Nadie duda de que el perdón es un acto íntimo pues habita el interior de la conciencia, pero ¿puede tener también una dimensión pública? No está nada claro.
En el Nuevo Testamento perdón es más
bien privado que público. Es como un diálogo intra- y, todo lo más, inter-personal.
Para poder hablar de una dimensión pública habría que dar dos pasos: ¿puede el
perdón abandonar el contexto religioso y medrar en el humus terrenal de la vida
mundana? Y, suponiendo que pueda ser un concepto secularizable, ¿cómo pasar de
lo íntimo a lo público?
Ejemplos de categorías políticas
extraídas de la religión, hay muchos. Conocida es la tesis de Carl Schmitt
cuando dice que no hay concepto político que no proceda de la teología. Las
teorías sociológicas de la secularización occidental, de Max Weber, y las
filosóficas que establecen una relación necesaria entre mito y logos, entre
religión y racionalidad, tal y como lo desarrolla Hegel, son bien conocidas.
Nada hay que hoy impida que un concepto religioso como el perdón acabe siendo
transformado en una virtud cívica. Uno de los casos más a mano para avalar esta
tesis es lo ocurrido con un concepto de recia raigambre teológica, como la
fraternidad, convertido en santo y seña de la Revolución Francesa. La fraternidad fue un concepto clave de la Revolución
Francesa porque lo que significaba era la extensión de la igualdad y de la
libertad al bajo pueblo, a la canalla, es decir, a los pobres que no tenían más
propiedad que su fuerza de trabajo. La
tercera divisa revolucionaria fue una propuesta de Robespierre, indignado por
una ley que pretendía excluir a los desposeídos de la Guardia Republicana. “Los
ricos”, decía, “han pretendido que sólo los propietarios son dignos del nombre
de ciudadano”. Para el tribuno los pobres también podían defender a la
República porque la revolución, en nombre de la fraternidad, elevaba al “pueblo
propiamente dicho” a la categoría de ciudadanos. Para el pueblo emanciparse era
hermanarse. Aquello era un gesto revolucionario habida cuenta del sometimiento
secular de esa gente al clero, a los nobles y a la burocracia de turno. Sin esa
tercera divisa la Revolución Francesa sólo hubiera alcanzado a la burguesía.
Bueno pues la fuente de esa divisa política era el cristianismo. De fraternidad
hablaba en efecto una revista tomista que estos “jacobinos” -llamados así
porque habían requisado para sus fines el convento dominico de Saint Jacques-
debían tener a mano en el convento ocupado, según cuenta Toni Domenech en El eclipse de la fraternidad.
Más complicado resulta explicar cómo
un concepto tan privado -o mejor, tan íntimo- puesto que se juega al interior
de la conciencia o en la relación de la conciencia con Dios, puede convertirse
en una categoría política. El ya citado Jacques Derrida puede ayudarnos.. El
distingue entre un tipo de perdón incondicionado y otro condicionado.
Perdón condicionado sería aquel que
es pedido por el ofensor o el victimario. Y que lo pide porque es consciente
del daño causado, es decir, lo pide porque está arrepentido y con propósito de
enmienda. Es el tipo de perdón en el que de alguna manera pensamos todos cuando hablamos de ello. Luego
está el perdón incondicionado, que se da aunque no se pida, ni haya
arrepentimiento. Más aún, se da ante crímenes enormes que en buena lógica
serían imperdonables. Para Derrida, el perdón es un don y no un intercambio. No
se “compra” perdón con arrepentimiento, por ejemplo. Entre el daño causado y el
perdón otorgado hay un abismo que sólo se cubre con gratuidad. Por eso dice, en
un exceso verbal, que “el perdón es de lo imperdonable”. Si hay perdón no puede
decir que lo perdonado sea imperdonable. Pero es una afirmación que visibiliza
la esencia del perdón que es la gratuidad porque es un don.
El
perdón incondicionado es íntimo porque es o bien intrapersonal o entre la
víctima y el victimario, mientras que el condicionado, puede ser público pues
afecta a la sociedad. Un crimen, por ejemplo, además de privar la vida a un ser
humano, empobrece y fractura a la sociedad, como hemos visto tantas veces en el
País Vasco con los crímenes de ETA. Pero no son incompatibles, sino
complementarios: sólo sabiendo que el perdón es un don gratuito, puede quien le
solicite poner todo de su parte para obtenerlo, a sabiendas de que no lo merece.
