirse desde la exclusión social, racial, ideológica, como ella misma por
desgracia ha sido.
Este es el lugar de la justicia social. La figura de la
víctima remite al victimario pero no es sólo él quien
debe dar cuenta porque la violencia goza de un prestigio que viene de muy atrás.
Sabemos bien que la violencia política muchas veces empieza siendo un grito de
protesta contra la injusticia social, causada por quien hoy denuncia la
violencia terrorista. Tenemos que tener bien aprendida la lección de que la
injusticia es el caldo de cultivo de la violencia; pero también esta otra: que
la violencia, una vez iniciada, tiene una lógica que la lleva a reproducir la
violencia sin que haya podido resolver el problema de la desigualdad social. Por
la tendencia natural que tenemos a identificarnos con la víctima, todo lo que
acabo de decir es fácilmente comprensible, aunque el peligro de que quede en
papel mojado es grande.
Más complicado es la respuesta a la pregunta ¿qué significa
recuperar al victimario? Aquí hay dos estrategias: la del derecho penal que
consiste en redimirse por el castigo, por el cumplimiento de la pena y
propiciar así el camino de la "reinserción". La segunda, que consiste en una nueva
presencia del victimario en la sociedad, es el resultado de "un cambio
interior" que se logra si se elabora la culpa. Delito y culpa
no son antitéticos pero tampoco
sinónimos. La culpa no conlleva impunidad pero es mucho más que eso; el delito
puede borrarse sin que la culpa se implique. Lo que aquí se dice es que la
fractura social que provoca el terrorismo no se sutura con el mero cumplimiento
de las penas sino con la elaboración de la culpa.
Para aclarar el alcance de la culpa
puede ser de ayuda lo que ocurrió en la Alemania de la posguerra. Corría el año 1946. A punto estaba de
abrirse el Proceso de Nürenberg contra los grandes responsables nazis. Alguien,
sin embargo, Karl Jaspers, entendió que para superar el pasado y abrir una nueva
época no bastaba con castigar a los dirigentes nazis. Lo que procedía era que
el pueblo alemán asumiera sus
responsabilidades aunque no estuvieran tipificadas en el código penal.
Escribió un librito -La pregunta de la
culpa- en el que hablaba de una culpa moral y de otra política ante las que
cada alemán tenía que hacer examen de conciencia. La culpa moral consistió en
mirar hacia otro lado mientras el vecino era secuestrado o asesinado; la culpa
política, en haber sido miembro de un Estado criminal sin haber tenido el
coraje de hacerle frente de alguna manera. Para la culpa legal importa el
castigo, el cumplimiento de la pena; para la culpa moral importa la liberación
de ese peso, lo que implica un cambio interior.
La culpa, un concepto esquivo, lleno
de resonancias religiosas y de mala prensa. Quiero exponer cómo lo entiendo yo.
La culpa es, en primer lugar, algo
objetivo. Como dice Kepa Pikabea, autor
de una veintena de asesinatos, en el documental Al final del túnel: "las armas te dejan heridas que no
cicatrizan nunca". Es la señal de Caín de la que habla el Génesis. Tras el
asesinato de su hermano Abel, Dios maldice a Caín. Abrumado por la enormidad
del castigo, replica Caín: "ahora me arrojas de esta tierra. Oculto a tu
rostro habré de andar fugitivo y errante
por la tierra y cualquiera que me encuentre me matará". "No será
así", replica Yahvé, " si alguien matara a Caín, este sería siete
veces vengado. Puso pues Yahvé a Caín una señal para que nadie que le
encontrase le matara". (Gn. 4, 14-15). Esa señal, que no se puede borrar
con el castigo y que le sobrevive, es la culpa. La culpa no es, por tanto, una
mera creación de la conciencia (o, como se suele decir, de la conciencia
judeocristiana). Es la marca que deja en el sujeto moral la acción criminal,
una marca que la conciencia podrá silenciar pero cuyas exigencias no quedan
anuladas por la inconsciencia. La
culpa es, en segundo lugar, algo subjetivo, asunto de la propia conciencia.
