Científicos solventes nos avisan de
que en diez años los humanos circularán tocados con una gorra o una diadema que
podrá leer el pensamiento o, si se ponen a ello, meter en el cerebro de cada
cual las ideas que les encarguen los que mandan.
Imagínense lo que pueden hacer esos
sensores cerebrales: pueden descifrar lo que hay en el cerebro o llenarle con
contenidos de contrabando; pueden activar recuerdos o borrarles o cambiarles.
Las ventajas son evidentes: si andamos mal de memoria, la gorra se activará
para poner en nuestra boca el nombre de
la persona o del lugar que se nos escapa. No podremos quejarnos ya de
ignorancia porque la neurotécnica suministrará los conocimientos que la
solicitemos. Los idiomas no serán una barrera, como tampoco la capacidad de
cálculo, ni el alcance de la memoria. Lo que la naturaleza no da, lo suplirán
esos artefactos que funcionarán como
eficaces asesores técnicos que nos permitirán conocer, memorizar y calcular a
todo máquina, y nunca mejor dicho.
Esto no es ciencia ficción. El neurobiólogo
español Rafael Yuste, profesor en Nueva York, que fue asesor de Barak Obama,
nos dice que esos cambios nos esperan a la vuelta de la esquina. Lo que hoy
experimentamos con ratones, lo haremos con los humanos en una década.
Consciente de lo que está en juego, se ha lanzado a una campaña mundial para
alertarnos de que puede desaparecer el tipo de ser humano que durante milenios
hemos querido ser y en su lugar aparecer un nuevo ser, híbrido de máquina y
conciencia. Con los conocimientos que ya tenemos, pronto podría hacerse
realidad la pesadilla de la que habla la novela de George Orwell, 1984. Como se recordará nada escapa en
esa ficción al control del Gran Hermano. En el Ministerio de la Verdad se
reescribe la historia a gusto del que manda. Lo mismo se da vida a alguien que
nunca existió, que se resucita a un muerto o que se hace desaparecer a un vivo.
En este Ministerio se recrea la realidad de tal forma que la simple afirmación
de que dos y dos son cuatro es considerada como un gesto de libertad porque el
Gran Hermano se reserva el poder de decir e imponer que son cinco. Hasta ahí
podemos llegar.
Nadie duda de los beneficios que la
neurociencia puede aportar a enfermos y discapacitados, por ejemplo. Pero el hecho
de que una máquina pueda leer lo más íntimo de nuestra mente y que sus
contenidos puedan ser programados por
terceros, supone sacrificar la personalidad. Lo que cada cual es, sólo se
explica si reconocemos un santuario inviolable donde depositamos nuestros
pensamientos, emociones y deseos tantos conscientes como inconscientes. Si ese
santuario es violado por artefactos que podrán ser comprados en una tienda de
chinos, lo que cambiará no sólo es el modelo de ser humano que conocemos sino
hasta la naturaleza de la especie humana.
Con buen criterio estos científicos
promueven una declaración de los derechos del cerebro -los llamados
neuroderechos- para que se respete la intimidad de la conciencia, y sólo pueda
ser manipulada con todo tipo de garantías morales. Esos cascos inteligentes no
deberían venderse como electrónica de consumo sino, al menos, como material
médico.
Pero el problema real no consiste en
manejar bien la manipulación del cerebro sino en ponernos de acuerdo sobre si
conviene promover ese tipo de investigación o hay que ponerla freno. La
sociedad tiene que plantear a los científicos dos preguntas que están en las
entrañas de la civilización. En primer lugar, si está permitido conocer todo lo
que podamos, es decir, si no deberíamos evitar ciertos conocimientos, como los
que llevaron a la construcción de la bomba atómica, por ejemplo. El
conocimiento debe tener sus límites. Hoy sabemos que lo que llevó al nazismo a
la barbarie fue el slogan “todo lo que es posible es necesario”. Al ser humano,
decía, le está permitido todo lo que puede hacer, independientemente de si es
saludable o perjudicial. Por eso el Dr. Mengele no tuvo inconveniente, en
Auschwitz, en probar con niños la capacidad de sufrimiento, llevando la tortura
hasta su límite mortal. Quería saber. Los científicos se defienden diciendo que
una cosa es la investigación y otra, la aplicación; problemas morales puede
haber en la segunda pero no en la primera. Habría que responderles que Kant no
se preguntó "¿cómo debemos aplicar el conocimiento?” sino "¿qué nos
es permitido conocer?”. El problema no está sólo en la aplicación de los
conocimientos.
La otra pregunta que habría que
hacerse es más antigua. Se la hizo Sócrates hace siglos en el diálogo platónico
titulado Cármides o De la Sabiduría.
Los contertulios hablan del desarrollo de la ciencia e imaginan cómo sería una
ciudad organizada con criterios científicos y con medios técnicos. Piensan que en
ese caso los caminos serían más seguros, los vehículos más rápidos, la medicina
más eficaz... así hasta que Sócrates, que siempre intervenía como un tábano
aguafiestas, pregunta “bien, pero ¿seríamos más felices?”. No hay que confundir
progreso técnico con progreso moral, ni
siquiera con bienestar social. Ahí tenemos el ejemplo del siglo XXI: nunca hubo
tanta riqueza como ahora y nunca jamás tanta desigualdad.
Estas dos preguntas -¿qué podemos
conocer? y ¿seremos más felices?- nos las tenemos que hacer ahora porque el
desarrollo tecnocientífico está a punto de alterar el ser humano que hemos
querido ser. No deberíamos echarlas al olvido porque quienes alertan de la
gravedad del momento son los mismos científicos que pilotan la nave del
progreso.
En la novela de George Orwell
alguien se pregunta cómo todo ese gran país ha podido ser tan fácilmente
domesticado por la organización del Gran Hermano. La respuesta es que los
cambios que se iban proponiendo eran tan desmesurados que nadie se hacía idea
de lo que realmente significaban. Si nos falla la memoria, damos por bienvenido
un chip que active la parte correspondiente, desgastada, del cerebro. Eso lo
entendemos. Lo que no acabamos de comprender es que ese chip también sea capaz
de borrar todos los recuerdos e implantar otros. Eso, pensamos, sólo ocurre en
las películas, pero eso, nos dicen estos neurobiólogos, es lo que puede ocurrir
mañana, por eso hay, hoy, que hablar de ello.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 16 de
enero 2022)