2/4/22

Sobre la banalidad del mal

             La expresión banalidad del mal, utilizada por Hanna Arendt al final de Eichmann en Jerusalén, causó gran desconcierto. Prueba de ello es el comentariado malhumorada de un Gershom Sholem lamentando cómo Arendt hubiera cedido a la tentación del lenguaje publicatorio, ella que estaba tan bien encaminada hablando del asunto en términos de radicalidad del mal”(1). Arendt le contestó con un cierto desparpajo que sí, que he cambiado de opinión y por eso ya no habla de mal radical.

             El desconcierto sigue. Y, como prueba, estas recientes palabras de un escritor estadounidense(2): la evaluación que Arendt hace de Eichmann y sus acciones parece especialmente curiosa. Hijo desclasado de una familia de clase media, que de joven trabajó como vendedor ambulante de fuel, Eichmann ascendió hasta convertirse en un alto funcionario nazi encargado de deportar a los judíos de Europa a los campos de concentración. Pero Arendt parece encontrar siempre una circunstancia que amortigua el hecho. No entró en el Partido por convicción y nunca llegó a convencerse, escribe. No fue el odio fanático contra los judíos, sino del deseo de progresar lo que impulsó su trabajo como nazi, sostiene. Aunque Eichmann había visitado repetidamente Auschwitz y visto el aparato de exterminio organizado allí, Arendt, señalando que no había participado personalmente en las muertes, insiste en que su papel en la Solución Final se había exagerado excesivamente. Incluso tiene ocasionalmente palabras benignas para Eichmann, citando pruebas, por ejemplo, de que era bastante amable con sus subordinados. Ante todo, concluye Arendt, no era un Iago ni un Macbeth. Excepto por una extraordinaria diligencia a la hora de buscar su ascenso personal, no tenía motivación alguna. Dicha valoración lleva a Arendt a exponer su famosa opinión sobre Eichmann: que representaba la banalidad del mal. Ahí se ve como el concepto de banalización del mal es tomado por banalización del crimen y del criminal.

             Ahora bien, es en el paso del mal radical a la banalización del mal donde se opera una profundización filosófica sobre el mal. De ello quisiera hablar, mirando de reojo la reflexión paralela que lleva a cabo Adorno.

             Theodor Adorno habla del mal que fue Auschwitz en términos mucho más solemnes. Recurre a la prestigiosa figura del imperativo categórico, un concepto que  juega el mismo papel, en tiempos de Ilustración como son los nuestros, que en la premodernidad las Tablas de la Ley y que reza así: Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de esclavitud: el de orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”(3) .

             El imperativo categórico evoca a Kant, igual que el concepto de mal radical, aunque con contenidos muy diferentes. En Kant el imperativo categórico es un momento de la razón práctica. En Adorno, sin embargo, forma parte de la metafísica, por eso lo formula en el apartado que lleva por título Metafísica después de Auschwitz. El mal en el mundo convoca no sólo al individuo, sino a la especie; no sólo a la filosofía moral, sino a la metafísica, porque lo que está en juego no es sólo el ser bueno, sino el ser hombre. El lugar de la metafísica es la miseria de la existencia física y no el saber absoluto del Espíritu Universal. Estamos ante una ética que es filosofía primera  porque dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”(4). La negación del sufrimiento es el lugar de la verdad.

             El imperativo kantiano es asunto de la ética porque lo que le preocupa en ese momento es la creación de una  comunidad de sujetos morales, de ahí que esté regida por el principio de la igualdad en la dignidad. Esa igualdad moral la expresa la primera formulación del imperativo categórico prohibiendo concebirse a uno mismo como excepción a la regla, y, la segunda, prohibiéndose utilizar a los otros como medios para los propios fines. Para la creación de esa comunidad moral Kant tiene que poner coto a una subjetividad que acaba de tomar posesión de la gestión del mundo en nombre de su autonomía. De ahí la pretensión de universalidad que sirve de marco para una autonomía del sujeto bien entendida.

             El punto de partida de Adorno, por el contrario, es la experiencia de destrucción de la humanidad que simboliza Auschwitz. Lo primordial de una ética no es diseñar una autopista para el bien o crear una comunidad de gente buena, sino crear municiones contra el mal, es decir, impedir que la humanidad se destruya; el objeto no es responder a la pregunta por qué ser bueno sino evitar que el hombre se autoaniquile, y esto no por razones estratégicas, sino epistémicas, porque no podemos saber qué son el bien absoluto, la norma absoluta o incluso qué son el ser humano, o lo humano, y la humanidad, pero sabemos perfectamente qué es lo inhumano”(5). O, dicho, más claramente: el nuevo imperativo categórico, a diferencia del kantiano, nace bajo el signo de la negatividad.