Esto aparecerá más claro si
analizamos en qué consiste el perdón. Sabemos que tiene por objetivo ofensas o
daños causados a otro. Lo que el perdón pretende no es borrarlos sino algo muy
distinto a lo que apuntamos con términos como “liberación”, “desatar” o “dejar
irse”. Es como si la acción causante de la ofensa nos “encadenara” o “atara”. Pero,
¿a qué? Una acción criminal convierte al autor del crimen en un “criminal”, es
decir, en un sujeto que va a ser visto como el autor de una acción sobre el que
va a recaer una reacción justiciera al menos proporcional al daño causado. Esa
reacción vuelve a atar al sujeto criminal al crimen cometido. “Liberarse” del
crimen consiste en desligar el acto criminal del sujeto de suerte que no se
reduzcan sus posibilidades a cometer crímenes. Quien convierte un crimen no es
ciertamente un criminal porque, como diría Santo Tomás, sigue siendo un sujeto
libre capaz, si encuentra motivos para
ello, de otro tipo de acciones. Puede en
efecto corregirse y convertirse en una buena persona. Perdonar es reconocer al
sujeto que somos descargándole del sobrepeso de la acción ofensora.
Este perdonar puede ser público si
la ofensa tiene una dimensión pública. El que mata a alguien, priva de la vida
a alguien pero además causa un daño social al fragmentar y empobrecer con la
pérdida a la misma sociedad. En ese caso perdonar significa intervenir de
alguna manera en la reconstrucción de la sociedad y, por tanto, en la historia
de ese pueblo. El perdón interviene como posibilidad en el mismo momento en que
nos propongamos hacer las cosas de otra manera para evitar que el mal se
repita. El cambio supone una novedad respecto al pasado luctuoso y esa relación
entre pasado y presente es el lugar de la memoria. Por eso puede decir Paul Ricoeur que “el
perdón es el futuro de la memoria”, es decir, sólo podemos hacer las cosas de
otro modo (eso es “futuro), si “dejamos irse” al modo pasado. “Dejar irse” (traducción
de perdón) significa referirse al pasado para liberarnos de él.
Sorprendente declaración pues lo
lógico sería pensar que la memoria del crimen donde realmente acaba es haciendo
justicia. La justicia y no la memoria zanja el pasado. Como no es eso lo que
decimos, conviene aclarar bien de qué memoria estamos hablando. De la memoria
en sentido fuerte, exigente. De esa memoria que se puso de manifiesto en
Auschwitz y que hoy llamamos “deber de memoria”.
El deber de memoria tiene fecha,
está datado: Auschwitz. Los supervivientes salen del campo con un mensaje: “nunca
más”; y un antídoto: la memoria. Es un
planteamiento extraño pues ¿cómo la frágil memoria puede ser el antídoto contra
la omnipotente barbarie?. A otros se le ocurrieron cosas más eficaces: estado
de bienestar, constitución democrática, educación en la tolerancia, más
policía, endurecer el código penal, prohibir los grupos pronazis, perseguir a
sus ideólogos Pero ellos, no. Podríamos
preguntarnos que por qué pero lo importante no es por qué lo plantearon así
sino que lo dijeron así. Primo Levi, sin embargo, da una pista de ese por qué.
Dice que "el acontecimiento (Auschwitz) es algo que trasciende la verdad
porque es inconmensurable al superar los esquemas racionales que manejamos”. Y
añade: “el acontecimiento es la verdad” en el sentido de que es el punto de
partida que nos lleva a la verdad; es lo que debe dar que pensar, por
eso hay que crear un nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho aunque no
hayamos sabido pensarlo (porque lo ocurrido fue literalmente impensable e
inimaginable).
