12/9/22

Más piedad en la naturaleza que en la voluntad de los pueblos

            La pertinaz sequía que asola a toda Europa ha descubierto el secreto ocultado por las aguas del Danubio. Al secarse el cauce han aparecido en los fondos del río los restos de numerosos barcos alemanes hundidos durante la II Guerra Mundial por el Ejército Rojo en su ofensiva final. Algunos de esos barcos, cargados de municiones, convierten el río en un campo de minas. Por un momento las celebradas aguas del Danubio han dejado de discurrir al son de un vals para recordarnos música de guerra.

             Tiene su gracia que la naturaleza se haya encargado de recordar lo que la historia se empeñaba en olvidar. El Danubio que recorre media Europa se ha convertido en una metáfora de nuestro tiempo: cuando la historia olvida, la naturaleza recuerda, dando a entender con ello que hay más compasión en los severos ciclos naturales que en la voluntad de los pueblos. Aunque resulte extraño, hay más memoria en las piedras de una ruina que en muchas páginas de historia. Las ruinas no mienten pues no necesitan discursos para dar testimonio de un pasado desgraciado. Hasta pueden haber pertenecido a un imperio, como las piedras de los Foros Romanos, pero que, al convertirse en ruinas, están mandando el mensaje de la fugacidad del triunfo. Otras veces, como las de los buques hundidos, son el testimonio de la derrota. En ambos casos brilla el poder memorial de la naturaleza por encima de la conciencia de los humanos, por eso los alemanes se están preguntando hoy qué pasó en ese y otros ríos tan llenos de naufragios.

             Quien quiera entender el costo del olvido no tiene más que darse una vuelta por la convulsa situación en el Este de Europa, inmersa en conflictos y guerras en los que aparecen los mismos protagonistas de entonces, pero en otro orden. En efecto, los aliados de antaño son enemigos hogaño, pero ni unos ni otros pueden olvidar los desastres de la guerra entre vencidos y vencedores.

             Ocurre este piadoso recuerdo de la naturaleza en el mismo momento en que en España el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, anuncia a bombo y platillo que, si gana, abolirá la non nata Ley de la Memoria Democrática. Tiene desde luego todo el derecho de planteárselo, pero debería pensárselo dos veces antes para saber si tal propuesta se debe a que no quiere que se hable de memoria, como decía Mariano Rajoy, o a cómo se está hablando de ella, que no es lo mismo. Este proyecto de ley tiene sus aciertos y desaciertos, como ya he tenido la ocasión en contarlo en este diario, de ahí que quepa una reforma que la mejore (o la empeore). Lo que no podrá ni Núñez Feijóo, ni ningún otro político, es acabar con la memoria, es decir, desentenderse del peso moral y político del pasado.

             Creo que la derecha española es víctima de un equívoco peligroso: piensa que su lectura del pasado es objetiva, mientras que la de la izquierda es partidaria, subjetiva e infundada. Eso explica la desenvoltura con la que los dirigentes políticos conservadores hablan del Apóstol Santiago o de Pelayo o de la Conquista o de los Reyes Católicos. Por no salir de Galicia, sabemos de sobra que Santiago ni estuvo en España ni yace en sepulcro gallego alguno. Es un mito inventado de arriba abajo que, como tantos otros, ha tenido, independientemente de su autenticidad, una eficacia política innegable en la historia española. Es verdad que la izquierda también tiene sus mitos, por ejemplo, la idea sobre le Segunda República que hoy se jalea en muchos de sus círculos. Puestos a desmontar recuerdos, empecemos por los propios y dejemos a la historia que cribe entre leyendas y hechos.

             Pero más allá de los relatos imaginarios sobre el pasado, hay memorias que recuerdan sufrimientos reales sobre los que ningún partido, ninguna ideología, tiene el monopolio. Esas víctimas, de todos los colores, lo que nos están pidiendo es un ejercicio elemental pero definitivo: que cada cual recuerde a las otras víctimas. No sólo a las propias, que es lo fácil, sino a las otras, esas que tuvieron otra ideología o ninguna, pero que fueron violentadas por los nuestros. Sólo entonces acabará este cansino y frívolo juego político consistente en dar valor a las de nuestro lado e ignorar a las del otro. Todos tenemos la obligación de recordar todo y no sólo a los nuestros.

             Lo que no va a conseguir ninguna mayoría parlamentaria, de uno u otro signo, es acabar con la memoria porque cuando desfallece la voluntad de recordar, interviene la naturaleza, separando las aguas del Danubio, como otrora las del Mar Muerto, para abogar por la memoria. El mensaje que nos llega desde el fondo de las aguas es que no hemos aprendido nada del pasado. Esos buques hundidos, testigos de un tiempo de barbarie, nos dicen que algo hemos hecho mal para que en su ribera se repitan las mismas barbaridades de no hace tanto tiempo.

             Los mismos que hace setenta y cinco años unieron sus fuerzas para luchar contra la barbarie, se enfrentan ahora, dispuestos a recurrir a las armas para resolver sus diferencias políticas. Es verdad que muchos de los actores han cambiado. Ni Rusia es la Unión Soviética, ni la Unión Europea tiene nada que ver con la de las dos guerras mundiales. Lo que no ha cambiado es la sinrazón de la guerra, ni el sufrimiento de la población. Al contrario, bien se puede decir que la guerra, al multiplicar la capacidad de daño de sus armas, ha incrementado su irracionalidad. Tras seis meses de combate, no parece que ni los rusos ni los ucranianos puedan cantar victoria. Con sus miles de muertos y millones de desplazados, hemos entrado en una guerra de desgaste que augura grandes males para las poblaciones afectadas, de ahí que cualquier noticia que hable de proseguir la guerra, no es buena noticia.

             Para el río, esos buques cargados de explosivos tienen algo de obsceno pues su cauce está hecho para navegar. Al quedar al descubierto, gracias a la sequía, la naturaleza protesta y denuncia la violencia humana que ha desnaturalizado el sentido del agua corriente. Ocurre esto mientras los humanos buscan razones que justifiquen la guerra, a sabiendas de que lo peor no son los buques destruidos sino las vidas sacrificadas. Decididamente, hay más piedad en la naturaleza que en la historia.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 29 agosto 2022)