             Si nos preguntamos por qué, habría que hacer un balance del esfuerzo filosófico empeñado en definir en positivo lo que sea el bien o la universalidad. El resultado es desconsolador pues lo universal ha acabado siendo particular y lo positivo, impositivo o irracional. Apuntando a las formulaciones positivas del viejo imperativo categórico, Adorno dice de él que ha hecho de la ley moral algo racional e irracional”(6). Racional, porque obedece a una lógica racional: si la ley moral es racional, en cuanto universal, el imperativo categórico hace gala de una evidente universalidad, aunque sea abstracta; pero también es irracional, por dos razones: porque esa universalidad es de hecho muy particular (es lo que el sujeto se imagine que es universal) y porque no hay modo, con esa lógica, de saber si lo que afirmamos como ley moral es realmente universal o el fruto de nuestros intereses.

             Sólo se puede afirmar positivamente en qué consista el bien o la ley moral al precio de la abstracción, esto es, al precio de no sentirse presionado por la realidad, de ahí esa impasividad o frialdad que Adorno no cesa de denunciar. Contra esa frialdad de la ética abstracta está escrito Minima Moralia(7). Lo que ahí se dice es que la ética como la justicia surgen como respuesta a injusticias concretas, a una experiencia del mal. El nuevo imperativo categórico nace de un Auschwitz, es decir, de un lugar y tiempo determinado y negativo.

             Pero ¿puede ser Auschwitz universal? El que el viejo imperativo categórico naciera de un juicio racional se debía a la preocupación filosófica de dar un fundamento universal a la ética, de suerte que cualquier ser racional pudiera hacerla suya. Ahora bien, si colocamos el punto de partida de la moral en algo tan propio como la experiencia de injusticia ¿cómo implicar en ella a los demás? ¿cómo hacerles ver qué tengo derecho a la justicia? ¿cómo explicar que Auschwitz puede destronar a la Crítica de la Razón Práctica? Adorno responde sin miramientos que querer fundamentar la exigencia de que Auschwitz no se repita tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de lo sucedido”(8). El que no se pueda fundamentar no significa, empero, que sea irracional. Late ahí una cultura materialista de la ética, compartida con Horkheimer, que aclara por qué resulta monstruoso no ver que la tarea inminente de la humanidad es impedir la autodestrucción: la moral no sobrevive más que en el materialismo sin tapujos”(9), es decir, sólo hay moral cuando traducimos el ser bueno por destruir el mal, la injusticia. De acuerdo con esa cultura materialista, la ética nace de sentimientos morales, en particular del sentimiento de indignación ante la injusticia y de compasión con la víctima. Quizá esto ha sido siempre así, aunque los filósofos se hayan empañado en ignorarlo, por eso lo llamativo es el desprecio filosófico por el sufrimiento a la hora de pensar la verdad y la moral. El recuerdo del horror obliga a traducir grandes lugares filosóficos, tales como amor espiritual o amor intelectual, en términos de odio al mal, a lo falso, al sufrimiento, a la injusticia. Adorno coloca en medio de su filosofía al sufrimiento de suerte que no se podrán ya visitar los grandes lugares filosóficos sin fijarse en la importancia que en ellos se concede al significado del sufrimiento. Preguntarse por qué haya que dar prioridad a la defensa de los inocentes, después de lo ocurrido, es inexplicable.

             La negatividad adorniana es, en segundo lugar, materialista porque es política, es decir, no se substancia en el rechazo de la abstracción o del sufrimiento, sino en su destrucción: que no se repita. Y si eso es así es lógico pensar que la ética consiguiente no se va a contentar con hacer un repertorio de males del mundo: es decir, el ser bueno no es asunto de la deontología que explica la ética, sino que es hacerse cargo del cuerpo, del sufrimiento real de los individuos, de suerte que en ese empeño el hombre se juega su humanidad.

             No podemos explicar el valor fundante del sufrimiento, ejemplificado y ejemplarizado en Auschwitz, pero sí podemos preguntarnos por ese sufrimiento: ¿qué significa Auschwitz? ¿es un momento más de ese sufrimiento, lo que nos llevaría a entender a Auschwitz como el símbolo moderno del sufrimiento o es un momento singular del mismo, un grado desconocido de la maldad humana que rompería la forma conocida de aproximarnos al mal? Adorno da a entender las dos cosas: que Auschwitz es singular, de ahí su lugar en el nuevo imperativo categórico, y, al mismo tiempo, que hay que tomarlo como un ejemplo de la significación filosófica del sufrimiento, significación despreciada por la metafísica canónica. El sufrimiento, el daño, el mal histórico, constituyen pues el punto de partida del nuevo imperativo moral.

