13/12/21

La dimensión política del perdón

             Nadie duda de que el perdón es un acto íntimo pues habita el interior de la conciencia, pero ¿puede tener también una dimensión pública? No está nada claro.

             Quienes se hacen esta pregunta reconocen de entrada que el perdón es una categoría eminentemente cristiana. Es lo que dicen filósofos como Jacques Derrida y Enmanuele Levinas o juristas como Gustavo Zagrebelsky, todos ellos judíos. No hay perdón en la antigüedad griega, por ejemplo, porque ahí el mal consiste en un desajuste cósmico al que sólo se responde restableciendo el equilibrio. Tampoco en el viejo judaísmo. Ahí se habla ciertamente de infidelidades del pueblo judío que se traducen en ruptura de la Alianza con Yahvé. La respuesta  consiste en una nueva Alianza que comprometa mejor a las partes. Pero no se habla de perdón porque no se individualiza el conflicto que es cosa del pueblo en su conjunto. Donde el perdón brilla es en el Nuevo Testamento. Y lo primero que se dice es que “sólo Dios perdona” quizá porque sólo él puede decir con fundamento lo que el ofensor “no sabe lo que hace”. Lo segundo, que el perdón supone un terremoto que conmueve la estructura de la personalidad del perdonado. El perdón no es gratis sino que obliga a reestructurar una personalidad que ha quedado afectado por la ofensa cometida por ese sujeto. Para designar ese momento hablamos de “arrepentimiento” o “conversión” o “desencadenamiento” o “liberación” todo para designar el perdón no como un acto que se vive pasivamente sino como una experiencia que re-estructura la personalidad. Finalmente, la habilitación del perdonado para perdonar. Recibir perdón conlleva disponibilidad para otorgarlo, incluyendo en ello la capacidad para perdonarse a sí mismo cuando la ofensa al otro es abrumadora (como por ejemplo en el caso de Judas). El discurso del perdón bebe de esta fuente y por eso Derrida habla de la “mundilatinización”. Es el cristianismo quien ha globalizado el interés actual por el perdón.

 1. ¿Cómo pasar del perdón privado al público?

            En el Nuevo Testamento perdón es más bien privado que público. Es como un diálogo intra- y, todo lo más, inter-personal. Para poder hablar de una dimensión pública habría que dar dos pasos: ¿puede el perdón abandonar el contexto religioso y medrar en el humus terrenal de la vida mundana? Y, suponiendo que pueda ser un concepto secularizable, ¿cómo pasar de lo íntimo a lo público?

            Ejemplos de categorías políticas extraídas de la religión, hay muchos. Conocida es la tesis de Carl Schmitt cuando dice que no hay concepto político que no proceda de la teología. Las teorías sociológicas de la secularización occidental, de Max Weber, y las filosóficas que establecen una relación necesaria entre mito y logos, entre religión y racionalidad, tal y como lo desarrolla Hegel, son bien conocidas. Nada hay que hoy impida que un concepto religioso como el perdón acabe siendo transformado en una virtud cívica. Uno de los casos más a mano para avalar esta tesis es lo ocurrido con un concepto de recia raigambre teológica, como la fraternidad, convertido en santo y seña de la Revolución Francesa. La fraternidad fue un concepto clave de la Revolución Francesa porque lo que significaba era la extensión de la igualdad y de la libertad al bajo pueblo, a la canalla, es decir, a los pobres que no tenían más propiedad que su fuerza de trabajo.  La tercera divisa revolucionaria fue una propuesta de Robespierre, indignado por una ley que pretendía excluir a los desposeídos de la Guardia Republicana. “Los ricos”, decía, “han pretendido que sólo los propietarios son dignos del nombre de ciudadano”. Para el tribuno los pobres también podían defender a la República porque la revolución, en nombre de la fraternidad, elevaba al “pueblo propiamente dicho” a la categoría de ciudadanos. Para el pueblo emanciparse era hermanarse. Aquello era un gesto revolucionario habida cuenta del sometimiento secular de esa gente al clero, a los nobles y a la burocracia de turno. Sin esa tercera divisa la Revolución Francesa sólo hubiera alcanzado a la burguesía. Bueno pues la fuente de esa divisa política era el cristianismo. De fraternidad hablaba en efecto una revista tomista que estos “jacobinos” -llamados así porque habían requisado para sus fines el convento dominico de Saint Jacques- debían tener a mano en el convento ocupado, según cuenta Toni Domenech en El eclipse de la fraternidad.

            Más complicado resulta explicar cómo un concepto tan privado -o mejor, tan íntimo- puesto que se juega al interior de la conciencia o en la relación de la conciencia con Dios, puede convertirse en una categoría política. El ya citado Jacques Derrida puede ayudarnos.. El distingue entre un tipo de perdón incondicionado y otro condicionado.

