En su estudio, titulado “Una ética
desde la memoria y la solidaridad con el sufrimiento: Max Horkheimer”(1), Juan
José Sánchez, vuelve sobre la polémica que mantuvieron Horkheimer y Benjamin a
propósito del anhelo, tan humano él, de una justicia universal consumada, es
decir, plenamente cumplida. Un anhelo de felicidad que comparten los dos amigos
pero que explican de manera muy diferente.
En su análisis, Juanjo señala que el
anclaje materialista de Horkheimer le llevaba a una resignación o pesimismo
final. No había manera humana de que se hiciera justicia a la víctima asesinada
porque eso supondría devolverle la vida. Es lo que decía Horkheimer en un
artículo de 1934 sobre “La metafísica del tiempo en Bergson”: “Lo que acontece
al hombre una vez que ha caído no lo cura ningún futuro. No serán convocados
por futuro alguno en vistas a devolverles la felicidad para toda la eternidad.
La naturaleza y la historia han hecho su trabajo y la representación de un
juicio final, que se hiciera cargo del infinito anhelo propio de los oprimidos
y moribundos, pertenece a esos restos del pensamiento primitivo que desconoce
el nulo papel del hombre en la historia de la naturaleza y que se empeña en
humanizar al universo… Lo que sí consigue la tarea de la rememoración (Erinnerung)
es colocar al oficio del historiador por
encima del de la metafísica”(2). Para ésta, en efecto, la realidad es lo dado,
mientras que para el historiador también cuenta el pasado, un pasado ante el
que el presente es impotente.
Ahí están las líneas bien trazadas y
delimitadas: el futuro no puede cambiar el pasado de las víctimas. Lo único que
puede cambiar es la idea que el presente se haga de ellas, pero eso sólo afecta
a la conciencia del historiador no a la injusticia del pasado. Lo vuelve a
decir, y esta vez dirigido al propio Benjamin, en una carta del 16 de marzo de
1937: “La afirmación de que el pasado no está clausurado, es idealista, si la
clausura no está subsumida en esa afirmación. La injusticia del pasado ocurrió
y se acabó. Los aplastados están aplastados
verdaderamente. Si uno se toma en serio la no clausura de la historia,
tendría que creer en el juicio final.”(3). Horkheimer saca aquí el registro del
rigor materialista y le dice a Benjamin que no hay nada que hacer con la
injusticia que supone un asesinato. Asunto archivado, por muy doloroso que sea,
por mucha injusticia que se haya cometido. El único pasado que está abierto es
el “positivo”, es decir, el de las buenas obras. Y ese pasado está abierto provisionalmente
porque en cualquier momento se le puede dar la vuelta. Pensemos, por ejemplo,
en una existencia individual a la que se la ha ahorrado la injusticia de
asesinarle porque interesaban sus servicios (el caso de Primo Levi que se salva
por ser ingeniero químico). En este caso el pasado no se clausuró, es decir, la
vida del amenazado pudo seguir adelante. Lo que no hubiera tenido futuro,
porque hubiera quedado cerrado o clausurado por la muerte, es la injusticia del
asesinato. Ahora bien, en el caso de que hubiera salvado su vida, no se puede
hablar de justicia consumada, porque el verdugo podía volver, de ahí el
carácter provisional de la justicia pasada.
En la conocida entrevista “El anhelo
de lo totalmente otro” repite lo mismo a propósito del anhelo de justicia
consumada: “ésta no puede ser realizada jamás en la historia secular, pues, aún
cuando una sociedad mejor haya superado la injusticia presente, la miseria
pasada no será reparada, ni superado el sufrimiento en la naturaleza
circundante”(4).
En su escrito, preciso y diáfano,
Juanjo contrapone la contundencia materialista de Horkheimer a la querencia
teologizante de Benjamin, patente en el comentario que éste hace en El Libro
de los Pasajes a la posición de
Horkheimer. Dice Benjamin: “El correctivo que hay que aplicar a ese tipo
de razonamientos surge de la reflexión siguiente: la historia no es sólo una
ciencia sino también y no menos una forma de recordación (Eingedenken).