             Si Adorno descarta, por un lado, la posibilidad de una fundamentación de su imperativo categórico porque no hay que explicar por qué la barbarie es vitanda, lo que sí admite es profundizar en el mal que identifica con Auschwitz. Al llegar a este punto es obligado remitirse a las reflexiones de Hanna Arendt sobre el particular.

             Hanna Arendt acuñó la expresión de banalidad del mal, pero después de haber hablado y escrito abundantemente del mal radical". Si seguimos el itinerario cruzado de esas dos categorías podremos aproximarnos al tipo de mal que significa, en opinión de Arendt, el sufrimiento de Auschwitz. Es, como se ha dicho, en Eichmann en Jerusalén donde Arendt emplea la expresión de banalidad del mal, abandonando la de mal radical. Las razones que va dando son conocidas: que sólo el bien puede ser radical; el mal no posee profundidad ni dimensiones demoníacas, por eso escapa al pensamiento, siempre en busca de profundidades. Nada de eso significa rebajar su gravedad o su peligrosidad: puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es como un hongo que invade las superficies”(10).

             Llama la atención que sea en el momento en que Arendt reconoce la singularidad de Auschwitz cuando recurre a la expresión banalidad del mal, mientras que cuando cifrada la novedad de la barbarie con el término de totalitarismo (en el que cabían el fascismo y el estalinismo), se atenía a la más rigurosa expresión de mal radical. Eso nos obliga a preguntarnos en qué consiste el cambio de opinión. Mal radical es una expresión kantiana que hay que entenderla como contrapuesta a mal demoníaco. El mal radical supone tomarse el mal por el bien(11), error o perversión muy a la altura del hombre; el mal demoníaco, sin embargo, consiste en querer el mal por el mal, algo que va contra la propia naturaleza humana. Lo que hace Arendt es contravenir esa generosa convicción antropológica kantiana colocando bajo la figura del mal radical también la idea hacer el mal por el mal. Cuando los nazis declaran al hombre superfluo y deciden destruir al hombre judío, porque es judío, están haciendo del mal el principio de su deber. Y eso ¿en qué consiste? Arendt da vueltas en torno al concepto de superfluidad, señalando distintos elementos. No se trata de utilizar al ser humano -y degradarle como medio- sino de inutilizarle como ser humano, negándole lo que hace emerger la humanidad del hombre: la espontaneidad, la capacidad de tener un proyecto propio de vida. En otro momento hablará de abandono, esto es, de sentirse excluido de la comunidad de hombres, sin pertenencia, sin nadie que te reclame, ni proteste, ni te extrañe. En el apartado Dominación total de Los orígenes del totalitarismo: el imperialismo, entiende la superfluidad de la existencia humana como el final de un proceso que pasa por la muerte jurídica del ser humano (el ser humano deja de ser sujeto de derecho alguno), la muerte moral (declarando al hombre homo sacer al que cualquiera puede matar sin que su muerte tengo valor sacrificial alguno), hasta llegar a la destrucción física. Lo que es importante para nuestro propósito es señalar que el mal radical no consistiría en el sufrimiento, siempre presente y siempre excesivo, ni en el número de víctimas, sino en el atentado a la humanidad del hombre. Aunque los judíos fueran asesinados como judíos, quien salió dañada fue la humanidad, la del hombre y la de la especie.

             El mal radical hay que entenderlo por tanto como un atentado a la estructura ética de la especie, estructura de la que ha dependido el ser moral que hemos conocido. El totalitarismo hizo que lo que parecía imposible e intocable fuera hecho posible; si hubo un tiempo en que la imaginación de todo lo que el hombre era capaz de hacer estaba limitada por el principio de que había reglas o zonas intocables porque eran necesarias para la existencia humana, ahora resulta que no hay límites a la acción del hombre porque lo bueno y necesario es la activación de esas posibilidades, sean buenas o malas.

             Este planteamiento cambia radicalmente en Eichmann en Jerusalén. Ahí pasa de la radicalidad del mal a la banalidad del mal. No hay que buscar raíces profundas al mal. Si para llegar a Auschwitz hubiera que bajar previamente a profundidades insondables de la perversión no se explicaría la magnitud del horror nazi pues éste utilizó resortes muy a la mano y necesitó la complicidad de lo más cotidiano. La expresión banalidad del mal no pretende rebajar la maldad del crimen, sino explicar su magnitud sin caer en las exculpaciones. La intuición de Arendt es investigar la relación entre el hombre normal y el hombre criminal. A esa relación es a lo que ella llama banalidad del mal.

