Francisco de Goya y Lucientes,
después de pintar la heroicidad del pueblo luchando contra la ocupación
francesa, nos dejó unos memorables aguafuertes sobre la sinrazón de la guerra.
En estos momentos en los que la guerra de Ucrania contra la invasión rusa nos
exige tomar posición, es obligado recordar las preguntas que plantea la guerra.
Goya no se esconde ante la
injusticia del invasor, aunque éste, Napoleón, diga hacerlo en nombre de unos
ideales revolucionarios con los que aquél, y tantos otros españoles ilustrados,
comulgaban. La del pueblo madrileño era una causa justa, por eso se puso del
lado del pueblo en armas, pero sin cerrar los ojos ante las miserias que esa
guerra generaba. Los trazos firmes de sus dibujos nos invitan a reflexionar
sobre las consecuencias existenciales y los dilemas morales que plantean estas
catástrofes históricas a sus actores y también a los espectadores. Si Goya es
un genio no es porque describa bien lo que vio sino porque desvela preguntas,
ocultas en el frenesí de las armas, que nos alcanzan.
Si a lo largo de los siglos se ha
hablado de guerra justa es porque, pese a su brutalidad, hay casos en los que está
justificada. La invasión, uno de los cuatro jinetes del apocalipsis, es uno de
ellos. Es lo que está pasando en Ucrania. Ahora bien, si la causa de los
ucranianos es justa, nadie –y menos nosotros, los españoles- puede dejarles
solos, como ocurrió a la República Española, que por cálculo interesado de las
democracias del mundo, fue abandonada al destino de las potencias fascistas. No
la ayudaron con armas, los exiliados fueron tratados por Francia como
delincuentes y, cuando el fascismo fue vencido, esas famosas democracias
occidentales prefirieron una dictadura anticomunista a una República liberada. La
batalla de la solidaridad, que perdió entonces España, parece ahora ganada para
Ucrania.
Pero lo que la reflexión civilizada
–la de Goya y tantos otros pensadores- nos plantea es cómo ganar esa guerra moralmente,
es decir, cómo hacer para desacreditar la agresión e invalidar definitivamente
el recurso a la violencia. En definitiva, cómo hacer para que esta sea la
última guerra y no una tregua entre esta y la siguiente. En Los desastres de la guerra, Goya se hace
eco del dolor y del hambre, del frío y del miedo, de las heridas y de la
muerte. La guerra no es una competición deportiva. Es, como estamos viendo, un
desastre gigantesco, que provoca el abandono de los hogares, el desarraigo de
las personas, el empobrecimiento generalizado, la pérdida del trabajo y del
modo de vida, por no hablar de los muertos y heridos. Con todo, lo que más impacta
de estos grabados goyescos son esos dibujos que hablan del envilecimiento, de
la deshumanización que la guerra provoca en los agresores, pero también en los
agredidos. Para el agresor la muerte y la destrucción son sus medios de lucha.
Independientemente de cuáles sean los motivos que Putin esgrime para justificar
ante su pueblo la guerra contra los vecinos, lo que habita al soldado cuando se
viste de militar, es la necesidad de matar y destruir. Eso tiene su lógica. Lo
que, sin embargo, desasosiega a Goya es que el agredido acabe imitando la
crueldad del agresor.
Es
aquí donde se juega el éxito o el fracaso moral de la guerra. Una escritora
judía holandesa, Etty Hillesum, escribió poco antes de que fuera asesinada en
Auschwitz, que la guerra no podía vivirse como un acontecimiento más, aunque
negativo, de la vida cotidiana. Obligaba, por el contrario, a una reflexión
mayor porque de ella dependía que las generaciones futuras se vacunaran contra la
tentación del recurso a la guerra para resolver problemas políticos. Ella
hablaba de la necesidad de resistencia pero no sólo de la armada, que apoyaba,
sino de otra, espiritual. Coincidía en esto con otra pensadora, Simone Weil,
que vino a España a luchar con sus amigos anarquistas en le Guerra Civil, pero
que desistió al ver cómo la guerra deshumanizaba no sólo a los otros, a los
enemigos, sino a los propios, a los suyos. No renunció a la resistencia, ni a
las armas pero a sabiendas de que las causas, aunque sean justas, sólo se ganan
si no se sale cómo se empezó, esto es, si en medio se produce ese “salto
espiritual” de la que una y otra hablan.
¿A qué se referían? En primer lugar
a que el agredido no imite al agresor. La superioridad de aquel consiste en no
confundir la defensa de la libertad con odio al invasor. El pueblo ucraniano,
aunque pierda la guerra, se habrá salvado si no se comporta como el ruso. Evitar,
en segundo lugar, la tentación nacionalista que es la gasolina de la guerra.
Entre Rusia y Ucrania hay mucho en común y mucho que les diferencia: ¿habrá que
recordar que el mayor genocidio del siglo XX no fue el de los nazis contra los
judíos sino el perpetrado por Stalin contra los ucranianos? En 1932-33 fueron
asesinados, por orden del líder soviético, siete millones de ucranianos, de los
que 3 millones eran niños. El camino del reencuentro no es el nacionalismo sino
mirar hacia atrás con sentido crítico, asumiendo responsabilidades. Putin se ha
equivocado al construir un prototipo del ruso actual con el material de desecho
del pasado: un poco del orgullo zarista que hablaba de la Gran Rusia; otro poco
de frustración del homo sovieticus que perdió un imperio y quedó sin sitio en
el mundo; sin olvidar el resentimiento de quien salvó a Europa del fascismo sin
que ahora nadie se lo reconozca. El resultado final es una mirada resentida y
peligrosa porque lo que no tiene de razón lo tiene de fuerza destructiva. Finalmente,
ponerse en lugar del otro. Como hay tanto del otro en cada uno de ellos, el
triunfo bélico siempre será una derrota. La negociación entre dos pueblos tan
cercanos tiene que ser posible, por mucho que sea el peso negativo de la
historia. Ponerse el lugar del otro significa tratar de entender algunas de sus
reivindicaciones: es verdad, por ejemplo, que gracias al ejército rojo se pudo
vencer al fascismo; es razonable que no quiera tener cerca las armas de la
Otan, como tampoco Kennedy soportaba que las hubiera en Cuba. Simone Weil ponía
como ejemplo de esta mirada generosa, la del autor de La Ilíada que, aunque
griego, siempre miró compasivamente y admiró a los troyanos.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 13 de
marzo 2022)