            Perdón condicionado sería aquel que es pedido por el ofensor o el victimario. Y que lo pide porque es consciente del daño causado, es decir, lo pide porque está arrepentido y con propósito de enmienda. Es el tipo de perdón en el que de alguna manera  pensamos todos cuando hablamos de ello. Luego está el perdón incondicionado, que se da aunque no se pida, ni haya arrepentimiento. Más aún, se da ante crímenes enormes que en buena lógica serían imperdonables. Para Derrida, el perdón es un don y no un intercambio. No se “compra” perdón con arrepentimiento, por ejemplo. Entre el daño causado y el perdón otorgado hay un abismo que sólo se cubre con gratuidad. Por eso dice, en un exceso verbal, que “el perdón es de lo imperdonable”. Si hay perdón no puede decir que lo perdonado sea imperdonable. Pero es una afirmación que visibiliza la esencia del perdón que es la gratuidad porque es un don.

          El perdón incondicionado es íntimo porque es o bien intrapersonal o entre la víctima y el victimario, mientras que el condicionado, puede ser público pues afecta a la sociedad. Un crimen, por ejemplo, además de privar la vida a un ser humano, empobrece y fractura a la sociedad, como hemos visto tantas veces en el País Vasco con los crímenes de ETA. Pero no son incompatibles, sino complementarios: sólo sabiendo que el perdón es un don gratuito, puede quien le solicite poner todo de su parte para obtenerlo, a sabiendas de que no lo merece.

            Esto aparecerá más claro si analizamos en qué consiste el perdón. Sabemos que tiene por objetivo ofensas o daños causados a otro. Lo que el perdón pretende no es borrarlos sino algo muy distinto a lo que apuntamos con términos como “liberación”, “desatar” o “dejar irse”. Es como si la acción causante de la ofensa nos “encadenara” o “atara”. Pero, ¿a qué? Una acción criminal convierte al autor del crimen en un “criminal”, es decir, en un sujeto que va a ser visto como el autor de una acción sobre el que va a recaer una reacción justiciera al menos proporcional al daño causado. Esa reacción vuelve a atar al sujeto criminal al crimen cometido. “Liberarse” del crimen consiste en desligar el acto criminal del sujeto de suerte que no se reduzcan sus posibilidades a cometer crímenes. Quien convierte un crimen no es ciertamente un criminal porque, como diría Santo Tomás, sigue siendo un sujeto libre capaz, si encuentra  motivos para ello,  de otro tipo de acciones. Puede en efecto corregirse y convertirse en una buena persona. Perdonar es reconocer al sujeto que somos descargándole del sobrepeso de la acción ofensora.

 2. El perdón, futuro de la memoria

            Este perdonar puede ser público si la ofensa tiene una dimensión pública. El que mata a alguien, priva de la vida a alguien pero además causa un daño social al fragmentar y empobrecer con la pérdida a la misma sociedad. En ese caso perdonar significa intervenir de alguna manera en la reconstrucción de la sociedad y, por tanto, en la historia de ese pueblo. El perdón interviene como posibilidad en el mismo momento en que nos propongamos hacer las cosas de otra manera para evitar que el mal se repita. El cambio supone una novedad respecto al pasado luctuoso y esa relación entre pasado y presente es el lugar de la memoria.  Por eso puede decir Paul Ricoeur que “el perdón es el futuro de la memoria”, es decir, sólo podemos hacer las cosas de otro modo (eso es “futuro), si “dejamos irse” al modo pasado. “Dejar irse” (traducción de perdón) significa referirse al pasado para liberarnos de él.

            Sorprendente declaración pues lo lógico sería pensar que la memoria del crimen donde realmente acaba es haciendo justicia. La justicia y no la memoria zanja el pasado. Como no es eso lo que decimos, conviene aclarar bien de qué memoria estamos hablando. De la memoria en sentido fuerte, exigente. De esa memoria que se puso de manifiesto en Auschwitz y que hoy llamamos “deber de memoria”.

            El deber de memoria tiene fecha, está datado: Auschwitz. Los supervivientes salen del campo con un mensaje: “nunca más”;  y un antídoto: la memoria. Es un planteamiento extraño pues ¿cómo la frágil memoria puede ser el antídoto contra la omnipotente barbarie?. A otros se le ocurrieron cosas más eficaces: estado de bienestar, constitución democrática, educación en la tolerancia, más policía, endurecer el código penal, prohibir los grupos pronazis, perseguir a sus ideólogos  Pero ellos, no. Podríamos preguntarnos que por qué pero lo importante no es por qué lo plantearon así sino que lo dijeron así. Primo Levi, sin embargo, da una pista de ese por qué. Dice que "el acontecimiento  (Auschwitz) es algo que trasciende la verdad porque es inconmensurable al superar los esquemas racionales que manejamos”. Y añade: “el acontecimiento es la verdad” en el sentido de que es el punto de partida que nos lleva a la verdad; es lo que debe dar que pensar, por eso hay que crear un nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho aunque no hayamos sabido pensarlo (porque lo ocurrido fue literalmente impensable e inimaginable).

