Hace unas semanas corrió como la
pólvora por el mundo entero la noticia de que unos desconocidos investigadores
americanos habían descubierto que el delator del refugio donde se escondía en
Amsterdam la familia de Anna Frank era un judío. La noticia de que el notario hebreo,
Arnold van den Bergh, delató a los Frank para salvar a los suyos, se ha
revelado inconsistente, pero lo que no carece de consistencia es el morbo
internacional que acompañó la noticia. La mala conciencia que había creado la
dolorosa historia de Anna Frank, tal y como nos llega desde su diario,
encontraba por fin una razón para el relajo. No fue la complicidad de gente
como nosotros la que explica aquel horror, sino la traición de los propios
judíos. Podemos respirar tranquilos.
No es la primera vez que ocurre. En
el juicio a Adolf Eichmann, en Jerusalén, o en el film de Claude Lanzmann, El último de los justos, ya se plantea
el papel de los Consejos Judíos, unos órganos creados por los nazis en los
campos o en los ghetos, que daban a los judíos, por ejemplo, el triste poder de
establecer el orden del crimen. Tener que decidir en un campo de concentración,
situado en Holanda, los viajeros del próximo tren, camino de la muerte en
Treblinka, no era la menor de las torturas. ¿Por qué colaboraron? ¿por qué no
lucharon más? Esas preguntas, que muchos se han hecho después, han tenido
cumplidas respuestas: hubo víctimas, inocentes, y hubo verdugos, culpables.
El peligro de este tipo de noticias
es que alientan las malas preguntas y embarran las importantes. Son malas las
preguntas sobre lo que los deportados hicieron o pudieron hacer. Y lo son
porque basta escuchar el testimonio, oral o escrito, de cualquier deportado
para saber la respuesta. Dice, por ejemplo, Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz,
que fue uno de ellos: “la dignidad es posible hasta un determinado grado de
tortura”. Se puede mantener el tipo durante un tiempo, hasta un grado de
sufrimiento. A partir de ahí no hay dignidad, ni heroicidad alguna. Pues bien,
ese grado de tortura fue sistemáticamente superado en los campos de exterminio.
Para referirnos a aquella violencia desconocida, tuvimos que inventar un
nombre: “crimen contra la humanidad”. Estremece la sinceridad con la que los
supervivientes reconocen que no salieron mejores, ni se salvaron los que más se
lo merecían, ni hubo solidaridad entre ellos, ni dignidad, ni espacio para la
amistad. Claro que allí hubo héroes y santos, pero eran la excepción.
Si alguien busca flaquezas entre los
torturados y perseguidos, las encontrarán en miles de páginas, por eso no tiene
sentido el morbo de este tipo de noticias que buscan rebajar la responsabilidad
del espectador señalando la culpa de la víctima. Lo que se esconde tras ese
morbo es la pretensión de erigirnos en jueces de los aplastados, endosando al
notario judío, que supuestamente denunció el escondite de los Frank, el
sambenito de traidor.
Las verdaderas preguntas son otras y
tienen que ver con lo que hubiéramos hecho nosotros en su lugar. Ejemplar es la
declaración de Primo Levi que se negó a condenar a sus propios verdugos porque
se preguntaba qué hubiera hecho él en su lugar. Claro que condenó el fascismo
(estaba en la resistencia), pero se abstuvo a la hora de juzgar a sus verdugos
porque tenía claro que la pregunta importante no era qué hicieron ellos sino
qué hubiera hecho yo. Precisamente por eso desconfiaba de la reacción empática
de muchos de sus lectores u oyentes, cuando les hablaba de su experiencia en el
campo. Era fácil compadecerse de tanto dolor y abrazar a las víctimas. Lo
difícil, pero lo eficaz, hubiera sido preguntarse por lo que une a cada cual
con los verdugos. Ayuda más, en vistas a la no repetición de la barbarie,
desactivar los gestos, las ideas, las convicciones que consciente o inconscientemente
compartimos con los verdugos, que no son pocas.
Y, “como del lobo, un pelo”, he aquí
un ejemplo. Hace unos días pasó por la Dos de TVE el reportaje “En tierra de
los vascos”, filmado por los nazis cuando los alemanes, que habían ocupado
media Francia, convirtieron al País Vasco en el patio trasero de sus
conquistas. Allá iban los alemanes como turistas pudientes y también los
guerreros, para descansar. Su autor, Herber Briegel, un cineasta al servicio
del régimen, se sentía atraído por el marcado cariz étnico del nacionalismo
vasco. A los nazis les sorprendió descubrir que algo tan suyo, como la cruz esvástica,
tuviera una réplica, tan parecida, en el lauburu vasco. Como si compartieran
mitología. Lo que justificaba el film no era satisfacer una curiosidad, sino
algo de más alcance. En ese momento de la guerra todo les iba bien a los del
Eje, y hacían planes. Algunos ideólogos nazis, como Werner Best, soñaban con
una nueva Europa, construida no sobre los Estados sino sobre las etnias más
potentes. Había pues que contar con los vascos y este film estaba destinado a
preparar el terreno. Bien es verdad que el PNV era decididamente pro-aliado y
antifranquista, pero la idea nazi hizo tilín en muchos nacionalistas que se
avinieron a hablar y a negociar. La cosa no tuvo mayor trascendencia, porque,
entre otras razones, Hitler fue vencido, pero eso no impide hacerse algunas
preguntas. Por ejemplo ¿qué hubiera pasado si hubiera triunfado el hitlerismo?
y, sobre todo ¿se puede explicar el éxito del antisemitismo nazi sin el ascenso
de los nacionalismos étnicos en el siglo XIX? Es verdad que no todos los
nacionalismos son racistas, ni étnicos, pero convendría explicarlo bien para
evitar equívocos. Si el mensaje final de los supervivientes consistió en pedir
a las generaciones posteriores, a nosotros, hacer todo lo posible para que lo
que ellos sufrieron no se repitiera, habrá que revisar todas las causas que
concurrieron en esa tragedia. Este episodio obliga a preguntarse por la
relación entre el nacionalismo étnico y las cámaras de gas, porque es verdad
que el nazismo, que provocó la catástrofe de Auschwitz, fue vencido, pero el
nacionalismo étnico sigue vivo. Esta actitud responsable, tan distinta del sensacionalismo
de la noticia del notario judío, es la que se echa en falta.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 13 de
febrero 2022)