El último tercio de los ochenta ha
supuesto la invasión del pensamiento
postmoderno. Que sea il pensiero
debole italiano, o la
postmodernité francesa o el neopragmatismo
americano, por no citar a las corrientes antimetafisicas del Viejo
Mundo o al pensamiento neoconservador del Nuevo, todos coinciden en señalar el
fracaso del sueño ilustrado entendido como la organización racional -y por
tanto universal- de la sociedad en todos sus ámbitos, fundamentalmente el
científico, el ético y el político.
Ahora parece estar definitivamente
claro que no hay "razón unificadora" que valga sino "discursos
fragmentarios"; no hay ética solidaria sino por el contrario morales del
egoísmo o del amor propio y la política es
definitivamente una estrategia de poder.
Hay que reconocer que este triunfo
del pensamiento postilustrado ha sido conseguido en dura lid contra
quienes no ceden en el empeño de reanimar una Ilustración que aunque frustrada
en el logro de sus grandes objetivos tiene, sin embargo, la suficiente energía interior
como para surgir de sus propias cenizas. Y hablan de una segunda ilustración
o de una crítica ilustrada de la Ilustración. En este sentido hemos
asistido en la década de los ochenta a la publicación de hercúleos intentos por
salvar la herencia cultural europea por excelencia, esto es, la Ilustración. La
obra emblemática de esta resistencia a la liquidación por derribo es "La teoría de la acción comunicativa"
de Habermas. Habermas es el penúltimo representante de una tradición de resistencia
contra la barbarie ideológica, cuajada entre las dos guerras, y que asistió
impotente a la traducción política de sus negros presagios ideológicos. Poco
pudieron frente al triunfo de la cultura oscurantista y antiilustrada que
desembocó en la locura nacionalsocialista. Pese a su efímero resurgimiento en
el mayo del 68, los últimos epígonos de esa minoritaria cultura de
resistencia han tenido que asistir resignados a la proclamación reciente de
Heidegger como "el pensador más importante del siglo XX". Heidegger
que si es el más grande es desde luego el más grande de los antiilustrados.
Para que no hubiera duda sobre el curso
de las ideas, un acontecimiento periodístico, pero de innegables consecuencias
teóricas, ha venido a sancionar el estado de postración de la Ilustración y la
buena salud de sus enterradores: el artículo de Francis Fukuyama (un alto cargo
del Departamento de Estado USA) El fin de
la historia. No es un artículo más. El impresionante eco que ha recibido en
todos las partes del mundo demuestra que ha sabido expresar una sensibilidad
general existente. Seguro que el interés de sus amos habrá ayudado en el éxito.
Pero hay que reconocer que hay más que estrategia ideológica americana.
Fukuyama echa mano de argumentos políticos para señalar el triunfo de una tesis
tan filosófica como el fin de la historia. Dice, en efecto, que el
fracaso del comunismo, el agostamiento de la socialdemocracia y la desaparición
del anarquismo lo que vienen a demostrar es el éxito del liberalismo. La
humanidad por fin ha encontrado la fórmula política ideal. Bien es verdad que
no todos los países disfrutan todavía de la democracia liberal. No importa. La
fórmula ya está descubierta. Eso es lo importante. El resto, su
universalización, es cuestión de tiempo.
