La expresión “banalidad del mal”, utilizada por
Hanna Arendt al final de Eichmann en Jerusalén, causó gran desconcierto.
Prueba de ello es el comentariado malhumorada de un Gershom Sholem lamentando
cómo Arendt hubiera cedido a la tentación del lenguaje publicatorio, ella que
estaba tan bien encaminada hablando del asunto en términos de “radicalidad del mal”(1). Arendt le contestó con un cierto desparpajo que sí, que “he cambiado de opinión” y por eso ya no habla de mal radical.
El desconcierto
sigue. Y, como prueba, estas recientes palabras de un escritor estadounidense(2):
“la evaluación que Arendt
hace de Eichmann y sus acciones parece especialmente curiosa. Hijo desclasado
de una familia de clase media, que de joven trabajó como vendedor ambulante de
fuel, Eichmann ascendió hasta convertirse en un alto funcionario nazi encargado
de deportar a los judíos de Europa a los campos de concentración. Pero Arendt
parece encontrar siempre una circunstancia que amortigua el hecho. ‘No entró en el Partido por convicción y nunca llegó
a convencerse’, escribe. No fue el odio
fanático contra los judíos, sino del deseo de progresar lo que impulsó su
trabajo como nazi, sostiene. Aunque Eichmann había visitado repetidamente
Auschwitz y visto el aparato de exterminio organizado allí, Arendt, señalando
que no había participado personalmente en las muertes, insiste en que su papel
en la Solución Final ‘se había
exagerado excesivamente’. Incluso tiene
ocasionalmente palabras benignas para Eichmann, citando pruebas, por ejemplo,
de que era ‘bastante amable con sus
subordinados’. Ante todo, concluye
Arendt, ‘no era un Iago ni un
Macbeth. Excepto por una extraordinaria diligencia a la hora de buscar su
ascenso personal, no tenía motivación alguna’. Dicha
valoración lleva a Arendt a exponer su famosa opinión sobre Eichmann: que representaba
la banalidad del mal”. Ahí se ve
como el concepto de banalización del mal es tomado por banalización del crimen
y del criminal.
Ahora bien, es en el
paso del “mal radical” a la “banalización
del mal” donde se opera una
profundización filosófica sobre el mal. De ello quisiera hablar, mirando de
reojo la reflexión paralela que lleva a cabo Adorno.
Theodor Adorno habla
del mal que fue Auschwitz en términos mucho más solemnes. Recurre a la
prestigiosa figura del “imperativo
categórico”, un concepto que juega el mismo papel, en tiempos de
Ilustración como son los nuestros, que en la premodernidad las Tablas de la Ley
y que reza así: “Hitler ha
impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico para su actual estado de
esclavitud: el de orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no
se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante”(3) .
El imperativo
categórico evoca a Kant, igual que el concepto de mal radical, aunque con
contenidos muy diferentes. En Kant el “imperativo
categórico” es un momento de la razón
práctica. En Adorno, sin embargo, forma parte de la metafísica, por eso lo
formula en el apartado que lleva por título Metafísica después de Auschwitz.
El mal en el mundo convoca no sólo al individuo, sino a la especie; no sólo a
la filosofía moral, sino a la metafísica, porque lo que está en juego no es
sólo el ser bueno, sino el ser hombre. El lugar de la metafísica es la miseria
de la existencia física y no el saber absoluto del Espíritu Universal. Estamos
ante una ética que es filosofía primera
porque “dejar hablar al sufrimiento
es la condición de toda verdad”(4). La negación
del sufrimiento es el lugar de la verdad.
El imperativo
kantiano es asunto de la ética porque lo que le preocupa en ese momento es la
creación de una comunidad de sujetos
morales, de ahí que esté regida por el principio de la igualdad en la dignidad.
Esa igualdad moral la expresa la primera formulación del imperativo categórico
prohibiendo concebirse a uno mismo como excepción a la regla, y, la segunda,
prohibiéndose utilizar a los otros como medios para los propios fines. Para la
creación de esa comunidad moral Kant tiene que poner coto a una subjetividad
que acaba de tomar posesión de la gestión del mundo en nombre de su autonomía.
De ahí la pretensión de universalidad que sirve de marco para una autonomía del
sujeto bien entendida.
El punto de partida
de Adorno, por el contrario, es la experiencia de destrucción de la humanidad
que simboliza Auschwitz. Lo primordial de una ética no es diseñar una autopista
para el bien o crear una comunidad de gente buena, sino crear municiones contra
el mal, es decir, impedir que la humanidad se destruya; el objeto no es
responder a la pregunta por qué ser bueno sino evitar que el hombre se
autoaniquile, y esto no por razones estratégicas, sino epistémicas, porque “no podemos saber qué son el bien absoluto, la norma
absoluta o incluso qué son el ser humano, o lo humano, y la humanidad, pero
sabemos perfectamente qué es lo inhumano”(5). O, dicho, más
claramente: el nuevo imperativo categórico, a diferencia del kantiano, nace
bajo el signo de la negatividad.
