El tiroteo en la escuela de Uvalde (Texas),
como todos los episodios de espionaje que hemos conocido en los últimos
tiempos, tienen un común denominador, a saber, la obsesión por la seguridad. En
los EE.UU. los ciudadanos van armados hasta los dientes porque no se fían de
que el Estado les proteja. En España, banqueros espían a banqueros, dirigentes
empresariales a políticos, dirigentes a compañeros del partido, instituciones
del Estado a gobernantes nacionales o autonómicos porque nadie se fía del otro.
Mejor que contar con su lealtad es tenerle amarrado por su debilidad. Eso es lo
que nos hace fuertes.
La seguridad es una categoría
innegociable porque la vida, sobre todo la humana, es un riesgo. Platón cuenta
en uno de sus diálogos, titulado Protágoras,
que los dioses del Olimpo quedaron consternados de lo mal pertrechado que nacía
el hombre. Observan desde las alturas que el animal nace o veloz, como la
gacela, o potente, como el león, o astuto, como la serpiente sólo el ser humano
nace frágil, débil y necesitado. El hombre viene al mundo con un problema de
seguridad y, si quiere sobrevivir a un entorno hostil, tendrá que buscar una
solución.
No le vale cualquiera. Los dioses
dan una pista de cómo debería ser la buena respuesta. Apiadado de su
menesterosidad, Prometeo decide regalar a los humanos, robándoselo a los
dioses, el arte del fuego y, luego Zeus completa la obra entregándonos la
virtud de la convivencia. La solución tiene que consistir en una mezcla de
ciencia y virtud, de conocimiento técnico y de ética política. Con el fuego se
puede, en efecto, cocinar y abrigarse, además de fabricar armas defensivas; con
la ética, sumar esfuerzos y encontrar reglas de convivencia que saquen lo mejor
de cada uno. Pero los humanos no captaron el mensaje. En lugar de eso,
convirtieron el arte del fuego en industria armamentística. La Asociación del
Rifle que sólo confía en las pistolas para vivir en paz, es un buen ejemplo del
poco caso que hemos hecho al mensaje de los dioses.
La necesidad de seguridad ha
desquiciado al ser humano hasta el punto de que, por ella, ha sacrificado su
bien más preciado: la libertad. Lo cuenta Franz Kafka en La Madriguera, el último de sus escritos. El protagonista es un
topo que vive asustado. Tiene miedo del entorno, del ruido, de todo lo que se
mueve o está quedo. Decide construir bajo tierra un laberinto de túneles y
fosos que resulte infranqueable para quien venga del exterior, pero que también
resulta insuperable para él mismo. La fortaleza acaba siendo una trampa. Por
muchas defensas que construya, no conseguirá apaciguar su miedo ni sentirse
seguro.
Los casos de espionaje que hemos
conocido, así como las muertes de esos 19 niños y 2 profesores en la escuela de
Tejas, son pruebas de que hemos optado por un tipo de convivencia más inspirado
en el cuento de Kafka que en el relato de Platón. Un pensador francés, Michel
Foucault, ya adelantó hace cincuenta años algo que hoy nos parece una
evidencia. Habló del Panóptico, un neologismo que podemos traducir por “la
mirada que todo lo ve” o el “ojo cósmico”. Lo que quería decir el filósofo
francés es que nuestro mundo está construido como una urbanización circular en
cuyo centro se levanta una torre coronada por un mirador desde donde todo se
vigila. Nada escapa a su mirada.
El Panóptico es un modo de organización
que se puede aplicar a todos los campos de la vida: a la cárcel, a la escuela,
al hospital y, también, a la fábrica. Lo que le caracteriza es, por un lado,
que ve sin ser visto, es decir, nos sentimos permanentemente vigilados sin
saber que lo somos ni cómo lo somos. Puede que no lo seamos en muchos momentos,
pero vivimos como si estuviéramos constantemente controlados, monotorizados,
espiados. Lo eficaz es sentirse controlados. Sabemos que en algunos campos de
exterminio, como el de Belzec, donde asesinaron a medio millón de deportados en
un año, sólo había una decena de SS (eso no lo sabían los prisioneros porque
cuando lo pudieron saber, como en Sobibor, les hicieron frente y liberaron el
campo). La consecuencia es que vivimos renunciando a la espontaneidad y en el
fondo, a la libertad. Otra característica de esta construcción es que cuenta
con nuestra colaboración. No la sentimos como algo impuesto por algún poder
maligno sino que la exigimos. Sentimos que nos protege, que vale la pena.
Gracias a esa mirada cuyo aliento nunca se aleja de nuestra nuca, conseguimos
que el preso en la cárcel se esfuerce por reformarse; que el estudiante en vez
de sacar el curso copiando, aprenda; que el trabajador, en vez de traducir su
malhumor destrozando máquinas, produzca y cobre más. El Panóptico disciplina a
sus habitantes y eso les hace más dóciles y más productivos. La educación no
está pensada, por ejemplo, para desarrollar los talentos que cada niño atesora,
sino para enderezarle gracias a una disciplina del cuerpo y del alma que le ahorma
para la vida.
No hemos encontrado el punto de
equilibrio entre seguridad y libertad. Parece que hemos optado por el ojo
vigilante del Gran Hermano o el recurso a las pistolas. Que eso no es ninguna
solución lo prueba el hecho de que lo que ha ocurrido en la escuela de Texas se
ha repetido 500 veces en los dos últimos años. Que la Asociación del Rifle
proponga que, para evitar más casos, hay que armar a los maestros, es querer
apagar un incendio con gasolina.
Hay que volver a la sabia propuesta
de los dioses griegos. Nos sentiremos más seguros si subordinamos la seguridad
a la libertad, es decir, si colocamos todos los medios para protegernos, como
son las armas, la policía, la justicia o el espionaje, bajo un exquisito
control democrático. Una sociedad en la que un turbio personaje como el
excomisario Juan Manuel Villarejo es solicitado por ministros, banqueros,
jueces y fiscales, para confiarle encargos inconfesables, es una sociedad
profundamente insegura porque se sostiene sobre chantajes.
Se decía en los años noventa que la
nuestra era una sociedad de sordos porque caminábamos pendientes del auricular
sin hacer caso ni del ruido ni de los demás. En poco tiempo hemos pasado a una
sociedad de escuchas, de sentirnos permanentemente vigilados. Hora es de
escuchar menos y escucharnos más.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 5 de
junio 2022)