Llegar a sentirse culpable es la necesaria culminación de la culpa; es el final
de un proceso siempre difícil que necesita disponer de circunstancias
favorables. Sin sujeto que se reconozca culpable, la culpa no alcanza su
objetivo. Hay que decir, en tercer lugar, que la culpa es intersubjetiva. Si el
delito se las tiene que ver con la ley, la culpa se ventila entre la víctima y
el verdugo, entre el autor del daño y el dañado. Esa relación le resulta fatal
al verdugo porque si quiso imponerse a la víctima, demostrando con las armas su
superioridad sobre la víctima, acaba ésta convirtiéndose en su destino. Destino
quiere decir que el sentido de su vida depende ahora de la vida que él ha
asesinado. Este aspecto ha sido muy bien captado por un filósofo como
Hegel. En un escrito de juventud
titulado "El espíritu del cristianismo
y su destino" dice que al cometer un crimen y privar al otro de su vida se
produce un cambio imprevisto en el autor del crimen. Más allá de la razón por
la que quisiera matar (robo o política), descubre que lo hecho le afecta y le
altera en lo más íntimo: en su modo de vivir. Al quitar una vida se ha quitado
la vida y la vida que le queda siente la pérdida del otro como una carencia
propia, por eso anhela esa vida perdida. La desea. Desea que estuviera ahí y
que ojalá aquello no hubiera ocurrido(7). La culpa, finalmente, aunque sea
personal e intransferible, tiene una dimensión pública pues la conversión
interna que propicia es la garantía de un nuevo tiempo político.
El reconocimiento de la culpa lleva a la
solicitud del perdón. El objetivo del perdón es la demanda de una segunda
oportunidad. El ofensor, que reconoce ser el de una acción perversa, se sabe al
mismo tiempo capaz de hacer el bien, también respecto a la víctima, porque no
se identifica totalmente con lo mal hecho, demanda a la víctima la oportunidad
de demostrar que puede comportarse de otra manera con ella. Pedir perdón es
pedir una segunda oportunidad y, en ese sentido, cabe hablar del perdón como
una virtud cívica.
El perdón es gratuito, aunque no
gratis(8). Como dice Carmen Hernández,
una víctima de ETA, "perdonar es ir más allá de la justicia"(9). No
es una obligación, ni un olvido, sino un gesto gratuito porque nadie puede obligar a la víctima a
concederle. El perdón es siempre un don, incluso cuando hay previamente
arrepentimiento. No se compra perdón por arrepentimiento, lo que no quiere
decir que sea arbitrario, como dice Robert Antelme, un superviviente de los
campos nazis y autor del imprescindible relato titulado La especie humana. Lo que la víctima no puede hacer, dice, es
invocar la venganza para denegar el perdón. Lo inaceptable de la venganza, en
cualquier caso, consiste en confundir al criminal con el crimen, es decir,
identificar de tal manera al autor del crimen con su acción criminal que le
neguemos la posibilidad de hacer otras acciones buenas o de arrepentirse. El
victimario que se sabe culpable es otra cosa que su acción criminal. Abundan
testimonios de víctimas y de victimarios que avalan la tesis de que el perdón
libera. Libera al victimario de su relación con la culpa y a la víctima del
peso de ser víctima. Hay que añadir a renglón seguido que el perdón supone una
prueba de humanidad a la víctima que puede o no perdonar.
En Calderón, el autor de La vida es sueño, el primer gesto de
ese ser humanizado es el del perdón. Ese momento es grandioso: "y cuando
fuera, escuchadme,/dormida fiera mi saña/ templada espada mi furia/mi rigor
quieta bonanza,/la fortuna no se vence /con injusticia y venganza,/porque antes
se incita más./ Y así, quien vencer
aguarda /a su fortuna, ha de ser/ con prudencia y con templanza". Opta por
el perdón y además generosamente, con
sacrificio personal, porque enamorado de Rosaura acepta que se case con
Astolfo, su rival. Puede que en Calderón mande una tradición teológica, la
cristiana, que liga la humanidad del ser humano al hecho de ser perdonado y,
consecuentemente, al deber de perdonar. En
el cristianismo la condición humana está marcada por un pecado de origen.