Si nos preguntamos
por qué, habría que hacer un balance del esfuerzo filosófico empeñado en
definir en positivo lo que sea el bien o la universalidad. El resultado es
desconsolador pues lo universal ha acabado siendo particular y lo positivo, impositivo
o irracional. Apuntando a las formulaciones positivas del viejo imperativo
categórico, Adorno dice de él que ha hecho de la ley moral “algo racional e irracional”(6). Racional, porque obedece a una lógica racional: si
la ley moral es racional, en cuanto universal, el imperativo categórico hace
gala de una evidente universalidad, aunque sea abstracta; pero también es
irracional, por dos razones: porque esa universalidad es de hecho muy
particular (es lo que el sujeto se imagine que es universal) y porque no hay
modo, con esa lógica, de saber si lo que afirmamos como ley moral es realmente
universal o el fruto de nuestros intereses.
Sólo se puede afirmar
positivamente en qué consista el bien o la ley moral al precio de la
abstracción, esto es, al precio de no sentirse presionado por la realidad, de
ahí esa impasividad o frialdad que Adorno no cesa de denunciar. Contra esa
frialdad de la ética abstracta está escrito Minima Moralia(7). Lo que ahí se dice es que
la ética como la justicia surgen como respuesta a injusticias concretas, a una
experiencia del mal. El nuevo imperativo categórico nace de un Auschwitz, es
decir, de un lugar y tiempo determinado y negativo.
Pero ¿puede ser
Auschwitz universal? El que el viejo imperativo categórico naciera de un juicio
racional se debía a la preocupación filosófica de dar un fundamento universal a
la ética, de suerte que cualquier ser racional pudiera hacerla suya. Ahora
bien, si colocamos el punto de partida de la moral en algo tan propio como la
experiencia de injusticia ¿cómo implicar en ella a los demás? ¿cómo hacerles
ver qué tengo derecho a la justicia? ¿cómo explicar que Auschwitz puede
destronar a la Crítica de la Razón Práctica? Adorno responde sin
miramientos que querer fundamentar la exigencia de que Auschwitz no se repita “tendría algo de monstruoso ante la monstruosidad de
lo sucedido”(8). El que no se pueda
fundamentar no significa, empero, que sea irracional. Late ahí una cultura
materialista de la ética, compartida con Horkheimer, que aclara por qué resulta
monstruoso no ver que la tarea inminente de la humanidad es impedir la
autodestrucción: “la moral no
sobrevive más que en el materialismo sin tapujos”(9), es decir, sólo hay moral cuando traducimos el ser bueno por destruir
el mal, la injusticia. De acuerdo con esa cultura materialista, la ética nace
de sentimientos morales, en particular del sentimiento de indignación ante la
injusticia y de compasión con la víctima. Quizá esto ha sido siempre así,
aunque los filósofos se hayan empañado en ignorarlo, por eso lo llamativo es el
desprecio filosófico por el sufrimiento a la hora de pensar la verdad y la
moral. El recuerdo del horror obliga a traducir grandes lugares filosóficos,
tales como amor espiritual o amor intelectual, en términos de odio al mal, a lo
falso, al sufrimiento, a la injusticia. Adorno coloca en medio de su filosofía
al sufrimiento de suerte que no se podrán ya visitar los grandes lugares
filosóficos sin fijarse en la importancia que en ellos se concede al
significado del sufrimiento. Preguntarse por qué haya que dar prioridad a la
defensa de los inocentes, después de lo ocurrido, es inexplicable.
La negatividad
adorniana es, en segundo lugar, materialista porque es política, es decir, no
se substancia en el rechazo de la abstracción o del sufrimiento, sino en su
destrucción: que no se repita. Y si eso es así es lógico pensar que la ética
consiguiente no se va a contentar con hacer un repertorio de males del mundo:
es decir, el ser bueno no es asunto de la deontología que explica la ética,
sino que es hacerse cargo del cuerpo, del sufrimiento real de los individuos,
de suerte que en ese empeño el hombre se juega su humanidad.
No podemos explicar
el valor fundante del sufrimiento, ejemplificado y ejemplarizado en Auschwitz,
pero sí podemos preguntarnos por ese sufrimiento: ¿qué significa Auschwitz? ¿es
un momento más de ese sufrimiento, lo que nos llevaría a entender a Auschwitz
como el símbolo moderno del sufrimiento o es un momento singular del mismo, un
grado desconocido de la maldad humana que rompería la forma conocida de
aproximarnos al mal? Adorno da a entender las dos cosas: que Auschwitz es
singular, de ahí su lugar en el nuevo imperativo categórico, y, al mismo
tiempo, que hay que tomarlo como un ejemplo de la significación filosófica del
sufrimiento, significación despreciada por la metafísica canónica. El
sufrimiento, el daño, el mal histórico, constituyen pues el punto de partida
del nuevo imperativo moral.
