Primo Levi, el judío italiano de
origen sefardí que sobrevivió al campo de exterminio, hubiera cumplido ahora
cien años de no haberse suicidado con 67.
Testigos del holocausto hay muchos
pero ninguno como él en precisión y profundidad, de ahí su insuperable
credibilidad. Huía de todo exceso retórico y de toda explotación emocional
porque entendía que el papel del testigo es suministrar información al
interlocutor teniendo en cuenta sus capacidades de comprensión. Se abstenía de
juzgar porque él era testigo, no juez y "los jueces sois vosotros",
decía a sus lectores u oyentes.
No se sentía con capacidad de juzgar
porque no sabía qué hubiera hecho él si hubiera estado en las circunstancias de
los verdugos. Y, sobre todo, porque estaba de acuerdo con el Dostoievski de Los Hermanos Karamavoz cuando decía, por
boca del santón Zosima, que si todos, también los jueces, hubiéramos obrado
bien, no habríamos dado lugar a la delincuencia de los demás. Levi ni se sentía
juez ni quería empatía con su desgracia. Prefería que el interlocutor se
preguntara por lo que le pudiera unir al verdugo y que hiciera el esfuerzo de
romper esa complicidad.
Bajo esa capa de moderación era
mucho lo que decía de sí mismo y mucho lo que exigía a los demás. Para empezar,
nada de victimismo. Los supervivientes no eran ni santos ni héroes: "nos
salvamos los peores", decía. La heroicidad o la dignidad sólo son posible
mantenerlas "si no se rebasa un grado determinado de tortura". Y en
los campos ese umbral fue sistemática superado. Por eso, prosigue, en Auschwitz
murió un tipo de moral, que es el nuestro, y nació otro. Murió la ética de la
buena conciencia según la cual ser bueno consistiría en seguir los dictados de
la conciencia. Buena conciencia tenían los nazis y eran seres perversos. Levi tuvo
el arrojo de proclamar la muerte de esa moral burguesa y anunciar el nacimiento
de otra nueva que es la que queda indicada en el título de su gran obra
testimonial Si esto es un hombre. Ser
bueno consistirá en hacerse cargo de ese otro que se nos presenta con un rostro
desfigurado y deshumanizado por las lacras de la miseria. La ética no sale de
uno ni tiene que ver con buenos sentimientos. Es, por el contrario, la
respuesta a una pregunta que nos hace el que sufre. No nacemos seres humanos ni
dotados de una dignidad inalienable. La humanidad y la dignidad se conquistan,
más bien, respondiendo a la pregunta del otro. Evidentemente nadie le hizo
caso. Ni en la aulas de filosofía moral donde se sigue predicando la ética de
siempre, ni en la vida política que trata al pobre, sobre todo si es negro o
moro, como un intruso al que le damos con la puerta en las narices.
Le espantaba la ligereza con la que
nosotros manejamos las piezas con las que se construye un campo: "basta,
decía, considerar al diferente como un enemigo. Y, claro, con el enemigo hay
que acabar". Así se fabrica una fábrica de muerte. Lo que entonces pasa es
lo que él quiso contarnos con poco éxito.