             ¿Qué hay que entender por ello? Una situación moral del hombre más allá del bien moral. El sujeto de la (in)moralidad de Auschwitz es alguien para quien el ser bueno o malo escapa a un juicio externo u objetivo que pretendiera limitar la activación del propio poder. Lo bueno es la activación del poder; esa activación está próxima de la eficacia si entendemos por eficacia no sólo conseguir el objetivo previsto sino el despliegue ilimitado de la propia potencia. Esos dos conceptos de eficacia van íntimamente unidos; puede que el alemán de a pie le bastara con cumplir con su deber y hacer que su pequeña responsabilidad en la organización del campo estuviera bien cubierta, pero para que el sistema funcionara debía confiar en la ideología del sistema; debía por tanto someter los problemas de conciencia derivados de su acción a la bondad de un sistema dotado de una moralidad propia y superior.

             El despliegue de la susodicha potencia puede tener como teatro de realización la producción industrial o la organización política, pero  su escenario natural es  el tratamiento industrial de la vida como muerte pues es ahí donde se pone claramente de manifiesto que la acción está más allá de la vida y de la muerte. Auschwitz es una producción industrial de la muerte. Lo que llama la atención en la organización de los campos de exterminio no es la técnica empleada (la tecnología de los hornos crematorios o de las cámaras de gas es irrisoria), ni la organización del campo (que no supera la de cualquier gran empresa), sino la frialdad con la que la fábrica es destinada a producir muerte en vez de tornillos(12). Esa enorme maquinaria sólo podía funcionar si cada agente del campo se sentía identificado con la filosofía de la empresa, filosofía consistente en valorar la bondad del sistema en función de la eficacia.

             La clave del sistema concentracionario reside en la complicidad de la vida cotidiana con el crimen, entendiendo por vida cotidiana la confianza en la eficacia, en su doble sentido.

             La gran revelación de Auschwitz sería que se puede pasar de la normalidad al crimen, de la organización industrial convencional a una fábrica de muerte con sólo activar un mecanismo muy presente en la estructura humana que consiste en someter el bien y el mal a la activación del poder. En situarse moralmente más allá del mal y del bien.

        Arendt se niega a tratar Auschwitz como un mal demoníaco porque eso remite a motivaciones malvadas (resentimiento, como el Ricardo III; envidia, como la de Caín; odio, como Yago; codicia, raíz de todos los males, etc.) que para nada explican la gravedad de lo ocurrido; en todas esas motivaciones hay un resto de humanidad del que carecía la política nazi. Pero eso no significa que Arendt se resigne a tratar ese horror singular como un crimen normal, por muy monstruoso que fuera. Mucho más letal que todos los instintos perversos reunidos era ese alejamiento de la realidad y esa irreflexibilidad de Eichmann y de todos los Eichmann. Años después escribiría: llamó mi atención una superficialidad manifiesta en el artífice que hacía imposible rastrear la maldad incontestable de sus acciones hasta un nivel más profundo de motivaciones u orígenes. Las acciones eran monstruosas, pero su artífice -al menos el artífice material que se estaba juzgando- era bastante ordinario, vulgar y no resultaba monstruoso ni demoníaco”(13). En eso consiste la banalidad del mal: en buscar la explicación de lo corrido en la complicidad entre el ser normal y el ser criminal.

             De lo dicho se desprende que no hay contradicción entre el mal radical de Los Orígenes del Totalitarismo y la banalidad del mal de Eichmann en Jerusalén, todo lo más un desplazamiento del contenido del mal que si primero fue la superfluidad, luego sería la irreflexibilidad. Ese desplazamiento no hay que verlo como una sustitución, sino como un proceso, como si tras el juicio de Eichmann Arendt se preguntara cómo explicar que personas normales pudieran, en determinadas circunstancias, cometer acciones monstruosas, cómo gente sencilla y respetable podía pasar casi sin esfuerzo del no matarás bíblico a matar por deber en nombre de la raza(14). El mal se expresa en esa falta de juicio, en ese modo de pensar capaz de generar conocimientos pero incapaz de distinguir entre lo bueno y lo malo.

             Resulta interesante señalar que Zizek apoya esa teoría de Bernstein, aunque desde otros parámetros. Según él no habría que asustarse ante el momento de depravación que según Kant acompaña al mal radical(15) (y que Arendt descarta como explicación de la barbarie nazi, por insuficiente) porque, desde la perspectiva lacaniana ese tipo de calificativos, como el de perversos sádicos, no significa que alguien disfrute del dolor ajeno, sino que alguien se convierte a sí mismo en instrumento del placer del otro (de Hitler, claro). El sádico, dice textualmente ”(16), no sería un ser monstruoso, un ejemplar del mal diabólico, sino un burócrata del mal. Habría pues una extraña complicidad entre la perversión del sádico y la banalidad del burócrata del mal(17).