Si Adorno descarta,
por un lado, la posibilidad de una fundamentación de su imperativo categórico
porque no hay que explicar por qué la barbarie es vitanda, lo que sí admite es
profundizar en el mal que identifica con Auschwitz. Al llegar a este punto es
obligado remitirse a las reflexiones de Hanna Arendt sobre el particular.
Hanna Arendt acuñó la
expresión de “banalidad del mal”, pero después de haber hablado y escrito
abundantemente del “mal radical". Si seguimos el itinerario cruzado de esas dos
categorías podremos aproximarnos al tipo de mal que significa, en opinión de
Arendt, el sufrimiento de Auschwitz. Es, como se ha dicho, en Eichmann en
Jerusalén donde Arendt emplea la expresión de “banalidad del mal”, abandonando
la de “mal radical”. Las razones que va dando son conocidas: que sólo
el bien puede ser radical; el mal no posee profundidad ni dimensiones
demoníacas, por eso escapa al pensamiento, siempre en busca de profundidades.
Nada de eso significa rebajar su gravedad o su peligrosidad: “puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a
perder precisamente porque es como un hongo que invade las superficies”(10).
Llama la atención que
sea en el momento en que Arendt reconoce la singularidad de Auschwitz cuando
recurre a la expresión “banalidad del
mal”, mientras que cuando
cifrada la novedad de la barbarie con el término de totalitarismo (en el que
cabían el fascismo y el estalinismo), se atenía a la más rigurosa expresión de “mal radical”. Eso nos
obliga a preguntarnos en qué consiste el cambio de opinión. “Mal radical” es una
expresión kantiana que hay que entenderla como contrapuesta a “mal demoníaco”. El mal
radical supone tomarse el mal por el bien(11), error o perversión muy a la
altura del hombre; el mal demoníaco, sin embargo, consiste en querer el mal por
el mal, algo que va contra la propia naturaleza humana. Lo que hace Arendt es
contravenir esa generosa convicción antropológica kantiana colocando bajo la
figura del mal radical también la idea hacer el mal por el mal. Cuando los
nazis declaran al hombre superfluo y deciden destruir al hombre judío, porque
es judío, están haciendo del mal el principio de su deber. Y eso ¿en qué
consiste? Arendt da vueltas en torno al concepto de superfluidad, señalando
distintos elementos. No se trata de utilizar al ser humano -y degradarle como
medio- sino de inutilizarle como ser humano, negándole lo que hace emerger la
humanidad del hombre: la espontaneidad, la capacidad de tener un proyecto
propio de vida. En otro momento hablará de abandono, esto es, de sentirse excluido
de la comunidad de hombres, sin pertenencia, sin nadie que te reclame, ni
proteste, ni te extrañe. En el apartado “Dominación
total” de Los orígenes del
totalitarismo: el imperialismo, entiende la superfluidad de la existencia
humana como el final de un proceso que pasa por la muerte jurídica del ser
humano (el ser humano deja de ser sujeto de derecho alguno), la muerte moral
(declarando al hombre homo sacer al que cualquiera puede matar sin que
su muerte tengo valor sacrificial alguno), hasta llegar a la destrucción
física. Lo que es importante para nuestro propósito es señalar que el mal
radical no consistiría en el sufrimiento, siempre presente y siempre excesivo,
ni en el número de víctimas, sino en el atentado a la humanidad del hombre.
Aunque los judíos fueran asesinados como judíos, quien salió dañada fue la
humanidad, la del hombre y la de la especie.
El mal radical hay
que entenderlo por tanto como un atentado a la estructura ética de la especie,
estructura de la que ha dependido el ser moral que hemos conocido. El
totalitarismo hizo que lo que parecía imposible e intocable fuera hecho
posible; si hubo un tiempo en que la imaginación de todo lo que el hombre era
capaz de hacer estaba limitada por el principio de que había reglas o zonas
intocables porque eran necesarias para la existencia humana, ahora resulta que
no hay límites a la acción del hombre porque lo bueno y necesario es la
activación de esas posibilidades, sean buenas o malas.
Este planteamiento cambia
radicalmente en Eichmann en Jerusalén. Ahí pasa de la radicalidad del
mal a la banalidad del mal. No hay que buscar raíces profundas al mal. Si para
llegar a Auschwitz hubiera que bajar previamente a profundidades insondables de
la perversión no se explicaría la magnitud del horror nazi pues éste utilizó
resortes muy a la mano y necesitó la complicidad de lo más cotidiano. La
expresión banalidad del mal no pretende rebajar la maldad del crimen, sino
explicar su magnitud sin caer en las exculpaciones. La intuición de Arendt es
investigar la relación entre el hombre normal y el hombre criminal. A esa
relación es a lo que ella llama banalidad del mal.