En la respuesta a sus críticos,
Fukuyama recuerda que él no es tan original. Sólo repite una tesis del
mismísimo Hegel. Pero habría que recordar a Fukuyama que Hegel define
efectivamente a la historia como "progreso en la conciencia de la
libertad". Y que si Hegel vió en la Revolución Francesa la realización de
la historia fue porque entendió que con ese acontecimiento se hacía historia
esa definición, es decir, se institucionalizaba la libertad. ¿Acababa con eso la historia?, ¿terminaba con
la Revolución Francesa el desarrollo de la libertad en la conciencia de los
pueblos? Mejor que andarse con citas es asomarse al interior del Estado
hegeliano que institucionaliza la libertad de todos. Ese interior es un febril
mundo de relaciones entre la "bürgerliche Gesellschaft" (sabido es
que en alemán el término significa tanto "sociedad civil" como
"sociedad burguesa") y el Estado. Lo que se ventila en esas relaciones
es el concepto ética política: ¿en qué consiste ese concepto público y
globalizador de ética? ¿Quién lo representa? Hegel sabe que está manejando dos
mundo -el del Estado y el de la sociedad- con intereses enfrentados y con una
dinámica moral opuesta. El que él privilegie al Estado no significa que alcance
una paz estable. Hegel que tuvo la genialidad de plantear el tema de la
historia o de la ética tratando de hacer justicia a la tradición y a la
Modernidad, supo que su oferta de conciliación era inestable. La historia
seguía abierta al juego de las dinámicas de la sociedad y del Estado. Hegel
nunca entendió la democracia (era el gran reproche de Marx, aunque éste tampoco
entendió la libertad negativa de la sociedad civil y produjo un extraño
híbrido de anarquismo teórico y estatalismo práctico) pero nadie como él valoró
la importancia política de la sociedad civil. A Hegel se le puede reprochar una
querencia a conciliarse con el presente. Eso no es mandar al paro a la
historia. Marx fue un hegeliano consecuente.
Hubiera hecho mejor Fukuyama en
apoyarse en Nietzsche. Lo que él llama fin de la historia es un concepto
cultural que expresa claramente Nietzsche, el crítico radical de la
Ilustración. Nietzsche sí que liquida la historia sustituyéndola por el mito
del eterno retorno; la historia no tiene ningún valor normativo, nada se puede
ni se debe aprender de la experiencia; hay que procurar que los acontecimientos
sean la manifestación de la voluntad de poder (hay que entender el mito del
eterno retorno, como quería Heidegger, desde el mito del superhombre...).
No hay historia, ni sujeto, ni lenguaje: hay mitos, antropocentrismos y metáforas.
El ideal del hombre es el ser apático, sin recuerdos. Una máquina perfecta
(¿también máquina perfecta de ganar dinero? Acabo de oír a Mario Conde en el
programa La luna. A la pregunta ¿qué
hacer para triunfar? responde con un recuerdo de su padre quien un buen día le
mandó leer y trabajar, esto decía "mientras ponía en mis manos un
libro con el título Así habló Zaratustra.
No podía tener mejores principios morales). Lo que Fukuyama llama fin de la
historia se parece mucho a la estampa cultural que Nietzsche anunció con la
"muerte del hombre"
Fukuyama -y con él la crítica
postmoderna a la Ilustración- hubiera representado modélicamente la decena
pasada si esta no hubiera contado con Gorbachov. Lo que ha ocurrido en el Este
es un cuestionamiento radical de la tesis antiilustrada. Veamos.
Toda la rebelión popular del Este ha
puesto en evidencia el fin de algunas historias y el principio de otras. Se ha
puesto en evidencia la profunda injusticia e irracionalidad de las consecuencias
de la II Guerra Mundial. El pueblo del Este ha sido víctima de una doble
injusticia: de su sistema y del nuestro. Aquel les sumió en la dictadura y éste
en la miseria (el espectáculo del pueblo rumano con hambre y frío para ahorrar
y pagar la deuda externa, es todo un símbolo). Eso no se puede llamar fin de
la historia. Eso es el fracaso de una cultura oscurantista y nacionalista
que llevó a la II Guerra Mundial y de otra, la de los vencedores, que reducen
la política a poder. En segundo lugar, el triunfo de la subjetividad. Todas
esas proclamas de la muerte del sujeto a manos del estructuralismo, de la
teoría de los sistemas (anunciada por
Nietzsche y celebrada por la postmodernidad...), se han desmoronado de la noche
a la mañana ante el espectáculo de multitud de pueblos que se han puesto en
marcha hacia la libertad en contra de la lógica de las teorías. Finalmente, la
persistencia de la historia entendida como "progreso en la conciencia de
la libertad". Bien es verdad que el motor de la misma no es la vieja
política (dialéctica de Bloques, pugnas entre sistemas políticos rivales, etc.)