             Adorno no habla de acontecimiento, ni de revelación de Auschwitz, sino, más discretamente, de que ahí se pone de manifiesto, de una forma eminente, una lógica que viene de atrás, es decir, que ya estaba inventada. Su tarea consiste en rastrear esa historia para poner en evidencia la lógica letal, por eso se remonta al idealismo alemán y descubre en él el primer gran atraco a la distinción, arduamente elaborada por la civilización occidental, entre mal y bien, gracias al principio de identidad.

             El idealismo alemán, en efecto, se encuentra frente a dos lecturas del mal: por un lado, un mal radical, producto de una perversión humana (perversión tan poco excepcional que casi tiene el calificativo de natural) que toma al mal por el bien y, por otro, ese mal que consistiría en querer el mal por el mal, volición que casa mal con la antropología conocida. El idealismo alemán representa el esfuerzo de aunar ambas concepciones en una identidad especulativa. En el concepto de subjetividad absoluta se dan cita los dos momentos. El idealismo afirma, por un lado, la pura negatividad del mal, el mal como límite infranqueable al poder metabolizador de la subjetividad absoluta que podría transformar todo lo existente en positividad, menos el mal. La subjetividad absoluta del idealismo de la mediación sin límites se declararía el bien ajeno a todo mal, incapaz de ver nada positivo bajo ese mal cuya sola presencia amenaza con destruir a la propia razón; es lo contrario del mal. Pero, por otro, ese mismo idealismo sostiene que la subjetividad absoluta es al mismo tiempo la subjetividad que ignora cualquier absoluto que no sea ella misma y, por tanto, rechaza el carácter absoluto del mal, de suerte que se enfrenta al mal con la confianza de someterle y metabolizarle en bien o, dicho de otra manera, la subjetividad absoluta también puede ser el terror aniquilador que confía por ese medio en transformar el mal en bien.

             La crítica conservadora comprendió enseguida qué se quería decir con ese intento de aunar bien con mal, de presentar a la subjetividad absoluta como el mal inmetabolizable y como el bien transformador de todo lo malo en bien. Esa síntesis imposible es lo que pretendía, a sus ojos, la Revolución Francesa que, por un lado, se presenta como un proyecto dominado por el ideal de bien y progreso para la humanidad y, por otro, como puro terror, como desencadenamiento de una furia jamás conocida, contra todos aquellos que se nieguen a ser buenos o a ser felices. Aquí la subjetividad absoluta (la Revolución) se presenta como bien y mal o, si se prefiere, el mal se presenta como un principio ético, con lo que se borran las fronteras entre el mal y el bien. El mal ético, nacido del bien que representa la Revolución Francesa, es mucho peor que mal radical nacido de las propias bajezas.

             Arendt rechazaría este planteamiento porque para ella el criminal nazi no respondía a la figura de la bajeza moral ni tampoco al de la heroicidad del idealista. Adorno, sin embargo, más centrado en la figura del crimen -de Auschwitz- que en la del criminal, lo entiende bien(18), cuando escribe: El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino el ejemplar de una especie, tiene que afectar también a la muerte de los que escaparon a esa medida. El genocidio es la integración absoluta que cuece en todas partes donde los hombres son homogeneizados, pulidos -como se decía en el ejército- hasta ser borrados literalmente del mapa como anomalías del concepto de su nulidad total y absoluta. Auschwitz confirma la teoría filosófica que equipara la pura identidad con la muerte”(19). La pura identidad disuelve las diferencias, pule a la humanidad de todas sus diferencias, aunque sea al precio del genocidio. Común al idealismo y al principio de identidad es identificar el ser con el pensar con lo que lo real es verdadero y lo verdadero real. Lo que se esconde tras esa aparente concordia es el sometimiento del hombre y de la naturaleza, al precio de disolver y difuminar toda diferencia y pluralidad. El hombre y la naturaleza se convierten en títeres del concepto abstracto cuando el hombre y la naturaleza son desprovistas de sus diferencias. Nada extraño entonces que la razón no encuentre en la realidad más que lo que ella pone o, mejor, impone a la realidad.