La recordación puede modificar lo que la ciencia da por definitivamente
establecido. La recordación puede convertir lo no clausurado (la felicidad) en
algo clausurado y lo clausurado (el sufrimiento) en algo no clausurado. Eso es
teología. Ahora bien, en la recordación hacemos una experiencia que nos prohíbe
comprender la historia de una manera fundamentalmente ateológica, de la misma
manera que no nos es permitido escribirla con conceptos estrictamente
teológicos”(5). Desde el momento en que el pasado no es cosa exclusiva de la
ciencia histórica sino también de la recordación, la memoria puede abrir
expedientes que la historia da por archivados. Y viceversa. ¿Que eso es teología,
como dice Horkheimer? Eso, replica, Benjamin es impensable sin el judaísmo que
los dos tienen a sus espaldas, pero eso no significa que haya que ser un
pensador creyente para poder decir lo que dice. La memoria de las injusticias
pasadas proporciona una experiencia singular: no nos permite cerrar los oídos a
los gritos de las víctimas que claman por sus derechos, aunque no podamos
recurrir a las respuestas que dan los creyentes.
Es posible que no estén tan lejos
uno del otro. Desde el realismo propio del materialismo es difícil defender el
“anhelo de una justicia universal consumada”. Horkheimer sólo puede sostener
con tanta insistencia ese “anhelo” porque tienen tras de sí una tradición que
habla de ello, llámese mesianismo o teología. Y esa tradición, en el caso de
Horkheimer, no sólo bebe del judaísmo, sino que, además, recala, según recoge
Juanjo, en el propio Kant quien, cuando busca un fundamento a la moral, desliza
la idea de que éste “ha de ser tal que no pueda pensarse que no existe el más
allá”. El pensamiento “del más allá” cuenta para la moral kantiana. Hasta aquí
la polémica. Intentemos avanzar un poco.
No creo que la diferencia entre
ellos resida en la mayor o menos dosis de teología en cada uno de ellos, sino
en el distinto enfoque de sus filosofías. El foco en el caso de Horkheimer es
la justicia; en el de Benjamin, la memoria. No son conceptos alternativos, pero
sí tienen lógicas diferentes.
Memoria y justicia no son conceptos
alternativos o excluyentes porque la memoria es justicia en el sentido, al
menos, de que sin memoria de la injusticia no hay justicia que valga. Esto lo
comparten plenamente. Pero, entonces, habría que preguntarse por el alcance de
una justicia anamnética. Y ahí Horkheimer quizá tenga razón. Hay injusticias
irreparables. Ante la injusticia que supone un asesinato, no hay justicia
posible porque el daño es irreparable. Aquí tiene todo el sentido del mundo
hablar de filosofía materialista, como contrapunto a la idealista. La
idealista, a la Hegel, sí encontrará
una explicación justificativa de la muerte individual, aunque sea un crimen,
incrustándola en el Todo, que ese no muere. Pero el materialista dirá, con toda
razón, que eso es como hacerse una trampa al solitario. Desde el punto de vista
de Horkheimer habrá que hablar de daños o injusticias reparables y de daños o
injusticia irreparables. Respecto a las reparables cabe hablar de justicia. Y
¿de la irreparables? Sólo impropiamente podríamos hablar de justicia en el sentido
de memoria de lo irreparable. Mantener viva la memoria de la injusticia es una
forma modesta pero radical de justicia, aunque en ningún momento pudiéramos
confundirla con “justicia consumada”.
El foco filosófico de Benjamin es,
sin embargo, otro: la memoria. Su forma de enfrentarse al pasado, sobre todo al
pasado injusto, es diferente.