            Así nace el deber de memoria. Es la propuesta de los supervivientes para hacer justicia a las víctimas y sobre todo para que Auschwitz no se repita. Esta memoria que  nos debe guiar a nosotros los que vivimos después de aquel acontecimiento tan horroroso pero tan revelador, tiene como tres momentos: en primer lugar es justicia en un doble sentido: porque no puede haber memoria sin reparación de lo reparable; y también porque sin la memoria de la injusticia, no hay justicia que valga. Cuántas injusticias yacen en las cunetas porque nadie se acuerda de ellas. Es como si esas víctimas nunca hubieran existido. Con razón decía Primo Levi a sus oyentes “los jueces sois vosotros”. El oyente puede impartir justicia en el sentido de que puede mantener viva y vigente la injusticia pasada dando testimonio de ella, recordando. El segundo lugar, la memoria es verdad y esto no sólo porque conocemos mucho del pasado gracias a la memoria de sus protagonistas sino, sobre todo, porque el acontecimiento impensable desencadena un proceso de reflexión que da pie a una estructura interpretativa que sería imposible sin la fuerza fontanal del acontecimiento. Eso lo vieron bien los jueces del Juicio de Nüremberg: el código penal conocía el crimen de guerra pero para acercarse a lo que habían hechos los nazi hubo que inventarse una nueva figura jurídica: el genocidio que es un crimen contra la humanidad. Falta aún el momento más importante, que es el que nos acerca al perdón. Lo propio de la memoria es el "nunca más", la no repetición, la interrupción, inaugurar un tiempo nuevo. Sin esto lo demás no tendría sentido. Y esto es una paradoja porque, como bien sabemos, la memoria tiende a la repetición. Nadie cultiva más la memoria que el tradicionalismo y el tradicionalista lo que quiere es que nada cambie, que todo siga igual. Pues no, la memoria de las víctimas lo que plantea es el "nunca más". Y esto, como ya he apuntado, es la revelación que nos hicieron los supervivientes de los campos de exterminio. Recordar para no repetir.

            Pero, ¿cómo se concreta esa relación entre memoria y nuevo tiempo? ¿cómo se transforma la memoria en futuro, el pasado en novedad? Se han intentado muchas respuesta a esta pregunta pero quizá ninguna tan acertada como la que propone Hanna Arendt cuando dice: "la forma de interrumpir la lógica  letal que nos ha llevado al desastre es el perdón". Reivindica el perdón como forma de no repetición, como la forma eficaz del "nunca más", no por razones morales ni por razones religiosas sino por razones lógicas. Porque ¿en qué consiste la lógica del perdón? Ya lo hemos visto: en romper la cadena acción-reacción. El que perdona no quiere hacer una propuesta que sea una reacción a lo que ha sufrido o ha vivido. Se rompe la cadena causa-efecto. El perdón es hacer historia ahora de una manera diferente a como se hizo en el pasado. Es lo que garantiza que la historia no se repita.

 3. El perdón es gratuito pero no gratis

            Entenderemos mejor esa capacidad innovadora del perdón si tenemos en cuenta que es gratuito pero no gratis. Es gratuito porque siempre inmerecido, de ahí que sea tan difícil y excepcional. Nada extraño que haya dominado el continuismo en la forma de hacer la historia. Lo fácil es recurrir a la venganza y a esa forma civilizada de venganza que es la justicia. Pero, hay que añadir enseguida, no es gratis. Exige del ofensor que se enfrente a su acción y asuma sus responsabilidades. Y esto, no para “merecer” el perdón sino para descubrir su necesidad.

            A eso se refiere el duelo. No puede haber perdón sin duelo tanto de la víctima como del victimario. El victimario u ofensor tiene que reconocer el daño causado, pero como una pérdida, es decir, como el abandono de una causa que en un momento le sedujo y con la que se identificó. Los alemanes, por ejemplo, sólo pueden pasar de ser nazis a ser demócratas si asumen que la derrota de Hitler, al que adoraban, fue una pérdida, su propia pérdida; y el hitlerismo, que llenó el mundo de sufrimiento, fue su causa. Sólo elaborando ese pasado pueden cambiar porque de lo contrario seguirían siendo los mismos. Con razón se decía de los alemanes que en los años sesenta no habían hecho duelo que seguían siendo igual de antisemitas, anticomunistas y xenófobos que los de antes.

            También, el duelo de las víctimas. El duelo por el esposo, padre, familiar o amigo asesinado no debe ocuparse sólo de elaborar el sufrimiento de la pérdida sino también los sentimientos de venganza o de resentimiento que le puedan acompañar. “Dejar irse” a esos sentimientos es liberarse de su sobrepeso y estar disponible para nuevas vivencias y nuevos proyectos.

            Este perdón es evidentemente político porque transforma las experiencias personales en formas de hacer la historia que nada tienen que ver con las pasadas que produjeron el daño. Y al hablar de nuevas “formas de hacer historia” nos estamos refiriendo a cómo hacer política, cómo articular la ética, cómo estructurar el derecho. Serían formas que han pasado por el tamiz del perdón y, por lo tanto, muy conscientes de que el daño y el sufrimiento -las víctimas- no pueden ser el precio de la acción, ni de la historia.

 Reyes Mate (Revista Religión y Escuela, nr 328, marzo 2019, 18-21 ISSN 0212-3509)