             La debilidad de este planteamiento es que basta una brizna de realidad que no entre en el concepto abstracto para desacreditar todo el principio de identidad. Que existe ese resto, desechado por el concepto, es algo indiscutible para el idealismo: lo singular, lo contingente, lo fracasado. De eso se ocupa su Minima Moralia. Lo nuevo de Adorno es reconocer que lo no idéntico, es decir, lo fracasado, es significativo. De ello se va a encargar la dialéctica, que va a plantar cara al principio de identidad abogando por el significado de la pobreza, del sufrimiento y de la muerte, manteniendo su irreductibilidad, sin permitir que ese resto sea devorado por identidad alguna, ya sea el progreso o la historia o del sentido del Todo. Adorno viene de una tradición crítica judía que ha denunciado la querencia del idealismo por el totalitarismo porque al identificar ser con pensar, reducía la pluralidad del mundo a la unidad del pensar. Adorno, por su parte, declara que el Todo es lo no verdadero porque el Todo es un concepto único que no puede abarcar las diferenciaciones de la realidad.

             Y eso es Auschwitz para Adorno: el lugar en que el principio de identidad o el idealismo se expresan como muerte. La diferencia entre Arendt y Adorno es que para aquélla el mal, en su faceta de radicalidad o banalidad, se reveló en Auschwitz, mientras que para Adorno en Auschwitz se hizo visible de una manera eminente la lógica que venía funcionando ya antes: es innegable que los martirios y humillaciones, jamás experimentados antes, de los que fueron transportados en vagones para ganado, arrojan una intensa y mortal luz sobre aquel remoto pasado, en cuya violencia obtusa y no planificada estaba ya teleológicamente implícita la violencia científicamente concebida”(20). Observemos detenidamente la frase adorniana: por un lado habla de un daño jamás experimentado antes, y, por otro, de una experiencia que puede iluminar a todo ese proceso de violencia que le ha precedido. Lo que importa, pues, es reconocer lo que esa nueva luz pone al descubierto en la historia del sufrimiento que acompaña al principio de identidad, pero que había quedado camuflado hasta ese momento. El secreto ocultado por el pensamiento occidental es la historia passionis de la parte triunfadora. De ese recuerdo depende que la opresión se perpetúe o cese. Pero, ¿por qué apelar aquí a la memoria como categoría capaz de interrumpir la violencia? Parecería más lógico invocar otra estrategia, la de detectar y anular, por ejemplo, las causas que llevaron al genocidio. No es que se desprecie esa estrategia(21), lo que se dice es que todo pasa por la memoria. Memoria ¿de qué?

             Para entender esta invocación a la memoria hay que detenerse un momento en esa realidad presente, triunfadora, que hace valer su presencia como realidad única al precio de disimular la historia passionis subyacente.  Llamamos real a lo que está presente; lo que se ha perdido en el camino o ha sido reducido a escombros no vale, no significa, no forma parte de la realidad. Esa parte de la historia es tratada como ruinas, es decir, como algo natural -una segunda naturaleza, dirá Adorno, siguiendo a Lukacs- ajeno a la voluntad del hombre. Pero esas ruinas no son naturaleza, sino historia. Y ese elemento histórico, sin el que no se explica nada, pero cuidadosamente velado por el pensamiento, es el sufrimiento humano: la expresión de lo histórico en las cosas no es otra cosa que (la expresión) del sufrimiento pasado”(22).

             La memoria de Auschwitz no es el recuerdo en bruto de ese acontecimiento sino la visión de la realidad con la mirada de la víctima que nos avisa que toda cosificación, esa manía en ver el presente como casi natural, supone un grave olvido. Adorno hace suyo en este punto el análisis benjaminiano del alegorista que mira el presente y descubre esa parte oscura de la realidad que el drama barroco representa en el escenario por medio de las ruinas(23). Si no se reduce lo que ha sido a lo que es, si se consigue entender que lo histórico no es una especie de naturaleza añadida, entonces lo que fue posible y fracasó aparece como la única novedad posible. Y ese posible no cumplido sólo puede ser traído al presente por la memoria pues el recuerdo apunta a la salvación de lo posible, pero no llegado a realizar”(24).