Para empezar, la justicia mira al
pasado, mientras que la memoria, al futuro. La justicia trata de restablecer un
equilibro roto en una acción que ha tenido lugar, mientras que el objetivo
final de la memoria es el “nunca más”, esto es, plantea hacer las cosas de otro
modo para que el futuro no sea más de los mismo, sino novedad. Lo llamativo de
este paradójico objetivo de la memoria –paradójico pues, de entrada, la memoria
invita a la repetición y no a la interrupción- es que propone para ello una
estrategia singular que podríamos resumir en los siguientes pasos. En primer
lugar, un nuevo concepto de realidad. Para la razón anamnética, realidad y
facticidad no son sinónimos. Gracias a la memoria descubrimos una zona
invisible (la historia del sufrimiento) que es parte de la realidad aunque no
sea fáctica, es decir, no haya conseguido convertirse en un hecho. Esa
realidad, con su zona oculta, exige, en segundo lugar, otro modo de
conocimiento. No se trata ya de interpretar lo no –hecho desde el hecho, ni lo
desconocido desde lo conocido, sino entender ese no-hecho (que es la historia
del sufrimiento) como el punto de partida del nuevo conocimiento. Eso, lo
catastrófico, lo fracasado (que estilizamos en el término “Auschwitz”) es lo
que da que pensar. El acontecimiento como principio del conocimiento rompe con
un tipo de epistemología milenaria (la idealista pero también la materialista) que
situaba al hecho como el principio de la verdad. Este giro epistémico es lo que
llamamos “deber de memoria” que no es tanto acordarse de las víctimas cuando
re-pensar todo a la luz de la barbarie para que la historia no se repita. Esto afecta, en tercer lugar, al tema de la
justicia. Desde el punto de vista de la justicia, la memoria sólo puede hacer
presente la injusticia pasada, pero la memoria puede hacer algo, en relación a
la reconciliación de la sociedad dañada, que no puede hacer la justicia. Puede,
en efecto, romper la lógica letal del pasado que seguiría intacta en el caso de
que se reparara lo reparable (incluyendo en ello la aplicación del derecho
sobre los culpables) y se hiciera memoria de lo irreparable. Pongamos un
ejemplo: pensemos en el alcance de una justicia ejemplar sobre las injusticias
cometidas durante la Guerra Civil y la dictadura. Estarían los culpables condenados,
las víctimas resarcidas en la medida de lo posible y, en lo tocante a los daños
irreparables, una memoria social garantizada del sufrimiento de las víctimas y
de la culpabilidad de los victimarios. La pregunta sería entonces ¿qué hemos
conseguido, además de hacer justicia? ¿hemos abonado el terreno para su no
repetición o, al contrario, para su repetición? Es en este momento cuando
interviene la memoria, que busca el “nunca más", con una propuesta
singular: para que el pasado no se repita, para conjugar una historia de
enfrentamientos y guerracivilismos, hay que romper el vínculo entre el pasado y
el presente, hay que interrumpir la lógica histórica del enfrentamiento. Y eso
lo puede conseguir la memoria si ésta se piensa hasta el final.
¿Y cuál es el final de la memoria?
El que anuncia Paul Ricoeur cuando dice que “el perdón es el futuro de la
memoria”. El mismo al que apunta Hanna Arendt cuando explica que el perdón es la más audaz de las
empresas humanas porque intenta lo que parece imposible, a saber, alumbrar un
nuevo comienzo allí donde todo parece haber concluido (la irreparabilidad del
daño). Hablemos pues del perdón. Es, dice Ricoeur, el futuro, es decir, el
objetivo último de la memoria (el nunca más). Eso quiere decir que la memoria
de ese pasado no es repetición sino interrupción. Por encima de la justicia, de
la reparación, de la verdad (que pueden estar al servicio de la repetición),
está el perdón, que es punto y aparte. Digo “por encima de” y no “a costa de”.