¿Qué hay que entender
por ello? Una situación moral del hombre “más allá del
bien moral”. El sujeto de la
(in)moralidad de Auschwitz es alguien para quien el ser bueno o malo escapa a
un juicio externo u objetivo que pretendiera limitar la activación del propio
poder. Lo bueno es la activación del poder; esa activación está próxima de la
eficacia si entendemos por eficacia no sólo conseguir el objetivo previsto sino
el despliegue ilimitado de la propia potencia. Esos dos conceptos de eficacia
van íntimamente unidos; puede que el alemán de a pie le bastara con cumplir con
su deber y hacer que su pequeña responsabilidad en la organización del campo
estuviera bien cubierta, pero para que el sistema funcionara debía confiar en
la ideología del sistema; debía por tanto someter los problemas de conciencia
derivados de su acción a la bondad de un sistema dotado de una moralidad propia
y superior.
El despliegue de la
susodicha potencia puede tener como teatro de realización la producción
industrial o la organización política, pero
su escenario natural es el
tratamiento industrial de la vida como muerte pues es ahí donde se pone
claramente de manifiesto que la acción está “más allá de la
vida y de la muerte”. Auschwitz es
una producción industrial de la muerte. Lo que llama la atención en la
organización de los campos de exterminio no es la técnica empleada (la tecnología
de los hornos crematorios o de las cámaras de gas es irrisoria), ni la
organización del campo (que no supera la de cualquier gran empresa), sino la
frialdad con la que la fábrica es destinada a producir muerte en vez de
tornillos(12). Esa enorme maquinaria sólo podía funcionar si cada agente del
campo se sentía identificado “con la
filosofía de la empresa”, filosofía
consistente en valorar la bondad del sistema en función de la eficacia.
La clave del sistema
concentracionario reside en la complicidad de la vida cotidiana con el crimen,
entendiendo por vida cotidiana la confianza en la eficacia, en su doble
sentido.
La gran revelación de
Auschwitz sería que se puede pasar de la normalidad al crimen, de la
organización industrial convencional a una fábrica de muerte con sólo activar
un mecanismo muy presente en la estructura humana que consiste en someter el
bien y el mal a la activación del poder. En situarse moralmente “más allá del mal y del bien”.
Arendt se niega a
tratar Auschwitz como un mal demoníaco porque eso remite a motivaciones
malvadas (resentimiento, como el Ricardo III; envidia, como la de Caín; odio,
como Yago; codicia, raíz de todos los males, etc.) que para nada explican la
gravedad de lo ocurrido; en todas esas motivaciones hay un resto de humanidad
del que carecía la política nazi. Pero eso no significa que Arendt se resigne a
tratar ese horror singular como un crimen normal, por muy monstruoso que fuera.
Mucho más letal que todos los instintos perversos reunidos era “ese alejamiento de la realidad y esa
irreflexibilidad” de Eichmann y
de todos los Eichmann. Años después escribiría: “llamó mi atención una superficialidad manifiesta en el artífice que
hacía imposible rastrear la maldad incontestable de sus acciones hasta un nivel
más profundo de motivaciones u orígenes. Las acciones eran monstruosas, pero su
artífice -al menos el artífice material que se estaba juzgando- era bastante
ordinario, vulgar y no resultaba monstruoso ni demoníaco”(13). En eso consiste la banalidad del mal: en buscar la
explicación de lo corrido en la complicidad entre el ser normal y el ser
criminal.
De lo dicho se
desprende que no hay contradicción entre “el mal radical” de Los
Orígenes del Totalitarismo y “la banalidad
del mal” de Eichmann en Jerusalén, todo lo más un desplazamiento del contenido
del mal que si primero fue la superfluidad, luego sería la irreflexibilidad.
Ese desplazamiento no hay que verlo como una sustitución, sino como un proceso,
como si tras el juicio de Eichmann Arendt se preguntara cómo explicar que
personas normales pudieran, en determinadas circunstancias, cometer acciones
monstruosas, cómo gente sencilla y respetable podía pasar casi sin esfuerzo del
“no matarás” bíblico a matar por deber en nombre de la raza(14).
El mal se expresa en esa falta de juicio, en ese modo de pensar capaz de
generar conocimientos pero incapaz de distinguir entre lo bueno y lo malo.
Resulta interesante
señalar que Zizek apoya esa teoría de Bernstein, aunque desde otros parámetros.