5.
Conclusión. A ese proceso que desencadena la memoria y que acaba en el perdón(10), podríamos llamarlo proceso de reconciliación
o de pacificación. ¿Tiene sentido este proceso en y para esta Colombia empeñada
en un histórico proceso de paz?
Ya hemos visto al principio cómo
muchos y avezados políticos -José Mújica, Slomo Benami, entre otros- no
estarían de acuerdo. La razón es que durante mucho tiempo este tipo de
conflictos se arreglaban así, canjeando paz por justicia. Nada inquietaba tanto
al Estado hobessiano como la existencia de un grupo armado que pusiera en
peligro la vida y hacienda de sus ciudadanos. Por el adiós a las armas estaba
ese Estado dispuesto a todo: a la amnistía de los delitos y a la oferta de
medios materiales para la reinserción social de los violentos. Pues bien, esto
que siempre ha sido así, ya no es posible porque han aparecido las víctimas.
¿Por qué es tan importante para la
paz la justicia de las víctimas y, por tanto, el consiguiente proceso que hemos
aquí descrito? Porque si queremos una sociedad en paz hay que tomarse muy en
serio la violencia sufrida. Si basta dejar de matar para que todo se olvide,
¿qué impide volver a matar si basta dejar de matar para que todo se olvide?
Y si hay víctimas, hay victimarios.
Si es ya evidente la centralidad de la víctima en el proceso de pacificación,
también deberíamos subrayar la importancia de la recuperación del victimario, a
condición de que entiendan que el crimen político no sólo es un delito sino que
además genera una culpa moral que hay que elaborar. Elaborar la culpa moral
significa reconocer que matar a alguien no es defender una idea por muy
revolucionaria que sea, sino un crimen que no sólo causa daño en el otro sino
que también deshumaniza al autor del mismo. Si en algún momento ese autor
criminal quiere reincorporarse al mundo humano, tiene que reconocer la
autoridad de la víctima para su propio saneamiento, es decir, tiene que desear
que ojalá aquello no hubiera sucedido (es lo que podríamos llamar
arrepentimiento). De ahí a solicitar a la víctima una segunda oportunidad para
demostrar que él, el asesino, puede ser de otra manera, no hay más que un paso
(que podríamos llamar solicitud de perdón). A través de este proceso se produce
ese “cambio interior” que convierte al victimario en un sujeto moral listo para
hacerse presente con voz propia en la nueva sociedad. Si insisto tanto en la
importancia de la recuperación del victimario es porque quienes estamos "fuera" de los puntos
calientes de la violencia, tendemos a identificarnos con las víctimas, con el
peligro de llegar a pensar que ese campo es el nuestro, porque jamás podríamos
estar en el otro, en el de los violentos. Deberíamos entonces pensar que el
dolor del otro es sagrado y que lo que el otro, la víctima, pide no es que la
compadezcamos sino justicia. La mejor contribución nuestra a esa demanda es
preguntarnos por nuestra propia responsabilidad. También nosotros tendríamos
que elaborar la culpa, como el victimario. Javier Muguerza da un paso más al
recordar que hay que hacerse cargo de la figura del verdugo porque cualquiera de nosotros puede, además
de sufrir la violencia, ejercerla(11).
La paz no es por consiguiente una
partida de buenos y malos. Todos tenemos responsabilidades adquiridas: los
victimarios, en primer lugar, por ser los autores directos de daños
irreversibles. Pero también el Estado que generó o amparó una injusticia social
que desencadenó la violencia, por no hablar de los crímenes de Estado. Y
también la sociedad, una parte de la cual jaleó a los violentos, mientras otra
parte miraba hacia otro lado. Responsabilidad igualmente de los intelectuales
que renunciaron de hecho al deber de pensar su tiempo.