Conviene deshacer un malentendido
paralizante. El perdón tiene, evidentemente, una connotación moral y religiosa,
muy respetable, pero aquí se usa en sentido lógico. Tiene que ver, dice Arendt,
con el sentido de la acción, entendiendo por acción el obrar humano creativo,
el obrar libre. Pues bien, el mayor enemigo de la acción libre es el
encadenamiento al pasado. Y eso ocurre cuando la acción que emprendemos es una
reacción a lo que hemos vivido o sentido o pensado. Quien así actúa, se parece,
dice Arendt, al aprendiz de brujo que carece de fórmulas mágicas para romper el
hechizo. Sus brebajes sólo conseguirán perpetuarle. El perdón rompe el hechizo,
rompe la cadena acción-reacción porque propone una acción no como reacción o
réplica a un tiempo pasado, sino como respuesta no al pasado sino a lo que el
pasado tiene de posibilidad. El perdón es diferente a la justicia penal porque
no busca una respuesta o reacción proporcionada y reparadora respecto a la
acción causante de la injusticia, sino que propone una acción que tiene en cuenta
el pasado, pero no el pasado que causó la acción injusta, sino un pasado que
dispone de posibilidades distintas a la acción que causó el daño.
Tengamos en cuenta que la reacción (ni
siquiera esa noble forma de reacción a una acción injusta, que llamamos
justicia) no garantiza la no repetición de la barbarie. ¿Cómo lo podríamos
conseguir? Movilizando en el sujeto criminal otras posibilidades de acción,
distinta de la criminal. El autor puede, además de hacer daño, como ha hecho, reconocer
el error, arrepentirse, comportarse humanitariamente. Pero para eso hay que reconocer
en el sujeto criminal lo que la tragedia griega (y Maurice Blanchot) llama un
“excedente en humanidad”, una “reserva en humanidad”, que sólo se activa si se
le da una segunda oportunidad. Entiéndase bien: no se trata de sobreseer el
pasado, ni de impunidad alguna. La memoria es, en primer lugar, justicia, y así
debe ser. Pero también es algo más, esto es, inauguración de un nuevo tiempo.
Ese objetivo no se alcanza sólo con justicia, de ahí la importancia del perdón.
Ahora podemos entender la tesis de
que “la memoria abre expedientes que la justicia da por cancelados”. Los abre,
en primer lugar, porque para la memoria la injusticia no prescribe mientras no
sea reparada. La justicia anamnética va más allá de la justicia penal
internacional y de las leyes de amnistía o punto final. Para la memoria valen
las preguntas aunque no tengan respuestas. La memoria, mediante el perdón,
desborda también a la justicia en un segundo sentido: libera al agente de su
pasado criminal habilitándole para un tipo de acción diferente. La memoria no
solo se interesa por el sujeto que fue criminal sino por ese mismo sujeto que
puede ser ganado para la causa del bien.
La apertura en cuestión hay que
entenderla ahora como ruptura del encadenamiento al pasado.
Efectivamente, no se puede hablar
aún de “justicia consumada” pero sí se ha dado un paso en la creación de
condiciones para que la injusticia no se perpetúe.
Reyes
Mate (Revista Exodo, nr 160 (marzo) 2022, 57-62)
NOTAS
(1) Sánchez, Juan
José, (2010): “Una
ética desde la memoria y la solidaridad con el sufrimiento: Max Horkheimer”, en
Sucasas, A., Zamora, J. A., Memoria-política-justicia.
En diálogo con Reyes Mate, Madrid, Trotta, 246-261.
(2)
Horkheimer, Max (1968), “Zu Bergsons Metaphysik der Zeit”, en Kritische
Theorie I, Frankfurt, Fischer Verlag, 198-199.
(3) Carta citada por W. Benjamin en GS V/1, 589
4) Horkheimer Max (2000): Anhelo
de justicia, edición de Juan José Sánchez, Madrid, Trotta,2000, 172.
(5) W.
Benjamin, GS V/1, 589.