1.
El legado moral de Auschwitz se puede resumir en una proposición: que no se
repita y, para eso, ahí está la memoria. Extraña estrategia pues la memoria
tiende a la repetición, menos ésta que se propone “el nunca más”. La pregunta
que tenemos que hacernos entonces es ¿hemos recordado? ¿hemos conjurado el
peligro de repetición?
La
respuesta es inquietante: hemos recordado, sí, pero no hemos conjurado el
peligro. Habrá que preguntarse si es por la mala calidad de la memoria o porque
ésta no basta. Veamos.
Hemos recordado: No ha sido fácil conseguirlo.
Había razones externas que se oponían a la memoria: como la Guerra Fría que no
permitía despilfarrar energías mirando hacia atrás. También, razones internas:
“lo que habían padecido los judíos no suscitaba interés", decía Simone Veil,
superviviente de Bergen-Belsen. Ocurrió en su casa y también en un congreso de
historiadores sobre la II Guerra Mundial en París después de la guerra. No les
interesaban los testigos. En su casa sólo querían oír las gestas heroicas de la
Resistencia que contaba el hermano.
No querían oír a Primo Levi,
demasiado triste; ni a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el
resentimiento; ni leer a Paul Celan que osaba hacer poesía después de
Auschwitz. Otros supervivientes, como Jorge Semprún, tenían que callar para
seguir viviendo: La escritura o la vida.
O recordar y morir; o vivir y olvidar.
Por eso digo que no ha sido fácil llegar
hasta aquí, pero aquí estamos, recordando. Esa batalla se ha ganado. Hoy
podemos decir que no hay miedo a que olvidemos: están las conmemoraciones, los
museos, los campos, los libros, las tesis doctorales. Las visitas a Auschwitz baten
records.
Pero esta noticia, que tranquiliza
por un lado, también desasosiega pues los genocidios no se han detenido, el
antisemitismo sigue latente, la xenofobia se multiplica, las guerras no decaen.
No parece cierto que baste recordar Auschwitz para que la historia no se repita
dando la razón a quienes, como Hegel, decían que nada se aprende de la historia.
Por eso, creo yo, ha llegado el
momento de preguntarnos de qué memoria nos estamos nutriendo. Hay que
preguntarse por la memoria: ¿qué memoria convoca Auschwitz? y ¿qué memoria
manejamos nosotros? porque quizá no sea la misma.
2.
La memoria se dice de muchas maneras, pero la de Auschwitz consiste en iluminar
el presente desde el pasado y no al revés.
¿Cómo es exactamente esa memoria?
Tiene algunas características muy suyas: en primer lugar, es una memoria
peligrosa pues el pasado nos hace ver lo frágil y discutible que es la base que
nos sustenta. Nos descoloca. Es una memoria, en segundo lugar, que es justicia,
justicia en un sentido nuevo y distinto. No tiene que ver con el derecho. Dice Benjamín:
esa memoria “abre expedientes que el derecho considera casos cerrados”. Para el
derecho, la causa se archiva una vez cumplida la pena o si ha prescrito. Para
la memoria el paso del tiempo no cuenta. La memoria de la injusticia pervive,
mientras no sea saldada, como una pregunta pendiente. Ni tampoco le vale la
insolvencia del victimario, sólo el sufrimiento de la víctima. Es una memoria,
finalmente, que obliga a interrumpir el curso de la historia: al tener como
objetivo el “nunca más” nos obliga a hacer las cosas de una manera distinta.
Hay todavía otro aspecto más: desde
Auschwitz, la memoria es un deber, es decir, una memoria que no se substancia
acordándose de los judíos asesinados en los campos (que es en lo que queda
nuestra memoria de Auschwitz), sino que, de acuerdo con Adorno, Primo Levi o
Hannah Arendt, consiste en un re-pensar la historia de nuevo, desde la barbarie.