Plantear una paz basada en la
justicia es tanto como hablar de un nuevo comienzo. El nuevo comienzo es un
gesto político de enorme calado moral pues nace de la conciencia de culpa y se
proyecta sobre el futuro. Se lo debemos a las viejas generaciones que sufrieron
la injusticia y han sido olvidadas y se lo debemos a las nuevas generaciones, a
las mismas a las que se dirigía Manuel Azaña en su discurso del 18 de julio del
1938, pidiendo "paz, piedad, perdón"(12). Les/nos
pedía que optemos por vivir en paz, pero no a cualquier precio, sino desde la
compasión y el perdón. La compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento
ajeno más que en el nuestro. Y también habla de perdón porque quien recurre a la muerte para resolver
un conflicto en una sociedad democrática, siembra el mundo de sufrimiento y
queda marcado. Tengamos en cuenta que Azaña reconoce a los combatientes de la
Guerra Civil la grandeza de héroes. Pues bien, incluso esos, los héroes, son
culpable y tienen que pedir perdón.
Decía
Hölderlin que “cuando hay peligro, crece la salvación”. Los más de cinco
millones de víctimas que ha causado la violencia en este país han puesto a este
país al borde del precipicio porque no se mata impunemente. Es mucho lo que
muere en humanidad cuando se asesina de este modo. Pero en ese momento de mayor
peligro, crecen también las posibilidades de salvación, siempre y cuando
sepamos traducir la experiencia de sufrimiento en sabiduría de vida. Exagerando
un tanto se podría decir que lo peor que le podría ocurrir a este país es que
cesaran las armas y todo siguiera el mismo curso. Es como si todo el
sufrimiento vivido fuera en vano.
He
empezado este discurso recogiendo las palabra de José Mújica invitando a
desligar el tema de la paz del de la justicia. En esa misma entrevista decía
que pensaba ir de Madrid a Roma, a visitar a su vecino, al Papa argentino. Una
buena ocasión para que el sucesor de Juan XXIII le regale un ejemplar de su
encíclica Pacem in Terris donde se
puede leer esto: "Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde
sobre un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la
justicia, sustentado y henchido por la caridad y finalmente, realizado bajo los
auspicios de la libertad" (nº 167 de la Pacem in Terris). Ya no es posible canjear
paz por justicia.
Reyes
Mate (*Intervención en el XV Congreso Internacional de Filosofía Latinoamericana
"Diálogos sobre memoria, justicia y utopía", Colombia, julio 2013)
NOTAS:
(1)
Slomo Benami "¡Basta ya de criticar a Sharon!", artículo de opinión publicado en El Periódico de Catalunya, el 25 de
febrero del 2005, p. 9.
(2)
Hegel, 1970, Werke II, 35 (traducción de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones sobre filosofía de la historia
universal, Alianza, Madrid, 144.
(3)
Hegel, 2005, Lecciones sobre la Filosofía
de la Historia
Universal (traducción de José Gaos), Tecnos, Madrid, 168.
(4)
Reconozco que no siempre se consigue entender así las cosas. No hay más que ver
el espectáculo de las memorias de las víctimas en Berlín: colosal el monumento
dedicado a la memoria de las víctimas judías; desangelado, el de los
homosexuales y apartado (dentro de una gran dignidad) el de los gitanos.
(5)
Cuando el filósofo y superviviente Jean Améry reflexiona críticamente sobre
Auschwitz se remite a una razón ilustrada, ciertamente, pero "consciente
de los límites de la ratio",
Jean Améry, 2001, Más allá de la culpa y
de la expiación, Pre-Textos, Valencia, 45.
(6)
Sobre "el gesto intelectual de Las Casas", remito a Reyes Mate, 2011,
Tratado de la injusticia, Anthropos,
Barcelona, 298-301.
(7) "En el momento en que el criminal
siente la destrucción de su propia vida (al sufrir el castigo) o se reconoce
como destruido (en la mala conciencia), comienza el efecto de su destino, y
este sentimiento de la vida destruida tiene que transformarse en un anhelo por
lo perdido. Lo que se siente como carencia (la vida destruida del otro), se
reconoce como una parte de si mismo, como aquello que debiera haber estado en
él y no está. Este hueco no es un no-ser, sino la vida reconocida y sentida
como lo que no está" (Hegel, 1978, 323).