             Arendt y Adorno se enfrentan al mismo problema: ¿qué hacer y decir responsablemente ante la novedad de Auschwitz? Una y otro entienden que la producción industrial de la muerte en los campos de exterminio obligaban a pensar el mal de una forma nueva. Hacerlo responsablemente significaba no explicar esa novedad como si fuera un terremoto que sorprende al hombre en un día de excursión -hacerlo así llevaba a la exculpación: ¿qué se puede hacer cuando se desatan las furias suprahumanas?, sino buscando en el modo de ser del hombre histórico actitudes y querencias ocultas que debidamente activadas convertían al hombre normal en un ser criminal. El mérito del concepto arendtiano de banalidad del mal es haber tematizado ese fenómeno que también detectó Primo Levi, llamándole zona gris. Levi se refería a esa sorprendente experiencia, vivida en el campo, en la que todo se confundía: se borraban las distancias de por sí infranqueables entre víctimas y verdugos y aparecían todos del mismo lado, confraternizando. Un caso ejemplifica esta experiencia, la de un partido de futbol entre víctimas y victimarios. Ese partido tuvo lugar de hecho en Auschwitz. Da fe de ello Primo Levi, en Los hundidos y los salvados(25), que se lo oyó contar a Miklos Nyiszli, un médico judío húngaro que trabajaba a las órdenes de Mengele. Fue un partido entre los SS que estaban de guardia en el crematorio y miembros de un Sonderkommando, encargados de las tareas más miserables: contribuir al engaño de su gente para la gasificación, extraer los cadáveres, arrancarles los dientes de oro y cortarles la cabellera, quemarles en los hornos crematorios. Por un momento olvidan su condición inhumana y se entregan a la pasión del juego, a la camaradería de la competición, a las bromas y chanzas del lance, a cruzar apuestas de igual a igual con sus verdugos.

             Es un juego macabro pues en esa pérdida momentánea de su condición de víctimas ven los verdugos el momento de máximo triunfo: os hemos abrazado, corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos, comenta Levi.

             Toda la sima moral que separa a víctimas y verdugos se desvanece de repente y aparecen unos y otros hermanados en el mismo juego. Esa proximidad entre la normalidad de un juego y la criminalidad del campo, esa facilidad con la que se transita de una a otra es lo que Levi llama zona gris y, Hanna Arendt, banalidad del mal.

             Si en el campo, los seres más desgraciados, como llama Levi a los Sonderkomandos, pudieron hacer abstracción por unos minutos de su condición de víctimas, ¿cómo extrañarse de que el buen padre de familia alemán se convirtiera en verdugo en su horario de trabajo? Por supuesto que nada tiene que ver la inhumanidad de ese buen padre de familia alemán con la necesidad de normalización del Sonderkomando dispuesto a olvidar su condición y su relación con el verdugo durante un instante. Pero esa facilidad con la que se transita de la normalidad a la criminalidad, en el caso del verdugo, y de la condición inhumana a la del ser humano que hace deporte, en el caso de la víctima, apunta a una sima antropológica que da vértigo. Tiene razón Agamben cuando dice que esa terrible partida sigue jugándose y en ella estamos todos implicados(26).

 

Reyes Mate (Conferencia pronunciada en el I Congreso Iberoamericano de Filosofía Moral y Política, Alcalá de Henares, 17 de septiembre 2002)

 

NOTAS

(1) “De aquel mal radical sobre el cual su análisis de entonces aportaba una sabiduría tan elocuente y erudita, nada queda salvo este eslogan de ahora”, en Scholem, citado por Richard J. Bernstein (2000): “Cambió Hanna Arendt de opinión? Del mal radical a la banalidad del mal”, en Fina Birulés ed. (2000): Hanna Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, 237.

(2) Michael Massing: "Juicio y error", El País, 19 de diciembre del 2004.

(3) Las referencias a Adorno están tomadas de T.W. Adorno (1973): Gesammelte Schriften, (en adelante GS), Frankfurt, Suhrkamp, 6, 358. Hay traducción castellana de J. M. Ripalda, (1984): Dialéctica Negativa, Madrid, Taurus, 365; nos referiremos a la edición alemana con la sigla ND y a la española con DN.

(4) Adorno, ND, 6, 29 (DN, 27).

(5) Adorno: Probleme der Moralphilosophie, en GS, 10,  254. Es Wiesel quien escribe “hemos descubierto el mal absoluto, pero no el bien absoluto”. Y esa constatación le plantea un gran problema al recordar Auschwitz a las nuevas generaciones: “¿qué hacer para decirles que le ha sido dado al hombre, a pesar de todo, la sed de absoluto por el bien y no sólo por el mal?”, en J. Semprún y E. Wiesel (1995): Se taire est impossible, Paris, Mille et Une Nuits-Arte Editions, 19.

(6) Adorno, ND, 6, 258 (DN 259-260).

(7) “En la bondad indiscriminada respecto a todos nace también la frialdad y el desentendimiento respecto a cada uno, comunicándose así a la totalidad”, Adorno, GS, 4, 85 (MM, 75).

