Vivimos un tiempo deprimente. Entre
los incendios, la guerra, las calores y el incremento del IPC, no hay lugar para
el respiro. Ya sabíamos que el periodismo tiene querencia por las malas
noticias. Lo nuevo, sin embargo, es la sospecha de que puede que no las haya
buenas, por eso merece la atención una información reciente que habla de
felicidad. En las universidades de Oxford y Harvard se enseñan materias tan
clásicas como la física y tan innovadoras como la inteligencia artificial.
Bueno pues lo nuevo, nuevo, es la enseñanza de la felicidad.
Estas universidades, tan reputadas ellas,
dan clases de felicidad. Como si se tratara de cualquier otro fenómeno natural,
se la puede abrir en canal y estudiar de qué órganos está compuesta, dónde
duele, cómo se fortalece o qué la debilita. Algunos de sus descubrimientos
obligan a revisar tópicos muy instalados. No es verdad, dicen, que el dinero y
el éxito garanticen la felicidad. El siglo XXI es más rico que el XX y, pese a
eso, los índices de infelicidad son muy superiores. Aseguran con rigor
científico que causa mayor bienestar en una tribu africana, asolada por la
falta de perspectiva, un buen terapeuta
que una fanega de maíz.
Estos profesores universitarios,
especializados en enseñarnos a ser felices, están convencidos de que la vieja
aspiración de la humanidad a la felicidad ha generado un fondo de armario, rico
en experiencias y en ideas, que yace semiabandonado en ese almacén del saber
que es la filosofía. Lo que hacen ellos en sus clases es convertir esos
conocimientos en programas de acción para jóvenes y viejos, ricos o pobres.
Detectan el grado de insatisfacción vital y recetan la dosis necesaria en
solidaridad o esfuerzo o indignación o meditación a fin de mejorar el bienestar
emocional.
Lo que nos dicen sus promotores es
que estos cursos, dedicados a la mejora de la felicidad, han tenido un éxito
inesperado. Es pronto para valorar los resultados, pero lo que parece
indiscutible es que la gente está mal y quiere estar bien. A los alumnos no les
guía tanto la curiosidad intelectual cuanto buscar remedio al malestar que les
aqueja.
¿Y qué enseña la filosofía sobre la
felicidad? Conocida es la habilidad de la mentalidad anglosajona para sacar
partido práctico a las ideas. De momento hay que agradecerles que saquen a la
filosofía del almacén de ideas y la conviertan en algo útil. Decía Marx, hace
casi dos siglos, que había llegado la hora de que la filosofía dejara de
interpretar el mundo y se dedicara a cambiarle. Al menos, que sirva para
hacerle más llevadero.
Digamos de entrada que el tema de la
felicidad ha ocupado un lugar central en la vida de los humanos y, por tanto,
en sus reflexiones filosóficas. Este interés no se debe a que el mundo de
nuestros antepasados fuera el paraíso terrenal. Al contrario. Había clara
conciencia de que este mundo era un mar de lágrimas. Si miraban hacia fuera, lo
que encontraban era muerte, guerras y hambres; y si miraban hacia dentro
descubrían a un ser humano capaz ciertamente de luchar para mejorar pero sin
muchos miramientos para con los más débiles o extraños. El bueno de Sócrates
pudo experimentar en sus propias carnes cómo se las gastaba la sociedad de su
tiempo cuando alguien, como él, tuvo el valor de denunciar todo el sufrimiento sobre
el que estaba construido el bienestar de unos pocos. Le condenaron a muerte.
La filosofía sabía que la felicidad
es un bien escaso y que había que tener cuidado con su reparto. Tenía que
hablar de felicidad a un mundo infeliz, y eso, bien visto, es un gesto de
rebeldía que tiene un valor inmenso porque lo que da a
entender es que el ser humano no es una planta que nace y muere, sino un
viviente con pretensiones. Pretende vivir para algo. Lo que encontramos en la
inmensa mayoría de los filósofos es el convencimiento de que el ser humano nace
para alcanzar un objetivo. No le basta vegetar. La felicidad consistirá
entonces en hacer ese camino y, sobre todo, en alcanzar la meta. No es un
camino de rosas pues el ser humano es un ser libre y puede inventarse rutas que
le llevan al precipicio.
Hay diferencias, sin embargo, entre
los distintos filósofos respecto a cómo conseguir la felicidad. Unos son
optimistas y otros, claro, pesimistas.
Los primeros piensan que para ser
feliz basta seguir los impulsos de la naturaleza humana que es como un microchip
en el que está programado lo que tenemos que hacer. El ser humano sabe lo que
tiene que hacer y nace con la fuerza necesaria para llevarlo a cabo. Estas
ideas nos resultan hoy admirables pero lejanas porque parecen hechas para
santos o héroes, gentes de una pieza, como lo fueron Sócrates o Baruch Spinoza
o Francisco de Asís.
Más cercanos nos resultan los
pesimistas, por ejemplo Arthur Schopenhauer. No dejaba de repetirse que vivimos
en un mundo en el que la desdicha es la norma. Si el dolor nos invade por
doquier es porque tiene el secreto de la existencia. No es algo accidental o
absurdo sino lo que da sentido a la vida. La vida consiste en liberarse del
dolor. Y como lo que causa ese dolor que nos acompaña como una segunda piel es
la vida, las ganas de vivir, el deseo de imponernos o el querer ser uno mismo,
la superación del dolor consiste en huir del mundo y de nosotros mismos. El
filósofo alemán acaba fraternizando con la ascesis cristiana y la mística
hindú. La huída del mundo no consiste en desentenderse del sufrimiento sino en
alejarse de la lógica mundana que lo causa. Lejos pues de lo que causa la
injusticia o el sufrimiento y cerca de los que sufren, de ahí la importancia
que da a la compasión.
Este filósofo ha vuelto a la actualidad
porque trae un mensaje claro para estos tiempos oscuros: la felicidad no
consiste en conquistar El Dorado sino en luchar contra el sufrimiento.
Imaginemos a los diputados en las Cortes discutiendo el presupuesto del Estado.
¡Cuánto ganaríamos si en vez de obsesionarse con el crecimiento del PIB, se
centraran en decisiones que aliviaran la suerte de los más vulnerables,
conscientes de que el mandato popular no les pide que hagan felices a la gente
sino que tomen medias para hacerles menos desgraciados! Sería una afrenta al
progreso, pero ganaría la compasión, un cambio a la altura de las desdichas que
nos acosan.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 31 de
julio 2022)