Las asociaciones de víctimas, al
dejar solo al Presidente del Partido Popular, Pablo Casado, en sus críticas al
traslado de dos etarras, han desactivado la funesta manía de utilizar
partidariamente lo tocante al terrorismo, pero no la pregunta de qué hacer con
los presos de Eta.
Porque ciertamente no son presos
comunes que hayan infringido este o aquel artículo del código penal sino condenados
por delitos con un alto valor simbólico y político. Representan en efecto un
modo de entender la patria que les llevaba a matar, secuestrar, extorsionar y
amenazar a todo lo que supusiera un obstáculo. Ese modo de entender la lucha
política les ha marcado a ellos y también a la sociedad vasca. Como es mucho lo
que muere cuando se mata, la sociedad vasca ha quedado dividida entre los que
celebraban las muertes y los que lloraban a sus muertos, y, también empobrecida
física y moralmente. Si se pudiera contabilizar la cantidad de amistades rotas,
de verdad sacrificada, de justicia ajusticiada, de religión manipulada, de
represión de buenos sentimientos, de transformación de afectos compasivos en
otros de odio, de claudicación de argumentos racionales a manos de simplezas
pasionales, nos daríamos cuenta de la deshumanización y del envilecimiento que
acarrea la violencia terrorista.
Pues bien, todos esos daños personales
y sociales, cuyo epicentro es el agente terrorista, no pueden ser superados sin
él, sin su participación activa. Por eso a la pregunta de qué hacer con los
presos de Eta, habría que decir: todo aquello que, sin caer en la impunidad,
favorezca la respuesta a los daños causados y, por tanto, ponga las bases de
una nueva convivencia superior a aquella otra que favoreció la aparición del
terrorismo.
Lo primero que habría que hacer es
decirles a esos presos que son importantes para el futuro. El futuro de la
"patria" vasca por la que tan inútil como perniciosamente lucharon
está de alguna manera en el pasado. Sólo haciéndose responsables de ese pasado
violento, se podrá cancelar un tiempo e inaugurar otro, distinto.
Los presos de Eta deberían, en
segundo lugar, preguntarse quienes son ahora sus amigos o, dicho de otra
manera, hacia qué orilla salvadora dirigir sus esfuerzos. Nada bueno les espera
del entorno abertzale que un día les jaleó y hoy les ven como un problema.
¿Cómo explicarse si no que Sortu repudie hoy la violencia que ellos aplicaron?
Afirmar que la violencia anterior sí estaba justificada pero que hoy no tiene
sentido -siendo así que ninguno de sus sueños mesiánicos ha tenido lugar-es una
forma de decir que aquello fue un error y que mejor no meneallo. Podrán
interesarse por su suerte personal pero a sabiendas de que políticamente están
amortizados.
Los verdaderos aliados de los presos
de Eta se encuentran paradójicamente en esa sociedad que ellos combatieron pero
que ahora les necesita. Les necesita, en primer lugar, para conocer la verdad
de muchas víctimas cuyo final se ignora. Su información puede permitir a los
familiares ese gesto piadoso, tan genuinamente humano, de enterrar dignamente a
los muertos, además de hacer justicia, identificando a los asesinos. Les
necesita, en segundo lugar, para no repetir la historia. Es verdad que Eta se
acabó porque fue derrotada por el Estado de Derecho, pero para acabar de una
vez por todas con la tentación de recurrir a la violencia para lograr objetivos
políticos, es fundamental que quien ya hizo la experiencia terrorista reconozca
que la violencia además de inútil es deshumanizora. Sabemos cómo el terror saca
lo peor del entorno, pero lo que el terrorista sabe por experiencia es que la
violencia agosta su propia humanidad. Al destruir gratuitamente la vida de
otros no avanza un milímetro en la liberación de su pueblo sino que siente cómo
se la va de las manos el sentido de su vida. Les necesita finalmente para
reconocer la autoridad de las víctimas. Nada explica mejor la humillación de
las víctimas que la reacción "algo habrá hecho" que deja caer hasta
el bienpensante. Frente a esa simpleza está el saber del preso que ha cometido
un crimen y es consciente de su deshumanización. Lo que ahora sabe es que sólo
puede salir del pozo si la víctima le tiende una mano. Pedir perdón es
solicitar a la víctima una segunda oportunidad para poder demostrarla que uno
es capaz de hacer el bien y no sólo daño. Reconocer públicamente esa autoridad,
buscando su perdón, es un momento de la justicia muy superior a cualquier
castigo.
Habría pues que insertar la política
de acercamiento de los presos, plenamente legal, en el contexto de búsqueda de
una forma de convivencia cualitativamente superior. Que en ese contexto se
hable de ayudar al restablecimiento de la verdad, de reconocimiento del daño
causado, de repudio de la violencia como instrumento político o que se proclame
la autoridad de la víctima no debería verse como obstáculos para la reinserción
sino como una oportunidad de los presos para hacerse valer, es decir, para
hacer socialmente sanadora una experiencia que fue mortal. Bueno es que la
política apueste por el futuro aunque no todos los políticos parecen estar por
ello.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 1 de
julio 2018)