sino algo que tiene que ver más con la ética política: enfrentamiento entre
sistemas y ciudadanos, valores civiles contra estrategias políticas, vida
contra muerte, etc. Esas tres notas son una negación flagrante de la tesis
"fin de la historia" y de la ideología de la postmodernidad. Europa,
subjetividad e historia son por supuesto valores amenazados y que pueden
resolverse políticamente en un nuevo sistema a medio camino entre el consumismo
y el derecho a votos. Está por ver. Lo que sí se puede decir ya es que esos
tres postulados no emergen en absoluto de la tesis fin de la historia ni
avalan la autocomplacencia del "discurso fragmentario". Todo lo
contrario.
El problema realmente acuciante es
desde qué cultura se puede volver a pensar
Europa, cómo lograr una ética política que ensamble el principio
heredado de la comunidad y el principio moderno de la subjetividad. La cultura
europea ha sido víctima de una fatal alternativa: o politeísmo o monoteísmo.
Con este decir metafórico se quería expresar o bien una salida totalitaria en
la que el sujeto o la moralidad era sacrificado en el altar de la filosofía de
la historia o una salida egoísta que reconoce en teoría la igualdad de todos
pero que de hecho supone condenar al inferior a la miseria o al ultraje. Aristóteles
y la Modernidad, Hegel y Kant o, más genéricamente, comunitarismo e individualismo
son los desafíos que se plantean al futuro de Europa. La década de los ochenta
nos ha ofrecido algunos intentos y es fácil presumir que aparecerán otros.
Ahora bien, lo que ha ocurrido en los últimos tiempos es de tal significación
que ninguna hipótesis merece credibilidad si no hace suyo ese nuevo espíritu y
lo reflexiona. En eso la década de los noventa promete una originalidad teórica
desconocida.
Lo nuevo son las víctimas. Europa ha
hecho la experiencia de la incapacidad de pensar un concepto generoso de
universalidad. Antes de la guerra segregó metafísicamente a los judíos del
concepto de humanidad, mucho antes de mandarles a las cámaras de gas. Luego no
supo pensar universalmente el concepto liberal de hombre, por eso no quiso
saber lo que ocurría en Rumanía. Siempre hizo abstracción, a la hora de pensar
el destino del hombre occidental, de su otro yo, el que está en la América
Tercermundista. La política moderna sólo entiende la solidaridad respecto a los
más próximos. La razón pura y simple es que se ve la filosofía desde la
política y ésta es primero un mercado del voto y luego una técnica de poder (de
poder lograr sus objetivos).
Hay que invertir los términos, que
la cultura preceda a la política. Procede reconstruir el concepto de
universalidad en la razón y en la ética, para que haya política solidaria. Hay
que buscar un nuevo punto arquimédico. Está en medio de aquellos que sistemáticamente
han quedados marginados de supuestos conceptos universales: son "los sin
poder", las víctimas, los derechos de los débiles. Puede que con ellos no
se ganen las elecciones, pero en los derechos de las víctimas está la razón de
ser de la izquierda. Escribía recientemente Peter Glotz que el problema de la
izquierda es su "déficit filosófico": había abandonado el sentido
normativo de la historia y la universalidad ética. Lo del Este demuestra, sin
embargo, que sin esa solidaridad ontológica ni ellos tienen futuro ni tampoco
nosotros. El Este y el tercer Mundo necesitan ayuda económica del occidente
rico. Y Occidente, sobre todo la Europa rica occidental, tiene en ellos las
razones de una nueva identidad, la que subyacía al generoso ideal de la
Ilustración. Sólo cabe esperar, para la década de los noventa, que el
pensamiento, como el búho de Minerva emprenda el vuelo movido por el destino de
los hombres, un destino miserable para la mayoría mientras la minoría opulenta
y rica se engolfaba en vacíos conceptos de universalidad, en falsas referencias
a la ética y en desprecio de la solidaridad. La identidad de Europa está en la com-pasión
con las víctimas pues ellas son portadoras de la única universalidad rigurosa.
Reyes
Mate (El País, 15 de enero 1990)