Según él no habría que asustarse ante el momento de depravación que según Kant
acompaña al mal radical(15) (y que Arendt descarta como explicación de la
barbarie nazi, por insuficiente) porque, desde la perspectiva lacaniana ese
tipo de calificativos, como el de “perversos sádicos”, no significa que alguien disfrute del dolor ajeno,
sino que alguien se convierte a sí mismo en instrumento del placer del otro (de
Hitler, claro). “El sádico”, dice textualmente ”(16), “no sería un ser monstruoso,
un ejemplar del mal diabólico, sino un burócrata del mal”. Habría pues una extraña complicidad entre la
perversión del sádico y la banalidad del burócrata del mal(17).
Adorno no habla de
acontecimiento, ni de revelación de Auschwitz, sino, más discretamente, de que
ahí se pone de manifiesto, de una forma eminente, una lógica que viene de
atrás, es decir, que ya estaba inventada. Su tarea consiste en rastrear esa
historia para poner en evidencia la lógica letal, por eso se remonta al
idealismo alemán y descubre en él el primer gran atraco a la distinción,
arduamente elaborada por la civilización occidental, entre mal y bien, gracias
al principio de identidad.
El idealismo alemán,
en efecto, se encuentra frente a dos lecturas del mal: por un lado, un mal
radical, producto de una perversión humana (perversión tan poco excepcional que
casi tiene el calificativo de natural) que toma al mal por el bien y, por otro,
ese mal que consistiría en querer el mal por el mal, volición que casa mal con
la antropología conocida. El idealismo alemán representa el esfuerzo de aunar
ambas concepciones en una identidad especulativa. En el concepto de
subjetividad absoluta se dan cita los dos momentos. El idealismo afirma, por un
lado, la pura negatividad del mal, el mal como límite infranqueable al poder
metabolizador de la subjetividad absoluta que podría transformar todo lo
existente en positividad, menos el mal. La subjetividad absoluta del idealismo
de la mediación sin límites se declararía el bien ajeno a todo mal, incapaz de
ver nada positivo bajo ese mal cuya sola presencia amenaza con destruir a la
propia razón; es lo contrario del mal. Pero, por otro, ese mismo idealismo
sostiene que la subjetividad absoluta es al mismo tiempo la subjetividad que
ignora cualquier absoluto que no sea ella misma y, por tanto, rechaza el
carácter absoluto del mal, de suerte que se enfrenta al mal con la confianza de
someterle y metabolizarle en bien o, dicho de otra manera, la subjetividad
absoluta también puede ser el terror aniquilador que confía por ese medio en
transformar el mal en bien.
La crítica
conservadora comprendió enseguida qué se quería decir con ese intento de aunar
bien con mal, de presentar a la subjetividad absoluta como el mal
inmetabolizable y como el bien transformador de todo lo malo en bien. Esa síntesis
imposible es lo que pretendía, a sus ojos, la Revolución Francesa que, por un
lado, se presenta como un proyecto dominado por el ideal de bien y progreso
para la humanidad y, por otro, como puro terror, como desencadenamiento de una
furia jamás conocida, contra todos aquellos que se nieguen a ser buenos o a ser
felices. Aquí la subjetividad absoluta (la Revolución) se presenta como bien y
mal o, si se prefiere, el mal se presenta como un principio ético, con lo que
se borran las fronteras entre el mal y el bien. El “mal ético”, nacido del
bien que representa la Revolución Francesa, es mucho peor que mal radical
nacido de las propias bajezas.
Arendt rechazaría
este planteamiento porque para ella el criminal nazi no respondía a la figura
de la bajeza moral ni tampoco al de la heroicidad del idealista. Adorno, sin
embargo, más centrado en la figura del crimen -de Auschwitz- que en la del
criminal, lo entiende bien(18), cuando escribe: “El que en los campos de concentración no sólo muriese el individuo, sino
el ejemplar de una especie, tiene que afectar también a la muerte de los que
escaparon a esa medida. El genocidio es la integración absoluta que cuece en todas
partes donde los hombres son homogeneizados, pulidos -como se decía en el
ejército- hasta ser borrados literalmente del mapa como anomalías del concepto
de su nulidad total y absoluta. Auschwitz confirma la teoría filosófica que
equipara la pura identidad con la muerte”(19). La pura
identidad disuelve las diferencias, pule a la humanidad de todas sus
diferencias, aunque sea al precio del genocidio. Común al idealismo y al
principio de identidad es identificar el ser con el pensar con lo que lo real
es verdadero y lo verdadero real. Lo que se esconde tras esa aparente concordia
es el sometimiento del hombre y de la naturaleza, al precio de disolver y difuminar
toda diferencia y pluralidad. El hombre y la naturaleza se convierten en
títeres del concepto abstracto cuando el hombre y la naturaleza son
desprovistas de sus diferencias. Nada extraño entonces que la razón no
encuentre en la realidad más que lo que ella pone o, mejor, impone a la
realidad.