Ese imperativo tiene una doble dimensión: por un lado, un alcance epistémico
pues afecta a la forma de conocer (es lo que Adorno, en jerga filosófica,
denominaba NIC, y Primo Levi, más a la llana lo expresaba diciendo que “lo que ocurrió fue impensable, no
encajaba en nuestros esquemas mentales. Pero ocurrió. Entonces lo ocurrido se
convierte en lo que da que pensar”. Ahora el acontecimiento es la fuente del conocimiento. “El
acontecimiento es la verdad” en el sentido de que es el punto de partida que
nos lleva a la verdad, es lo que debe dar que pensar, por eso hay que crear un
nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho y no fuimos capaces de pensar.
Hay pues que distinguir entre la verdad que surge del acontecimiento y la
verdad que generan nuestros conocimientos.
Ahora bien, re-pensar todo a la luz
de la barbarie, que de eso se trata, es muy exigente y puede que ni siquiera hayamos
dado el primer paso en esa dirección.
3.
Tiene el concepto de interrupción, además de la dimensión teórica que acabamos
de evocar, otra práctica, es decir, moral y política. Se impone entonces interrumpir
la lógica del progreso, que es la que manda en política, porque “fascismo y
progreso coinciden”, dice Benjamin. Sorprendente afirmación.
Habría también que cuestionar un
tipo de ética, muy extendida, que permite acallar la conciencia mirando a otro
lado o, como decía Steiner, que permite tocar a Schubert por la noche, leer a
Rilke por la mañana, y activar las cámaras de gas en las horas laborables. La
nueva ética tendría que cambiar y partir de la pregunta de la barbarie: “si
esto es un hombre”. Esto es pedir mucho: cuestionar el progreso, cambiar la
ética burguesa.
Pero quizá podamos hacer algo más
modesto: lo que sugería el Papa Francisco a Pedro Sánchez en la audiencia que
tuvieron en el mes de octubre. Francisco recomendó a Pedro Sánchez que leyera
un libro, titulado Sindrome 1933, y cuyo
autor es un comunista judío italiano, Sigmond Ginzberg. 1933 es el año de la
llegada de Hitler al poder. Ginzberg se pregunta cómo es posible que en la
culta Alemania ganara las votaciones un grupo de matones capitaneados por un
sargento de medio pelo. Pues porque los demás (partidos políticos,
intelectuales, prensa,…) le hicieron el trabajo: mientras unos y otros iban a
lo suyo, desmoralizaron el país. Lo que hizo el cabo austríaco fue sacar las
consecuencias de esa desmoralización
general. Tuvo –y ese fue su mérito- la habilidad de leer la realidad no como un
hecho sino como un síntoma del fracaso político y moral de un determinado
modelo de civilización. El libro se pregunta si no se están produciendo ante nosotros
hechos que también son síntomas de un profundo fracaso del sistema pero que si
no corregimos a tiempo podrían convertirse en el huevo de la serpiente.Y eso
parece: ahí está la emigración (¿acaso no seguimos demonizando al otro sobre todo
si es pobre, negro o moro?); luego está el populismo (¿hemos renunciado a
inventarnos un enemigo para tener bien amarrados a los nuestros?); también el
abandono de los que no tienen trabajo (¿por ventura no son hoy como ayer los
que se echan en brazos de la extrema derecha?) ; analicemos el lenguaje (¿hay
mucha diferencia entre los discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y
de sal gorda de los políticos actuales?); los partidos políticos (¿piensan en
la gobernanza o en la clientela?); y, sobre los intelectuales: ¿dónde están?
Podríamos decir al autor que
conocemos las respuestas a esas preguntas, otra cosa es que las interpretemos
como síntomas de un movimiento profundo.
Las vemos frívolamente como parte del juego, circunstancias pasajeras,
accidentes de la vida. Eso, que sí supo detectar y aprovechar Hitler, es lo que
no vemos.
Habría también que pensar el derecho.
El derecho penal sigue identificando justicia con castigo. Sin caer en la
impunidad, ¿puede sostenerse algo así en la “era de la víctima”? ¿por qué no
avanza más la justicia restaurativa, empeñada en recuperar para la sociedad a
la víctima y al victimario?
4.
