La pertinaz sequía que asola a toda
Europa ha descubierto el secreto ocultado por las aguas
del Danubio. Al secarse el cauce han aparecido en los fondos del río los restos
de numerosos barcos alemanes hundidos durante la II Guerra Mundial por el
Ejército Rojo en su ofensiva final. Algunos de esos barcos, cargados de
municiones, convierten el río en un campo de minas. Por un momento las
celebradas aguas del Danubio han dejado de discurrir al son de un vals para
recordarnos música de guerra.
Tiene su gracia que la naturaleza se
haya encargado de recordar lo que la historia se empeñaba en olvidar. El
Danubio que recorre media Europa se ha convertido en una metáfora de nuestro
tiempo: cuando la historia olvida, la naturaleza recuerda, dando a entender con
ello que hay más compasión en los severos ciclos naturales que en la voluntad
de los pueblos. Aunque resulte extraño, hay más memoria en las piedras de una
ruina que en muchas páginas de historia. Las ruinas no mienten pues no
necesitan discursos para dar testimonio de un pasado desgraciado. Hasta pueden
haber pertenecido a un imperio, como las piedras de los Foros Romanos, pero que,
al convertirse en ruinas, están mandando el mensaje de la fugacidad del
triunfo. Otras veces, como las de los buques hundidos, son el testimonio de la
derrota. En ambos casos brilla el poder memorial de la naturaleza por encima de
la conciencia de los humanos, por eso los alemanes se están preguntando hoy qué
pasó en ese y otros ríos tan llenos de naufragios.
Quien quiera entender el costo del olvido
no tiene más que darse una vuelta por la convulsa situación en el Este de
Europa, inmersa en conflictos y guerras en los que aparecen los mismos
protagonistas de entonces, pero en otro orden. En efecto, los aliados de antaño
son enemigos hogaño, pero ni unos ni otros pueden olvidar los desastres de la
guerra entre vencidos y vencedores.
Ocurre este piadoso recuerdo de la
naturaleza en el mismo momento en que en España el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo,
anuncia a bombo y platillo que, si gana, abolirá la non nata Ley de la Memoria
Democrática. Tiene desde luego todo el derecho de planteárselo, pero debería
pensárselo dos veces antes para saber si tal propuesta se debe a que no quiere
que se hable de memoria, como decía Mariano Rajoy, o a cómo se está hablando de
ella, que no es lo mismo. Este proyecto de ley tiene sus aciertos y
desaciertos, como ya he tenido la ocasión en contarlo en este diario, de ahí
que quepa una reforma que la mejore (o la empeore). Lo que no podrá ni Núñez Feijóo,
ni ningún otro político, es acabar con la memoria, es decir, desentenderse del
peso moral y político del pasado.
Creo que la derecha española es
víctima de un equívoco peligroso: piensa que su lectura del pasado es objetiva,
mientras que la de la izquierda es partidaria, subjetiva e infundada. Eso
explica la desenvoltura con la que los dirigentes políticos conservadores hablan
del Apóstol Santiago o de Pelayo o de la Conquista o de los Reyes Católicos. Por
no salir de Galicia, sabemos de sobra que Santiago ni estuvo en España ni yace
en sepulcro gallego alguno. Es un mito inventado de arriba abajo que, como
tantos otros, ha tenido, independientemente de su autenticidad, una eficacia
política innegable en la historia española. Es verdad que la izquierda también
tiene sus mitos, por ejemplo, la idea sobre le Segunda República que hoy se
jalea en muchos de sus círculos. Puestos a desmontar recuerdos, empecemos por
los propios y dejemos a la historia que cribe entre leyendas y hechos.
Pero más allá de los relatos
imaginarios sobre el pasado, hay memorias que recuerdan sufrimientos reales
sobre los que ningún partido, ninguna ideología, tiene el monopolio. Esas
víctimas, de todos los colores, lo que nos están pidiendo es un ejercicio
elemental pero definitivo: que cada cual recuerde a las otras víctimas. No sólo
a las propias, que es lo fácil, sino a las otras, esas que tuvieron otra
ideología o ninguna, pero que fueron violentadas por los nuestros. Sólo
entonces acabará este cansino y frívolo juego político consistente en dar valor
a las de nuestro lado e ignorar a las del otro. Todos tenemos la obligación de
recordar todo y no sólo a los nuestros.
Lo que no va a conseguir ninguna
mayoría parlamentaria, de uno u otro signo, es acabar con la memoria porque
cuando desfallece la voluntad de recordar, interviene la naturaleza, separando
las aguas del Danubio, como otrora las del Mar Muerto, para abogar por la
memoria. El mensaje que nos llega desde el fondo de las aguas es que no hemos
aprendido nada del pasado. Esos buques hundidos, testigos de un tiempo de
barbarie, nos dicen que algo hemos hecho mal para que en su ribera se repitan
las mismas barbaridades de no hace tanto tiempo.
Los mismos que hace setenta y cinco
años unieron sus fuerzas para luchar contra la barbarie, se enfrentan ahora,
dispuestos a recurrir a las armas para resolver sus diferencias políticas. Es
verdad que muchos de los actores han cambiado. Ni Rusia es la Unión Soviética,
ni la Unión Europea tiene nada que ver con la de las dos guerras mundiales. Lo
que no ha cambiado es la sinrazón de la guerra, ni el sufrimiento de la
población. Al contrario, bien se puede decir que la guerra, al multiplicar la
capacidad de daño de sus armas, ha incrementado su irracionalidad. Tras seis
meses de combate, no parece que ni los rusos ni los ucranianos puedan cantar
victoria. Con sus miles de muertos y millones de desplazados, hemos entrado en
una guerra de desgaste que augura grandes males para las poblaciones afectadas,
de ahí que cualquier noticia que hable de proseguir la guerra, no es buena
noticia.
Para el río, esos buques cargados de
explosivos tienen algo de obsceno pues su cauce está hecho para navegar. Al
quedar al descubierto, gracias a la sequía, la naturaleza protesta y denuncia
la violencia humana que ha desnaturalizado el sentido del agua corriente.
Ocurre esto mientras los humanos buscan razones que justifiquen la guerra, a
sabiendas de que lo peor no son los buques destruidos sino las vidas
sacrificadas. Decididamente, hay más piedad en la naturaleza que en la
historia.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 29 agosto
2022)