15/3/22

Los desastres de la guerra

            Francisco de Goya y Lucientes, después de pintar la heroicidad del pueblo luchando contra la ocupación francesa, nos dejó unos memorables aguafuertes sobre la sinrazón de la guerra. En estos momentos en los que la guerra de Ucrania contra la invasión rusa nos exige tomar posición, es obligado recordar las preguntas que plantea la guerra.

             Goya no se esconde ante la injusticia del invasor, aunque éste, Napoleón, diga hacerlo en nombre de unos ideales revolucionarios con los que aquél, y tantos otros españoles ilustrados, comulgaban. La del pueblo madrileño era una causa justa, por eso se puso del lado del pueblo en armas, pero sin cerrar los ojos ante las miserias que esa guerra generaba. Los trazos firmes de sus dibujos nos invitan a reflexionar sobre las consecuencias existenciales y los dilemas morales que plantean estas catástrofes históricas a sus actores y también a los espectadores. Si Goya es un genio no es porque describa bien lo que vio sino porque desvela preguntas, ocultas en el frenesí de las armas, que nos alcanzan.

             Si a lo largo de los siglos se ha hablado de guerra justa es porque, pese a su brutalidad, hay casos en los que está justificada. La invasión, uno de los cuatro jinetes del apocalipsis, es uno de ellos. Es lo que está pasando en Ucrania. Ahora bien, si la causa de los ucranianos es justa, nadie –y menos nosotros, los españoles- puede dejarles solos, como ocurrió a la República Española, que por cálculo interesado de las democracias del mundo, fue abandonada al destino de las potencias fascistas. No la ayudaron con armas, los exiliados fueron tratados por Francia como delincuentes y, cuando el fascismo fue vencido, esas famosas democracias occidentales prefirieron una dictadura anticomunista a una República liberada. La batalla de la solidaridad, que perdió entonces España, parece ahora ganada para Ucrania.

             Pero lo que la reflexión civilizada –la de Goya y tantos otros pensadores- nos plantea es cómo ganar esa guerra moralmente, es decir, cómo hacer para desacreditar la agresión e invalidar definitivamente el recurso a la violencia. En definitiva, cómo hacer para que esta sea la última guerra y no una tregua entre esta y la siguiente. En Los desastres de la guerra, Goya se hace eco del dolor y del hambre, del frío y del miedo, de las heridas y de la muerte. La guerra no es una competición deportiva. Es, como estamos viendo, un desastre gigantesco, que provoca el abandono de los hogares, el desarraigo de las personas, el empobrecimiento generalizado, la pérdida del trabajo y del modo de vida, por no hablar de los muertos y heridos. Con todo, lo que más impacta de estos grabados goyescos son esos dibujos que hablan del envilecimiento, de la deshumanización que la guerra provoca en los agresores, pero también en los agredidos. Para el agresor la muerte y la destrucción son sus medios de lucha. Independientemente de cuáles sean los motivos que Putin esgrime para justificar ante su pueblo la guerra contra los vecinos, lo que habita al soldado cuando se viste de militar, es la necesidad de matar y destruir. Eso tiene su lógica. Lo que, sin embargo, desasosiega a Goya es que el agredido acabe imitando la crueldad del agresor.

            Es aquí donde se juega el éxito o el fracaso moral de la guerra. Una escritora judía holandesa, Etty Hillesum, escribió poco antes de que fuera asesinada en Auschwitz, que la guerra no podía vivirse como un acontecimiento más, aunque negativo, de la vida cotidiana. Obligaba, por el contrario, a una reflexión mayor porque de ella dependía que las generaciones futuras se vacunaran contra la tentación del recurso a la guerra para resolver problemas políticos. Ella hablaba de la necesidad de resistencia pero no sólo de la armada, que apoyaba, sino de otra, espiritual. Coincidía en esto con otra pensadora, Simone Weil, que vino a España a luchar con sus amigos anarquistas en le Guerra Civil, pero que desistió al ver cómo la guerra deshumanizaba no sólo a los otros, a los enemigos, sino a los propios, a los suyos. No renunció a la resistencia, ni a las armas pero a sabiendas de que las causas, aunque sean justas, sólo se ganan si no se sale cómo se empezó, esto es, si en medio se produce ese “salto espiritual” de la que una y otra hablan.

             ¿A qué se referían? En primer lugar a que el agredido no imite al agresor. La superioridad de aquel consiste en no confundir la defensa de la libertad con odio al invasor. El pueblo ucraniano, aunque pierda la guerra, se habrá salvado si no se comporta como el ruso. Evitar, en segundo lugar, la tentación nacionalista que es la gasolina de la guerra. Entre Rusia y Ucrania hay mucho en común y mucho que les diferencia: ¿habrá que recordar que el mayor genocidio del siglo XX no fue el de los nazis contra los judíos sino el perpetrado por Stalin contra los ucranianos? En 1932-33 fueron asesinados, por orden del líder soviético, siete millones de ucranianos, de los que 3 millones eran niños. El camino del reencuentro no es el nacionalismo sino mirar hacia atrás con sentido crítico, asumiendo responsabilidades. Putin se ha equivocado al construir un prototipo del ruso actual con el material de desecho del pasado: un poco del orgullo zarista que hablaba de la Gran Rusia; otro poco de frustración del homo sovieticus que perdió un imperio y quedó sin sitio en el mundo; sin olvidar el resentimiento de quien salvó a Europa del fascismo sin que ahora nadie se lo reconozca. El resultado final es una mirada resentida y peligrosa porque lo que no tiene de razón lo tiene de fuerza destructiva. Finalmente, ponerse en lugar del otro. Como hay tanto del otro en cada uno de ellos, el triunfo bélico siempre será una derrota. La negociación entre dos pueblos tan cercanos tiene que ser posible, por mucho que sea el peso negativo de la historia. Ponerse el lugar del otro significa tratar de entender algunas de sus reivindicaciones: es verdad, por ejemplo, que gracias al ejército rojo se pudo vencer al fascismo; es razonable que no quiera tener cerca las armas de la Otan, como tampoco Kennedy soportaba que las hubiera en Cuba. Simone Weil ponía como ejemplo de esta mirada generosa, la del autor de La Ilíada que, aunque griego, siempre miró compasivamente y admiró a los troyanos.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 13 de marzo 2022)