(8) Adorno, GS 10-2,675 (“Educación después de Auschwitz”, en Educación para la emancipación, Madrid, Ediciones Morata, 1998, 79). Y en ND, 6, 358 (DN, 365: “este imperativo es tan reacio a toda fundamentación como lo fue el carácter fáctico del imperativo categórico kantiano. Tratarlo discursivamente sería un crimen”).

(9) Adorno, ND, 6, 358 (DN 365).

(10) Bernstein (2000), 237.

(11) Kant (1956): Die Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, Hamburg, Felix Meiner Verlag, 33 “Es por todo eso que a dicha propensión podemos llamarla una propensión natural al mal, y, dado que ésta habrá de ser siempre culpable, la denominaremos en la naturaleza humana un mal radical e innato (lo cual no impide que nos lo hayamos acarreado nosotros mismos”: Kant (1972) La religión dentro de los límites de la sola razón, Barcelona, Ediciones Zeus, 224. Arendt critica a Kant quien, habiendo acuñado el término, lo descarte como posible, salvo que se presente bajo la forma de una “mala voluntad pervertida”, en H. Arendt (1987) Los orígenes del totalitarismo (OT,2), Madrid, Alianza, 680.

(12) La frialdad, tan característica del sistema concentracionario nazi, no debe entenderse en el sentido de que el agente SS actuara sin sentimientos. Al contrario. El historiador Marcello Pezzetti nos contaba, al pie de la Judenrampe de Auschwitz-Birkenau que un buen día llegó hasta ese lugar un convoy procedente de Roma. En el camino había nacido un niño con lo que no cuadraba el número de llegados con el número del informe de salida. Para que cuadraran las cuentas, un SS estrelló al recién nacido contra la pared del barracón que teníamos delante.

(13) Citado por Bernstein (2000), 252.

(14) Eichmann vivió esta situación al revés durante su juicio en el sentido que “sabía que lo que antes se consideraba como su deber se calificaba ahora como un crimen, y aceptó este nuevo código de juicio como si no fuera más que otra regla de lenguaje distinta”, citado por Richard J. Bernstein (2001): “La responsabilidad, el juicio y el mal”, en AAVV.: Hanna Arendt. El legado de una mirada, Madrid, Ed. Sequitur, 38.

(15) “La maldad (vitiositas, pravitas) -o, si se prefiere, la corrupción (corruptio)- del corazón humano es la propensión del albedrío a máximas que supeditan el móvil fundado en la ley moral a otros móviles (no morales)”, Kant (1956): Die Religion innerhalb der blossen Vernunft, Hamburg, Felix Meiner Verlag, 30 (Kant, (1972): La religión dentro de los límites de la sola razón,  Barcelona, Ediciones Zeus, 221).

(16) “Para Lacan el perverso sádico no es una figura patológica del mal demoníaco, sino un total despersonalizado burócrata del mal, una pura ayuda complementaria en cuya personalidad no hay profundidad psicológica alguna, ninguna complejo entramado de motivos traumáticos”, Zizek “Warum Hanna Arendt und Daniel Goldhagen unrecht haben”, 8. Internet.

(17) Nota que Zizek se aleja tanto de la tesis que endosa al imperativo categórico kantiano la barbarie nazi, como de la de quienes interpretan esa barbarie como el paso del mal radical al mal demoníaco. Eichmann, pese a sus confesos fervores kantianos, no actuaba en nombre del deber, sino por el bien de su patria que era el mayor bien imaginable para un nazi. No hay ahí rastro del formalismo kantiano y sí el dictado de un antiformalismo que podría formularse así: “obra siempre por el bien de tu patria, incluso en el caso de que tengas que cometer actos que repugnan al concepto abstracto de deber moral, el hecho de que tengas que cometer ese asesinato es la prueba extrema de tu entrega al bien de tu patria”, 5. Internet.

(18) No pretendo decir que Arendt derive sus análisis hacia las turbias aguas de la psicologización del criminal. Está claro que a ella no le interesa analizar a las personas sino a los argumentos de las personas.

(19) Adorno, DN, 362.

(20) Adorno MM, GS 4, 150 (MM, 237).

(21) “Que el fascismo sobreviva; que la tan repetida elaboración del pasado no se consiga y todo quede en imagen deformada de un olvido frío y vacío, se debe a que siguen vigentes las condiciones que hicieron posible al fascismo”,  en Adorno, Eingriffe, GS, 10-2, 566.

(22) Adorno GS 4, 55 (MM, 47).

(23) Benjamin, GS I, 434.

(24) Adorno, GS 18, 235.

(25) Levi, P. (1989): Los Hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik Editores, 46.

(26) “Pero ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna ded la “zona gris”, que no entiende de tiempo y está en todas partes”, en G. Agamben (2000): Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pretextos, 25.