El mes de mayo nos trae, con las
flores, la oferta de libros como regalo de primavera. Vienen casi de puntillas,
como pidiendo permiso, por si molestan. Si comparamos la llamada de los libros
con la de cualquier otro producto que se nos vende en un supermercado, ya sean
tarros de mermelada o un exprimidor de naranjas, advertiremos que los libros
están quietos en sus estanterías y sólo enseñan el lomo; los tarros o
electrodomésticos aparecen erguidos, desafiantes, como queriendo asaltarnos o
tirarnos de la chaqueta para que nos detengamos. Los libros son mansos; las
mercancías, agresivas.
No lo han tenido fácil. El
nacimiento de la escritura ya fue un quebranto. Theuth, el dios egipcio que la inventó,
tuvo dificultades para comercializarla porque los clientes le decían que era
una droga que mataba. Claro que lo escrito podía curar en el sentido de salvarlo
del olvido. Pero también condenaba a muerte a lo que no quedaba registrado.
Intuían ya lo que es una verdad para nosotros: lo que no es registrado es como
si nunca hubiera existido. La escritura ha tenido que habérselas con los
defensores de la tradición oral. Ha habido incluso guerras de religiones, como
la que sostuvo Lutero contra el Papado, aquél defendiendo la escritura y éste
la tradición. Era un asunto de poder. Si uno reconocía la autoridad de las
Escrituras Sagradas, tenía que atenerse a ellas; pero si lo que cuenta es la
tradición oral, lo que vale es lo que diga su portavoz. Al Papa, un monarca con
tres coronas, no le hacía ninguna gracia que le recordaran textos bíblicos donde
se decía que “mandar es servir”. Hasta bien entrado el siglo XX no hubo paz
entre unos y otros.
Al libro le han salido muchos
críticos, empezando por quien tuvo la ocurrencia de decir que “una imagen vale
más que mil palabras”, santo y seña de los adictos al móvil. Nos reíamos, no ha
mucho, de aquel Presidente estadounidense, George W. Bush, porque no era capaz
de leer de una vez un documento que superara las dos páginas. Ahora nos las
arreglamos con 65 caracteres que sólo dan para un párrafo.
Al libro se le ha enterrado muchas
veces, aunque hay que reconocer que ni el cine, ni los ordenadores, ni los
móviles han acabado con él. ¿De dónde le viene esa capacidad de resiliencia? Del
libro se ha dicho que es como un mensaje en una botella lanzada al mar. Es
posible que llegue hasta algún náufrago y le salve porque en su interior trae
la respuesta a un anhelo profundo o a una necesidad imperiosa. Los libros
recogen la sabiduría de la humanidad y te permiten, sin dar un paso, conectar
con cualquier tiempo y lugar, con cualquier sabio oriental y occidental,
contemporáneo o perdido en el tiempo, donde encontrarás alguna fórmula
magistral que te ilumine o, al menos, te consuele.
Hay otra razón, sin embargo, que
constituye su verdadera fuerza. Cualquier libro contiene sentidos que escapan a
su autor. El autor sabe que por mucho que te pienses lo que escribes, que te
documentes bien, que afines en la interpretación de los hechos, tu escritura
está generando, en el mismo momento que ve la luz, miles de sentidos que otros
podrán descifrar, pero no tu. El poder del libro consiste en multiplicar el
pensamiento. A cada cual dirá algo distinto y nuevo porque es inagotable. Todos
hemos hecho la experiencia de que el mismo libro, leído en tiempos diferentes o
con estados de ánimo distintos, no sabe igual. Decimos que un libro acaba de
escribirse cuando encuentra un lector. Cuando alguien le acoge, subraya un
párrafo o dobla una página, el libro está salvado, aunque buena parte de la
tirada duerma en el almacén. Ese lector le dará vida que animará a otros.
En la novela de Orwell, 1984, hay un Ministerio de la Verdad
encargado de velar por la escritura: ahí se reescribían los libros para
privarles de su capacidad subversiva, inyectándoles el sentido que convenía al
poder. El libro es peligroso, por eso siempre existe un departamento de
vigilancia dispuesto a orientar al lector. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el
que la Iglesia católica tenía un “Índice de libros prohibidos” que suponía una
condena a la pena de muerte del libro maldito que ya no podía circular
libremente, ni ser vendido, ni leído. La cosa fue tan lejos que hasta prohibió
la difusión de sus propios libros sagrados, como bien recuerda Teresa de Ávila,
que tuvo que deshacerse de una edición de textos evangélicos que ya venían debidamente
depurados. El obispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, pagó con la cárcel la
osadía de traducir la Biblia al romance para que la pudieran leer las mujeres. Hoy
las cosas se hacen de una forma más sutil. En vez de castigar, se promocionan,
mediante premios o suplementos literarios, los libros más insulsos para que el
personal los consuma como pasta italiana.
Federico García Lorca, que era un
optimista, decía que “contra el libro no caben persecuciones. Podemos hacer
desaparecer un libro pero no las cabezas de los que le han leído porque son
muchos e ignoramos donde están”. El poeta granadino confiaba “en las cabezas de
los que han leído el libro” porque esas cabezas, si las dejas a su aire,
descubrirán esos sentidos secretos que prolongan la vida del libro. Ese es el
momento que está en peligro. Insistimos mucho, y no sin razón, en que el libro
enriquece al lector, pero no podemos olvidar lo contrario, que sin cabezas
lectoras el libro se marchita y se agosta. Este peligro no nos parece tan real
hoy en día porque todavía hay libros que llegan a la cabeza de los lectores,
pero cuando sólo queden en las bibliotecas, sin lectores, decaerá el libro y
acabará muriendo. Una sociedad sin libros no será sólo una sociedad
totalitaria, como la que describe Orwell en su novela 1984, sino una sociedad plana, sin alma, sin relatos memorables.
La Cábala judía dice que la Torá
consta de 600.000 letras, las mismas que el número de israelitas, con la
particularidad de que cada uno sería poseedor de una letra cuyo sentido él sólo
podía descifrar. El libro sagrado sería el resultado del concurso de todos. Es
una bella forma de explicar la naturaleza de la escritura y la importancia del
lector. La escritura no son palabras cosidas, sino vida revelada. Y el lector
no es alguien que pasaba por allí, sino el auténtico autor.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 8 de mayo
2022)