La exhumación y traslado de los
restos de Francisco Franco del Valle de los Caídos a algún destino familiar
parece ser parte de un proyecto más ambicioso como sería la aprobación de una
nueva Ley de la Memoria Histórica que corrigiera y completara la de 2007.
Razones para una nueva ley las hay y
de peso: declarar la nulidad de los juicios franquistas o que sea el Estado quien
se encargue de la identificación de los desaparecidos, por ejemplo. El problema
es si todos esos añadidos contribuyen o no al objetivo primordial de una ley
cuyo epicentro sea la memoria de un desastre colectivo como fue la Guerra Civil
y sus secuelas. El problema de fondo no es lo que falta para honrar a las
víctimas que perdieron la guerra y tuvieron que padecer la dictadura –que es
mucho ciertamente- sino la realización de lo que implica la memoria de ese
pasado.
Lo que no podemos perder de vista es
que la memoria tiene sus propias exigencias. Una ley de memoria histórica al
algo más y algo distinto que una ley de justicia histórica. El deber de memoria,
en efecto, está íntimamente unido a la idea de no repetición. Por supuesto que
no podemos perder de vista la justicia a las víctimas, pero la memoria
histórica pone el acento en pensar de otra manera todo aquello que conforma eso
que llamamos historia (la política, el derecho, la ética, la educación, la
religión etc.) para hacerla de otra forma. Acordarse es repensar.
Lo que esto quiere decir es que el
objetivo de la memoria histórica es doble: la justicia y la reconciliación o
paz. Son objetivos distintos y sólo compatibles si tenemos en cuenta, en primer
lugar, que hubo víctimas en ambos lados de la contienda y todas merecen nuestra
consideración y respeto. Tan víctima es la religiosa asesinada por ser
religiosa que el maestro republicano por ser socialista. La memoria histórica
tiene que ser inclusiva de suerte que quien entienda a una víctima entienda
todas. En segundo lugar, no podemos perder de vista que el objetivo de la
memoria es la no repetición de la barbarie. El nunca más. Para lograrlo hay que
poner fin a un modo de hacer las cosas que llevó a la guerra fratricida. No
existe una fórmula mágica para acabar con el inveterado cainismo español del que
la Guerra Civil sólo ha sido un episodio más. Pero deberíamos tomar en
consideración la sorprendente propuesta que elaboró Hanna Arendt con este fin: para
romper la cadena que nos ata a la malvivencia: el mejor recurso es el perdón.
Del perdón se habla mucho en ética y en religión. Aquí tiene otro sentido. La
virtud política del perdón tiene el poder de acabar con la letal querencia
cainita porque rompe la lógica acción-reacción. El que perdona políticamente se
niega a tomar decisiones motivadas por una acción previa lesiva: si el
franquismo honró a sus víctimas, pues nosotros a las nuestras. El que perdona
renuncia a ajustar cuentas, es decir, interrumpe la lógica de la historia, por
eso abre un nuevo tiempo. Hay una diferencia entre justicia y perdón: la justicia
-por algo se la representa como una balanza- busca el equilibrio entre el daño
y la reparación. El perdón aparece cuando los daños son irreparables. Entonces,
cuando el equilibrio es imposible, lo que se propone es, desde la memoria de lo
irreparable, evitar que el daño se repita.
El destino que se dé al Valle de los
Caídos puede ser un buen ejemplo de lo que significa esta memoria inclusiva.
Creado como monumento funerario para “los mártires de la Cruzada” ¿por qué no
transformarle en un espacio de memorias compartidas donde poder honrar a todas
las víctimas, reflexionar sobre nuestra historia cainita y proponerse otra
forma de convivencia? El Valle es un lugar apropiado para esa función porque de
los 33.000 allí enterrados, más de un tercio son republicanos. Y casi todos
comparten, según solventes informes forenses, la desgracia de ser técnicamente
inidentificables. La condición excepcional del Valle es que las circunstancias
obligan a que estén juntos los restos de combatientes enfrentados: ¿por qué no
partir de ahí para que unos y otros meditemos sobre la malvivencia pasada y la
convivencia futura?
Bien haría esa posible nueva ley
inspirarse en el discurso de Manuel Azaña, 18 de julio de 1938, donde se nos
pide a nosotros, las generaciones posteriores, que cuando recordemos (y nos
propongamos hacer una ley como la que nos ocupa), escuchemos “el mensaje de la patria que dice a todos sus
hijos: paz, piedad, perdón". El objetivo es la paz, desde la compasión y mediante el perdón.
La compasión nos invita a fijarnos en el sufrimiento ajeno más que en el
nuestro. Y algo más: justo en el momento en que la Iglesia llama a las armas y
bautiza el fratricidio de cruzada, Azaña, el político tan denostado por
anticlerical, habla de perdón que al día de hoy sólo es posible si se dan dos
supuestos: que la memoria de la ley sea inclusiva, mostrando así la generosidad
que caracteriza a la democracia, y que el vencedor de antaño deponga la actitud
arrogante propia de quien no ha tomado conciencia del dolor causado. La memoria
histórica, que no está contra nadie, sí exige, para ser efectiva, un cambio en
la forma de vernos y de ver al otro.
Reyes
Mate, El Norte de Castilla,
7 de julio 2018.