21/5/22

En mayo, con libros a porfía

            El mes de mayo nos trae, con las flores, la oferta de libros como regalo de primavera. Vienen casi de puntillas, como pidiendo permiso, por si molestan. Si comparamos la llamada de los libros con la de cualquier otro producto que se nos vende en un supermercado, ya sean tarros de mermelada o un exprimidor de naranjas, advertiremos que los libros están quietos en sus estanterías y sólo enseñan el lomo; los tarros o electrodomésticos aparecen erguidos, desafiantes, como queriendo asaltarnos o tirarnos de la chaqueta para que nos detengamos. Los libros son mansos; las mercancías, agresivas.

             No lo han tenido fácil. El nacimiento de la escritura ya fue un quebranto. Theuth, el dios egipcio que la inventó, tuvo dificultades para comercializarla porque los clientes le decían que era una droga que mataba. Claro que lo escrito podía curar en el sentido de salvarlo del olvido. Pero también condenaba a muerte a lo que no quedaba registrado. Intuían ya lo que es una verdad para nosotros: lo que no es registrado es como si nunca hubiera existido. La escritura ha tenido que habérselas con los defensores de la tradición oral. Ha habido incluso guerras de religiones, como la que sostuvo Lutero contra el Papado, aquél defendiendo la escritura y éste la tradición. Era un asunto de poder. Si uno reconocía la autoridad de las Escrituras Sagradas, tenía que atenerse a ellas; pero si lo que cuenta es la tradición oral, lo que vale es lo que diga su portavoz. Al Papa, un monarca con tres coronas, no le hacía ninguna gracia que le recordaran textos bíblicos donde se decía que “mandar es servir”. Hasta bien entrado el siglo XX no hubo paz entre unos y otros.

             Al libro le han salido muchos críticos, empezando por quien tuvo la ocurrencia de decir que “una imagen vale más que mil palabras”, santo y seña de los adictos al móvil. Nos reíamos, no ha mucho, de aquel Presidente estadounidense, George W. Bush, porque no era capaz de leer de una vez un documento que superara las dos páginas. Ahora nos las arreglamos con 65 caracteres que sólo dan para un párrafo.

             Al libro se le ha enterrado muchas veces, aunque hay que reconocer que ni el cine, ni los ordenadores, ni los móviles han acabado con él. ¿De dónde le viene esa capacidad de resiliencia? Del libro se ha dicho que es como un mensaje en una botella lanzada al mar. Es posible que llegue hasta algún náufrago y le salve porque en su interior trae la respuesta a un anhelo profundo o a una necesidad imperiosa. Los libros recogen la sabiduría de la humanidad y te permiten, sin dar un paso, conectar con cualquier tiempo y lugar, con cualquier sabio oriental y occidental, contemporáneo o perdido en el tiempo, donde encontrarás alguna fórmula magistral que te ilumine o, al menos, te consuele.

             Hay otra razón, sin embargo, que constituye su verdadera fuerza. Cualquier libro contiene sentidos que escapan a su autor. El autor sabe que por mucho que te pienses lo que escribes, que te documentes bien, que afines en la interpretación de los hechos, tu escritura está generando, en el mismo momento que ve la luz, miles de sentidos que otros podrán descifrar, pero no tu. El poder del libro consiste en multiplicar el pensamiento. A cada cual dirá algo distinto y nuevo porque es inagotable. Todos hemos hecho la experiencia de que el mismo libro, leído en tiempos diferentes o con estados de ánimo distintos, no sabe igual. Decimos que un libro acaba de escribirse cuando encuentra un lector. Cuando alguien le acoge, subraya un párrafo o dobla una página, el libro está salvado, aunque buena parte de la tirada duerma en el almacén. Ese lector le dará vida que animará a otros.

             En la novela de Orwell, 1984, hay un Ministerio de la Verdad encargado de velar por la escritura: ahí se reescribían los libros para privarles de su capacidad subversiva, inyectándoles el sentido que convenía al poder. El libro es peligroso, por eso siempre existe un departamento de vigilancia dispuesto a orientar al lector. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la Iglesia católica tenía un “Índice de libros prohibidos” que suponía una condena a la pena de muerte del libro maldito que ya no podía circular libremente, ni ser vendido, ni leído. La cosa fue tan lejos que hasta prohibió la difusión de sus propios libros sagrados, como bien recuerda Teresa de Ávila, que tuvo que deshacerse de una edición de textos evangélicos que ya venían debidamente depurados. El obispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, pagó con la cárcel la osadía de traducir la Biblia al romance para que la pudieran leer las mujeres. Hoy las cosas se hacen de una forma más sutil. En vez de castigar, se promocionan, mediante premios o suplementos literarios, los libros más insulsos para que el personal los consuma como pasta italiana.

             Federico García Lorca, que era un optimista, decía que “contra el libro no caben persecuciones. Podemos hacer desaparecer un libro pero no las cabezas de los que le han leído porque son muchos e ignoramos donde están”. El poeta granadino confiaba “en las cabezas de los que han leído el libro” porque esas cabezas, si las dejas a su aire, descubrirán esos sentidos secretos que prolongan la vida del libro. Ese es el momento que está en peligro. Insistimos mucho, y no sin razón, en que el libro enriquece al lector, pero no podemos olvidar lo contrario, que sin cabezas lectoras el libro se marchita y se agosta. Este peligro no nos parece tan real hoy en día porque todavía hay libros que llegan a la cabeza de los lectores, pero cuando sólo queden en las bibliotecas, sin lectores, decaerá el libro y acabará muriendo. Una sociedad sin libros no será sólo una sociedad totalitaria, como la que describe Orwell en su novela 1984, sino una sociedad plana, sin alma, sin relatos memorables.

             La Cábala judía dice que la Torá consta de 600.000 letras, las mismas que el número de israelitas, con la particularidad de que cada uno sería poseedor de una letra cuyo sentido él sólo podía descifrar. El libro sagrado sería el resultado del concurso de todos. Es una bella forma de explicar la naturaleza de la escritura y la importancia del lector. La escritura no son palabras cosidas, sino vida revelada. Y el lector no es alguien que pasaba por allí, sino el auténtico autor.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 8 de mayo 2022)