La debilidad de este
planteamiento es que basta una brizna de realidad que no entre en el concepto
abstracto para desacreditar todo el principio de identidad. Que existe ese
resto, desechado por el concepto, es algo indiscutible para el idealismo: lo
singular, lo contingente, lo fracasado. De eso se ocupa su Minima Moralia.
Lo nuevo de Adorno es reconocer que lo no idéntico, es decir, lo fracasado, es
significativo. De ello se va a encargar la dialéctica, que va a plantar cara al
principio de identidad abogando por el significado de la pobreza, del
sufrimiento y de la muerte, manteniendo su irreductibilidad, sin permitir que
ese resto sea devorado por identidad alguna, ya sea el progreso o la historia o
del sentido del Todo. Adorno viene de una tradición crítica judía que ha
denunciado la querencia del idealismo por el totalitarismo porque al
identificar ser con pensar, reducía la pluralidad del mundo a la unidad del
pensar. Adorno, por su parte, declara que “el Todo es lo
no verdadero” porque el Todo es un
concepto único que no puede abarcar las diferenciaciones de la realidad.
Y eso es Auschwitz
para Adorno: el lugar en que el principio de identidad o el idealismo se
expresan como muerte. La diferencia entre Arendt y Adorno es que para aquélla
el mal, en su faceta de radicalidad o banalidad, se reveló en Auschwitz,
mientras que para Adorno en Auschwitz se hizo visible de una manera eminente la
lógica que venía funcionando ya antes: “es innegable
que los martirios y humillaciones, jamás experimentados antes, de los que
fueron transportados en vagones para ganado, arrojan una intensa y mortal luz
sobre aquel remoto pasado, en cuya violencia obtusa y no planificada estaba ya
teleológicamente implícita la violencia científicamente concebida”(20). Observemos detenidamente la frase adorniana: por
un lado habla de un daño jamás experimentado antes, y, por otro, de una
experiencia que puede iluminar a todo ese proceso de violencia que le ha
precedido. Lo que importa, pues, es reconocer lo que esa nueva luz pone al
descubierto en la historia del sufrimiento que acompaña al principio de
identidad, pero que había quedado camuflado hasta ese momento. El secreto
ocultado por el pensamiento occidental es la historia passionis de la
parte triunfadora. De ese recuerdo depende que la opresión se perpetúe o cese.
Pero, ¿por qué apelar aquí a la memoria como categoría capaz de interrumpir la
violencia? Parecería más lógico invocar otra estrategia, la de detectar y
anular, por ejemplo, las causas que llevaron al genocidio. No es que se
desprecie esa estrategia(21), lo que se dice es que todo pasa por la memoria.
Memoria ¿de qué?
Para entender esta
invocación a la memoria hay que detenerse un momento en esa realidad presente,
triunfadora, que hace valer su presencia como realidad única al precio de
disimular la historia passionis subyacente. Llamamos real a lo que está presente; lo que
se ha perdido en el camino o ha sido reducido a escombros no vale, no
significa, no forma parte de la realidad. Esa parte de la historia es tratada
como ruinas, es decir, como algo natural -una “segunda naturaleza”, dirá Adorno,
siguiendo a Lukacs- ajeno a la voluntad del hombre. Pero esas ruinas no son
naturaleza, sino historia. Y ese elemento histórico, sin el que no se explica
nada, pero cuidadosamente velado por el pensamiento, es el sufrimiento humano: “la expresión de lo histórico en las cosas no es otra
cosa que (la expresión) del sufrimiento pasado”(22).
La memoria de
Auschwitz no es el recuerdo en bruto de ese acontecimiento sino la visión de la
realidad con la mirada de la víctima que nos avisa que toda cosificación, esa
manía en ver el presente como casi natural, supone un grave olvido. Adorno hace
suyo en este punto el análisis benjaminiano del alegorista que mira el presente
y descubre esa parte oscura de la realidad que el drama barroco representa en
el escenario por medio de las ruinas(23). Si no se reduce lo que ha sido a lo
que es, si se consigue entender que lo histórico no es una especie de
naturaleza añadida, entonces lo que fue posible y fracasó aparece como la única
novedad posible. Y ese posible no cumplido sólo puede ser traído al presente
por la memoria pues “el recuerdo
apunta a la salvación de lo posible, pero no llegado a realizar”(24).