No quisiera terminar sin una última reflexión: no podemos perder de vista que el
concepto de memoria va unido al de nuevo comienzo. Recordamos, desde luego,
para honrar y hacer justicia a las víctimas, pero también y sobre todo para
hacer las cosas de otra manera. La memoria es “nunca más”. Ahora bien, si ese
es el objetivo último de la memoria, deberíamos subordinar otros objetivos,
tales como la reparación o la justicia, al nuevo comienzo.
¿Cómo expresar ese paso de la
memoria al nuevo comienzo? Reconozcamos que no es evidente. Asociamos
instintivamente memoria a justicia o verdad, pero ¿a nuevo comienzo? Es capital
ponernos de acuerdo sobre este punto. No es evidente porque va a contrapelo. Invoco
aquí la autoridad intelectual de Hanna Arendt, que no habla precisamente en
nombre de los victimarios, para proponer la idea, suya ciertamente, de que la
mejor forma para superar el pasado, es decir, la mejor forma para inaugurar un
nuevo tiempo, es el perdón. Otro tanto decía Paul Ricoeur: “el perdón es el
futuro de la memoria”.
Del perdón se habla mucho en ética y
en religión, de ahí la desconfianza “científica” que provoca. Pero aquí tiene
otro sentido. Lo que ahora nos interesa del perdón es su lógica. Veamos. Dice
Arendt que el perdón tiene que ver con el sentido de la acción, entendiendo por
acción el obrar humano creativo, el obrar libre. Pues bien, el mayor enemigo de la acción libre es el
encadenamiento al pasado. Y eso ocurre cuando la acción que emprendemos es una
reacción a lo que hemos vivido o sentido o pensado. Quien así actúa, se parece,
dice Arendt, al aprendiz de brujo que carece de fórmulas mágicas para romper el
hechizo. Sus brebajes sólo conseguirán perpetuarle.
El perdón rompe el hechizo, rompe la
cadena acción-reacción, porque propone una acción no como reacción o réplica a
un tiempo pasado, sino como respuesta a lo que el pasado tiene de posibilidad.
No al pasado que ocurrió sino a las posibilidades de pasado. En eso el perdón
es diferente a la justicia penal porque no busca una respuesta o reacción
proporcionada y reparadora respecto a la acción causante de la injusticia, sino
que propone una acción que tiene en cuenta el pasado, pero no el pasado que
causó la acción injusta, sino un pasado que dispone de posibilidades distintas
a la acción que causó el daño.
Tengamos en cuenta que la reacción
(ni siquiera la que es justicia) garantiza la no repetición de la barbarie.
¿Cómo lo podríamos conseguir? Movilizando en el sujeto criminal otras
posibilidades de acción, distinta de la criminal. El autor puede, además de
hacer daño, como ha hecho, reconocer el error, arrepentirse, comportarse
humanitariamente. Pero para eso hay que reconocer en el sujeto criminal lo que
la tragedia griega (y Maurice Blanchot) llama un “excedente en humanidad”, una
“reserva en humanidad”, que sólo se activa si se le da una segunda oportunidad.
Entiéndase bien: no se trata de sobreseer el pasado, ni de impunidad alguna. La
memoria es, en primer lugar, justicia, y así debe ser. Pero también es algo
más, esto es, inauguración de un nuevo tiempo. Ese objetivo no se alcanza sólo
con justicia, de ahí la importancia del perdón.
No podemos perder de vista la
centralidad del “nunca más” en el concepto de memoria. Y eso vale a la hora de
institucionalizar la memoria de las víctimas, ya sea mediante una ley de
memoria histórica, la creación de un museo o el levantamiento de un monumento.
La memoria que sólo mire hacia atrás, aunque sea con la mejor intención de
hacer justicia, fallará en lo fundamental. Es preferible, en esos casos,
invocar sin más la justicia histórica que la memoria democrática.
Reyes
Mate. (Conferencia on line en el Congreso organizado por la Asociación Argentina de Filosofía del Derecho, en la ciudad Santiago del Estero, el 5 de noviembre 2021).