(8) Ni Jean Améry ni Primo Levi estaban por el perdón
aunque por razones diferentes. Al primero le interesaba el decurso de la
historia, sobre todo la alemana, que fluía feliz sin memoria de su pasado.
Perdonar para Améry era ratificar ese proceso, algo que él, una víctima del
pasado alemán, no podía permitirse. El reivindicaba la herida personal como un
recuerdo constante de la historia que fue y que estaba a punto de ser olvidada.
Su negativa de perdón era una forma de moralizar la historia. A Levi no era la
historia alemana lo que le preocupaba sino su propia experiencia. La historia
de Alemania, como la de todos los países, fluía imparable movida por mecanismos
casi-naturales. Otra cosa era la suya propia, la de las víctimas, condenadas a
ver todo desde Auschwitz. Levi se negaba a ver su vida como una secuencia de lo
vivido, como un re-sentimiento. Quería vivir un tiempo nuevo y sabía que para
conseguirlo su futuro no podía estar determinado por el verdugo, por el pasado,
por la experiencia del campo. El quería elaborar o moralizar su memoria. ¿Cabía
ahí el perdón? No, porque eso, a los ojos de Levi significaba borrar la culpa y
uno sabe “que ningún acto humano puede borrar la culpa”. Levi tenía un sentido
muy católico de la culpa pero ¿y si la culpa significaba conciencia del daño
que uno hace al otro y que consecuentemente se hace a sí mismo? ¿y si el perdón
significa no borrar la culpa sino conciencia de la dependencia del verdugo
respecto a la vida arrebatada y deseo de esa vida para poder vivir él mismo?
Curiosamente, Levi nunca pudo librarse del verdugo y a él dedicó, en buena
parte, el concepto de “zona gris” que busca adivinar entre los verdugos un
rostro humano. Cuando comenta la obra de Langbein, Uomini ad Auschwitz, valora como
gesto moral su intento de ver a los alemanes como hombres y no como
monstruos. Quizá el perdón, así comprendido, no estaba lejos de su preocupación
por moralizar la memoria.
(9)
Sobresaliente testimonio de Carmen Hernández, viuda de Jesús María Pedrosa,
concejal del Partido Popular de Durango, asesinado por ETA el 4 de junio del
2000. Dice ahí: "el perdón no es una obligación, no es olvido, no es una
expresión de superioridad moral ni es una renuncia al derecho. El perdón es un
acto liberador. Perdonar es ir más allá de la justicia. Esforzarnos en plantear
el perdón, es proponerlo y hablar de él es invitar a ser cada vez más
persona", en "La reconciliación. Más allá de la justicia", en Cuadernos Cristianisme i Justicia, 122
(diciembre 2003).
(10)
"El perdón es una forma de curación de la memoria, la terminación de su
duelo; liberado el peso de la deuda, la memoria es liberada para los grandes proyectos.
El perdón da un futuro a la memoria", P. Ricoeur, 1995, Lo justo, Barcelona, Caparrós, 195-6.
(11)
Muguerza, J., 2003, "La no violencia como utopía", en Mardones-Mate, La ética ante las víctimas, Anthropos,
Barcelona. Dice el autor: "aún si éticamente hay que tomar partido por las
víctimas, ello no nos autoriza a identificarnos con las víctimas como si sólo
fuéramos capaces de padecer la violencia histórica y no también ejercerla"
24. Sólo así conseguiríamos que esa identificación con la víctima no sea una
cómoda forma de eludir nuestras responsabilidades con respecto a la violencia
pasada o respecto a la lucha contra la violencia presente.
(12)
Decía Azaña: "es obligación moral
sacar de la musa del escarmiento el mayor bien posible. Y cuando la antorcha
pase a otras generaciones, piensen en los muertos y escuchen su lección: esos
hombres han caído por un ideal grandioso y ahora que ya no tienen odio ni
rencor, nos envían el mensaje de la patria que dice a todos sus hijos: paz,
piedad, perdón".