Arendt y Adorno se
enfrentan al mismo problema: ¿qué hacer y decir responsablemente ante la
novedad de Auschwitz? Una y otro entienden que la producción industrial de la
muerte en los campos de exterminio obligaban a pensar el mal de una forma
nueva. Hacerlo responsablemente significaba no explicar esa novedad como si
fuera un terremoto que sorprende al hombre en un día de excursión -hacerlo así
llevaba a la exculpación: ¿qué se puede hacer cuando se desatan las furias
suprahumanas?, sino buscando en el modo de ser del hombre histórico actitudes y
querencias ocultas que debidamente activadas convertían al hombre normal en un
ser criminal. El mérito del concepto arendtiano de “banalidad del mal” es haber
tematizado ese fenómeno que también detectó Primo Levi, llamándole “zona gris”. Levi se
refería a esa sorprendente experiencia, vivida en el campo, en la que todo se
confundía: se borraban las distancias de por sí infranqueables entre víctimas y
verdugos y aparecían todos del mismo lado, confraternizando. Un caso
ejemplifica esta experiencia, la de un partido de futbol entre víctimas y
victimarios. Ese partido tuvo lugar de hecho en Auschwitz. Da fe de ello Primo
Levi, en Los hundidos y los salvados(25), que se lo oyó contar a Miklos Nyiszli, un médico judío
húngaro que trabajaba a las órdenes de Mengele. Fue un partido entre los SS que
estaban de guardia en el crematorio y miembros de un Sonderkommando,
encargados de las tareas más miserables: contribuir al engaño de su gente para
la gasificación, extraer los cadáveres, arrancarles los dientes de oro y cortarles
la cabellera, quemarles en los hornos crematorios. Por un momento olvidan su
condición inhumana y se entregan a la pasión del juego, a la camaradería de la
competición, a las bromas y chanzas del lance, a cruzar apuestas de igual a
igual con sus verdugos.
Es un juego macabro
pues en esa pérdida momentánea de su condición de víctimas ven los verdugos el
momento de máximo triunfo: “os hemos
abrazado, corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como
nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar
juntos”, comenta Levi.
Toda la sima moral
que separa a víctimas y verdugos se desvanece de repente y aparecen unos y
otros hermanados en el mismo juego. Esa proximidad entre la normalidad de un
juego y la criminalidad del campo, esa facilidad con la que se transita de una
a otra es lo que Levi llama “zona gris” y, Hanna Arendt, “banalidad del mal”.
Si en el campo, “los seres más desgraciados”, como llama Levi a los Sonderkomandos,
pudieron hacer abstracción por unos minutos de su condición de víctimas, ¿cómo
extrañarse de que el buen padre de familia alemán se convirtiera en verdugo en
su horario de trabajo? Por supuesto que nada tiene que ver la inhumanidad de
ese “buen padre de familia” alemán con la necesidad de normalización del Sonderkomando
dispuesto a olvidar su condición y su relación con el verdugo durante un
instante. Pero esa facilidad con la que se transita de la normalidad a la
criminalidad, en el caso del verdugo, y de la condición inhumana a la del ser
humano que hace deporte, en el caso de la víctima, apunta a una sima
antropológica que da vértigo. Tiene razón Agamben cuando dice que esa terrible
partida sigue jugándose y en ella estamos todos implicados(26).
Reyes Mate (Conferencia pronunciada en el I Congreso Iberoamericano de
Filosofía Moral y Política, Alcalá de Henares, 17 de septiembre 2002)
NOTAS
(1) “De aquel mal radical
sobre el cual su análisis de entonces aportaba una sabiduría tan elocuente y
erudita, nada queda salvo este eslogan de ahora”, en Scholem, citado por
Richard J. Bernstein (2000): “Cambió Hanna Arendt de opinión? Del mal radical a
la banalidad del mal”, en Fina Birulés ed. (2000): Hanna Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, 237.
(2) Michael Massing: "Juicio
y error", El País, 19 de diciembre del 2004.
(3) Las referencias a
Adorno están tomadas de T.W. Adorno (1973): Gesammelte
Schriften, (en adelante GS), Frankfurt, Suhrkamp, 6, 358. Hay traducción
castellana de J. M. Ripalda, (1984): Dialéctica
Negativa, Madrid, Taurus, 365; nos referiremos a la edición alemana con la
sigla ND y a la española con DN.
(4) Adorno, ND, 6, 29 (DN,
27).
(5) Adorno: Probleme der Moralphilosophie, en GS,
10, 254. Es Wiesel quien escribe “hemos
descubierto el mal absoluto, pero no el bien absoluto”. Y esa constatación le
plantea un gran problema al recordar Auschwitz a las nuevas generaciones: “¿qué
hacer para decirles que le ha sido dado al hombre, a pesar de todo, la sed de
absoluto por el bien y no sólo por el mal?”, en J. Semprún y E. Wiesel (1995): Se taire est impossible, Paris, Mille et
Une Nuits-Arte Editions, 19.
(6) Adorno, ND, 6, 258 (DN
259-260).
(7) “En la bondad indiscriminada
respecto a todos nace también la frialdad y el desentendimiento respecto a cada
uno, comunicándose así a la totalidad”, Adorno, GS, 4, 85 (MM, 75).
(8) Adorno, GS 10-2,675 (“Educación
después de Auschwitz”, en Educación para
la emancipación, Madrid, Ediciones Morata, 1998, 79). Y en ND, 6, 358 (DN,
365: “este imperativo es tan reacio a toda fundamentación como lo fue el
carácter fáctico del imperativo categórico kantiano. Tratarlo discursivamente
sería un crimen”).
