El Principito de Saint Exupéry
es un cuento escrito hace 75 años que ha conseguido ser el libro más leído del
mundo porque nadie escapa a la seducción que proporciona mirar la vida con los
ojos de un niño. Cuando el adulto llega a la última página tiene la sensación
de haber recobrado la infancia, esa patria de la que nunca nos vamos, según
unos, o a la que siempre volvemos, según otros.
El cuento habla de un piloto que ha
tenido que aterrizar de emergencia en el desierto. Sin herramientas y con poca
agua, la situación parece desesperada. De repente aparece un niño con ángel que
también viene del espacio sideral y que le pregunta de sopetón que le dibuje un
cordero encerrado en una caja. El piloto alucina porque él de niño dibujó algo
parecido –una boa tragándose un elefante- y la gente mayor, falta de
imaginación, pensó que había dibujado un sombrero. Sacó entonces la conclusión
de que los adultos carecen de imaginación porque sólo se fían de las
apariencias. Si tienes un amigo y le presentas a tus padres, le preguntarán por
dónde vive, que cómo es su casa o la marca del coche de su padre, pero no por
el timbre de su voz o si colecciona mariposas. El temple del niño abre el
camino a una profunda amistad entre ellos que despertará en él sentimientos que
parecían dormidos y que le abrirá los ojos sobre el ser humano.
Le cuenta que viene de un pequeño
planeta habitado por él, una flor, dos volcanes activos que deshollina cada mañana y otro, apagado.
Aprovechando una migración de pájaros silvestres, decide visitar otros planetas
para conocer mundo. La visita le permite descubrir personajes singulares que
son como arquetipos de nuestro planeta tierra. En el primero vive un rey que
confunde gobernar con mandar o tener autoridad con ser autoritario; en el
segundo, un vanidoso que, siendo el único habitante del lugar, se empeña en ser
admirado porque piensa ser el número uno en todo. ¡Con lo bien que le vendría,
piensa El Principito, ser él mismo en
vez de pretender ser mejor que otros! Otro de los planetas tiene por ocupante a
un hombre de negocios que cuenta estrellas. Le sorprende a El Principito que las cuente sobre su escritorio en vez de hacerlo
mirando el firmamento. Las cuenta porque posee títulos de propiedad sobre ellas,
dice sin levantar la vista. Y las cuenta para venderlas y tener más dinero con
el que comprar más estrellas. Al niño le parece infantil esta idea de
propiedad. Él, por ejemplo, posee una flor y unos volcanes, pero eso es bueno
para ellos porque la riega cada mañana y los deshollina cada tarde. Propiedad
equivale a cuidado, pero a las estrellas ¡qué puede importarles que las posea
alguien en una caja fuerte¡…Así hasta que llega a la tierra poblada de tipos
como el rey, el vanidoso, el hombre de negocios, por no hablar del borrachín o
del intelectual que habla de lo que pasa pero de espaldas a la realidad. La
tierra está poblada de gente así.
Ya entre nosotros y antes de
encontrarse con un ser humano, se topa con un zorro huidizo porque tiene malas
experiencias con los humanos. Se la apañan para comunicarse, dejándonos como
regalo el secreto de la amistad. En el momento de la despedida consuela El Principito al zorro diciéndole que,
hasta en la distancia, él será único y nada ni nadie ocupará su lugar. El
zorro, conmovido, también le hace el regalo de su secreto: “es muy simple, le
dice, sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”.
Mientras El Principito hace todas estas confidencias al piloto consigue
mantenerle en vida. Llega el momento de la despedida y de la vuelta al punto de
partida. El piloto lo hará en su avión, ya reparado y, el niño, muriendo en sus
brazos, trasportado por el veneno de una serpiente. El vacío que deja su final
está acompañado de una última advertencia. Dice el autor que si algún día vamos
por el Sáhara, nos fijemos bien en el dibujo que recuerda el lugar donde
apareció El Principito, y que nos
detengamos un tiempo por si llega un niño con encanto que hace muchas preguntas
y que alegra el corazón. Nos pide que seamos amables y que le hagamos saber a
él que el niño ha vuelto.
Desde entonces muchos son los niños
que transitan por ese desierto. Les llamamos menas. Vienen huyendo del hambre y de la guerra. Están de paso,
caminando hacia pueblos y ciudades de la rica Europa. Tienen efectivamente
muchas preguntas que hacernos y, si nos paramos a escucharles, descubriremos en
ellos, más que encanto infantil, una heroica valentía. Muchos se juegan la vida
para labrarse un futuro que permita sacar adelante a los padres y hermanos que
dejan atrás. Pero nosotros no queremos escucharles y les cerramos las puertas.
Les tratamos como apestados o un peligro para nuestros hijos y decimos que
vienen a robar y delinquir. Nos comportamos con ellos con la altivez del rey o con
la petulancia del vanidoso o con la inhumanidad del hombre de negocios. Estamos
a años luz de los sentimientos del zorro. Si fuéramos sinceros tendríamos que
decir al piloto que le recogió, que el niño ha vuelto, sí, pero que, a nosotros,
gentes como ese niño nos desasosiegan. Lo que nos perdemos comportándonos así
es todo lo que nos regala este genial relato.
Reyes Mate (El
Norte de Castilla, 19 de
diciembre 2021)