Así nace el deber de memoria. Es la
propuesta de los supervivientes para hacer justicia a las víctimas y sobre todo
para que Auschwitz no se repita. Esta memoria que nos debe guiar a nosotros los que vivimos
después de aquel acontecimiento tan horroroso pero tan revelador, tiene como
tres momentos: en primer lugar es justicia en un doble sentido: porque no puede
haber memoria sin reparación de lo reparable; y también porque sin la memoria
de la injusticia, no hay justicia que valga. Cuántas injusticias yacen en las
cunetas porque nadie se acuerda de ellas. Es como si esas víctimas nunca
hubieran existido. Con razón decía Primo Levi a sus oyentes “los jueces sois
vosotros”. El oyente puede impartir justicia en el sentido de que puede
mantener viva y vigente la injusticia pasada dando testimonio de ella,
recordando. El segundo lugar, la memoria es verdad y esto no sólo porque
conocemos mucho del pasado gracias a la memoria de sus protagonistas sino,
sobre todo, porque el acontecimiento impensable desencadena un proceso de
reflexión que da pie a una estructura interpretativa que sería imposible sin la
fuerza fontanal del acontecimiento. Eso lo vieron bien los jueces del Juicio de
Nüremberg: el código penal conocía el crimen de guerra pero para acercarse a lo
que habían hechos los nazi hubo que inventarse una nueva figura jurídica: el
genocidio que es un crimen contra la humanidad. Falta aún el momento más
importante, que es el que nos acerca al perdón. Lo propio de la memoria es el
"nunca más", la no repetición, la interrupción, inaugurar un tiempo
nuevo. Sin esto lo demás no tendría sentido. Y esto es una paradoja porque,
como bien sabemos, la memoria tiende a la repetición. Nadie cultiva más la
memoria que el tradicionalismo y el tradicionalista lo que quiere es que nada
cambie, que todo siga igual. Pues no, la memoria de las víctimas lo que plantea
es el "nunca más". Y esto, como ya he apuntado, es la revelación que
nos hicieron los supervivientes de los campos de exterminio. Recordar para no
repetir.
Pero, ¿cómo se concreta esa relación
entre memoria y nuevo tiempo? ¿cómo se transforma la memoria en futuro, el
pasado en novedad? Se han intentado muchas respuesta a esta pregunta pero quizá
ninguna tan acertada como la que propone Hanna Arendt cuando dice: "la
forma de interrumpir la lógica letal que
nos ha llevado al desastre es el perdón". Reivindica el perdón como forma
de no repetición, como la forma eficaz del "nunca más", no por
razones morales ni por razones religiosas sino por razones lógicas. Porque ¿en
qué consiste la lógica del perdón? Ya lo hemos visto: en romper la cadena
acción-reacción. El que perdona no quiere hacer una propuesta que sea una
reacción a lo que ha sufrido o ha vivido. Se rompe la cadena causa-efecto. El
perdón es hacer historia ahora de una manera diferente a como se hizo en el
pasado. Es lo que garantiza que la historia no se repita.
Entenderemos mejor esa capacidad
innovadora del perdón si tenemos en cuenta que es gratuito pero no gratis. Es
gratuito porque siempre inmerecido, de ahí que sea tan difícil y excepcional.
Nada extraño que haya dominado el continuismo en la forma de hacer la historia.
Lo fácil es recurrir a la venganza y a esa forma civilizada de venganza que es
la justicia. Pero, hay que añadir enseguida, no es gratis. Exige del ofensor
que se enfrente a su acción y asuma sus responsabilidades. Y esto, no para
“merecer” el perdón sino para descubrir su necesidad.
A eso se refiere el duelo. No puede
haber perdón sin duelo tanto de la víctima como del victimario. El victimario u
ofensor tiene que reconocer el daño causado, pero como una pérdida, es decir,
como el abandono de una causa que en un momento le sedujo y con la que se
identificó. Los alemanes, por ejemplo, sólo pueden pasar de ser nazis a ser
demócratas si asumen que la derrota de Hitler, al que adoraban, fue una
pérdida, su propia pérdida; y el hitlerismo, que llenó el mundo de sufrimiento,
fue su causa. Sólo elaborando ese pasado pueden cambiar porque de lo contrario
seguirían siendo los mismos. Con razón se decía de los alemanes que en los años
sesenta no habían hecho duelo que seguían siendo igual de antisemitas,
anticomunistas y xenófobos que los de antes.
También, el duelo de las víctimas.
El duelo por el esposo, padre, familiar o amigo asesinado no debe ocuparse sólo
de elaborar el sufrimiento de la pérdida sino también los sentimientos de
venganza o de resentimiento que le puedan acompañar. “Dejar irse” a esos
sentimientos es liberarse de su sobrepeso y estar disponible para nuevas
vivencias y nuevos proyectos.
Este perdón es evidentemente
político porque transforma las experiencias personales en formas de hacer la
historia que nada tienen que ver con las pasadas que produjeron el daño. Y al
hablar de nuevas “formas de hacer historia” nos estamos refiriendo a cómo hacer
política, cómo articular la ética, cómo estructurar el derecho. Serían formas
que han pasado por el tamiz del perdón y, por lo tanto, muy conscientes de que
el daño y el sufrimiento -las víctimas- no pueden ser el precio de la acción, ni de la historia.