(9) Adorno, ND, 6, 358 (DN
365).
(10) Bernstein (2000), 237.
(11) Kant (1956): Die Religion innerhalb der Grenzen der
blossen Vernunft, Hamburg, Felix
Meiner Verlag, 33 “Es por todo eso
que a dicha propensión podemos llamarla una propensión natural al mal, y, dado
que ésta habrá de ser siempre culpable, la denominaremos en la naturaleza
humana un mal radical e innato (lo cual no impide que nos lo hayamos acarreado
nosotros mismos”: Kant (1972) La religión
dentro de los límites de la sola razón, Barcelona, Ediciones Zeus, 224.
Arendt critica a Kant quien, habiendo acuñado el término, lo descarte como
posible, salvo que se presente bajo la forma de una “mala voluntad pervertida”,
en H. Arendt (1987) Los orígenes del
totalitarismo (OT,2), Madrid, Alianza, 680.
(12) La frialdad, tan
característica del sistema concentracionario nazi, no debe entenderse en el
sentido de que el agente SS actuara sin sentimientos. Al contrario. El
historiador Marcello Pezzetti nos contaba, al pie de la Judenrampe de Auschwitz-Birkenau que un buen día llegó hasta ese
lugar un convoy procedente de Roma. En el camino había nacido un niño con lo
que no cuadraba el número de llegados con el número del informe de salida. Para
que cuadraran las cuentas, un SS estrelló al recién nacido contra la pared del
barracón que teníamos delante.
(13) Citado por Bernstein
(2000), 252.
(14) Eichmann vivió esta
situación al revés durante su juicio en el sentido que “sabía que lo que antes
se consideraba como su deber se calificaba ahora como un crimen, y aceptó este
nuevo código de juicio como si no fuera más que otra regla de lenguaje
distinta”, citado por Richard J. Bernstein (2001): “La responsabilidad, el
juicio y el mal”, en AAVV.: Hanna Arendt.
El legado de una mirada, Madrid, Ed. Sequitur, 38.
(15) “La maldad
(vitiositas, pravitas) -o, si se prefiere, la corrupción (corruptio)- del
corazón humano es la propensión del albedrío a máximas que supeditan el móvil
fundado en la ley moral a otros móviles (no morales)”, Kant (1956): Die Religion innerhalb der blossen Vernunft,
Hamburg, Felix Meiner Verlag, 30
(Kant, (1972): La religión dentro de los
límites de la sola razón, Barcelona,
Ediciones Zeus, 221).
(16) “Para Lacan el
perverso sádico no es una figura patológica del mal demoníaco, sino un total
despersonalizado burócrata del mal, una pura ayuda complementaria en cuya
personalidad no hay profundidad psicológica alguna, ninguna complejo entramado
de motivos traumáticos”, Zizek “Warum Hanna Arendt und Daniel Goldhagen unrecht
haben”, 8. Internet.
(17) Nota que Zizek se
aleja tanto de la tesis que endosa al imperativo categórico kantiano la
barbarie nazi, como de la de quienes interpretan esa barbarie como el paso del
mal radical al mal demoníaco. Eichmann, pese a sus confesos fervores kantianos,
no actuaba en nombre del deber, sino por el bien de su patria que era el mayor
bien imaginable para un nazi. No hay ahí rastro del formalismo kantiano y sí el
dictado de un antiformalismo que podría formularse así: “obra siempre por el
bien de tu patria, incluso en el caso de que tengas que cometer actos que
repugnan al concepto abstracto de deber moral, el hecho de que tengas que
cometer ese asesinato es la prueba extrema de tu entrega al bien de tu patria”,
5. Internet.
(18) No pretendo decir que
Arendt derive sus análisis hacia las turbias aguas de la psicologización del
criminal. Está claro que a ella no le interesa analizar a las personas sino a
los argumentos de las personas.
(19) Adorno, DN, 362.
(20) Adorno MM, GS 4, 150
(MM, 237).
(21) “Que el fascismo
sobreviva; que la tan repetida elaboración del pasado no se consiga y todo
quede en imagen deformada de un olvido frío y vacío, se debe a que siguen vigentes
las condiciones que hicieron posible al fascismo”, en Adorno, Eingriffe, GS, 10-2, 566.
(22) Adorno GS 4, 55 (MM,
47).
(23) Benjamin, GS I, 434.
(24) Adorno, GS 18, 235.
(25) Levi, P. (1989): Los Hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik
Editores, 46.
(26) “Pero ese partido no
ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca.
Representa la cifra perfecta y eterna ded la “zona gris”, que no entiende de
tiempo y está en todas partes”, en G. Agamben (2000): Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pretextos, 25.