13/12/22

Walter Benjamin, un referente para entender nuestro tiempo

           Pensaba poéticamente sin que hubiera escrito un poema; sabía de todo pero no era un erudito, ni era filólogo pese a que era un consumado intérprete de textos; aunque quiso ser recordado como crítico literario, son los filósofos los que hablan de él, así describía Hanna Arendt a su pariente Walter Benjamin, cuando supo de su suicidio. Captó bien la personalidad intelectual de un pensador inclasificable, convertido en referencia obligada para entender nuestro tiempo.

             Se le sitúa en los márgenes de la Teoría Crítica, un potente movimiento cultural de hace un siglo, puesto en marcha por pensadores judíos, con el doble propósito de rejuvenecer el marxismo y fortalecer la lucha contra el fascismo. Que fuera impulsado por judíos merece una explicación. Nace al calor del desastre que supuso la I Guerra Mundial, vista por los contemporáneos como el fracaso del proyecto ilustrado europeo: en vez de razón, barbarie y en lugar de universalidad, nacionalismos. Sólo quedaban abiertos dos caminos: o abandonarse al nihilismo o repensar el proyecto ilustrado. La Teoría Crítica optó por lo segundo. Se llamaban “dialécticos” de la Ilustración porque confiaban en la razón pero a condición de pensarla de nuevo: para recargar de sabiduría a la razón que venía de Atenas había que dirigir la mirada hacia Jerusalem.

             Había nacido en Berlín, en 1892, y moriría en un pueblo catalán, Portbou, con 48 años, huyendo de la Gestapo. Mientras sus amigos se exiliaban de la Alemania nazi para salvar la vida, él aguantó hasta el último momento porque quería mirar cara a cara al fascismo para robarle su secreto y así combatirle eficazmente. Se suicidó en 1940, dos años antes de que se abrieran las cámaras de gas, aunque tuvo tiempo para adelantar lo que se avecinaba, a saber, que el campo o Lager sería la solución política para el disidente o, sencillamente, diferente, y el crimen un arma política normalizada. Fue un auténtico “avisador del fuego”.

             Walter Benjamin, hoy considerado un autor de culto, fue un fracasado académicamente. Nadie dudaba de su potente capacidad intelectual pero todos, hasta los más cercanos, se sentían con derecho a mejorarle la plana, que él aceptaba modestamente para poder publicar o comer.

             Pero bajo esa fragilidad se escondía, sin embargo, un genio que sigue fecundando a quien se le acerque. Si la humanidad quería corregir el rumbo tenía que empezar por revisar no sus errores sino sus valores. El hitlerismo no era el error de unos cuantos desalmados conducidos por un sargento de medio pelo sino la realización de unas de las posibilidades latentes en el proyecto ilustrado tan venerado por las fuerzas progresistas. Eso es lo que él se propone demostrar en ese borrador titulado “Tesis sobre el concepto de historia”, una veintena de fragmentos que constituyen uno de los legados filosóficos más lúcidos del siglo XX.

             En la primera de esas Tesis se plantea cómo salvar la racionalidad occidental habida cuenta de su fracaso histórico. Hay que revisar, dice, el punto de partida de la Ilustración y que no es otro que la mala solución que da a la relación entre razón y religión. Los ilustrados, como bien recuerda Hegel, endosan a la razón las competencias que hasta entonces gestionaba la religión, relegando a la religión al ámbito privado de las conciencias o al sentimental de las emociones. La historia demuestra desgraciadamente que ni la gestión de la historia que ha llevado a cabo la razón es racional, ni que la religión haya dejado de ser un asunto público. Este es el punto de partida que hay que revisar, según Benjamin. La alternativa que él propone descoloca hasta a sus mejores amigos. Apuesta por una alianza entre la razón más crítica, representada por un marxismo muy propio, y el mesianismo, que él llama teología. A Brecht, su amigo marxista, le indigna esta alianza con algo, la religión, que él vincula a la reacción más irracional; su otro amigo, Scholem, dedicado al estudio de la mística judía, le pregunta qué demonios hace en la galera luminosa de su pensamiento la troupe marxista. Benjamin explica pacientemente al amigo marxista que la teología es  ciertamente fea e impresentable, pero que es maestra en sabiduría; al estudioso del judaísmo le recordará que el venerable concepto judío de mesianismo se substancia en algo tan material como la justicia en este mundo. Una alianza, pues, “en provecho de la política y de la razón”.

             ¿Por qué esa alianza entre mística y política? ¿Qué une al marxismo con la teología? La respuesta está en la imagen del Jorobadito (das bucklichte Männlein), el entrañable personaje de los cuentos infantiles al que no se veía pero que se hacía sentir porque lo revolvía todo. Este personaje, en Infancia en Berlín, simboliza la memoria y, en la Tesis, a la teología. Lo que une al marxismo con la teología es la memoria. Algo tiene la memoria que fecunda a la racionalidad emancipadora (el marxismo), y a la tradición mesiánica del judaísmo. Una teología en clave anamnética se plantea cómo hablar de redención a los fracasados o de felicidad a las víctimas o de justicia a los que mueren aplastados por la injusticia. Independientemente de la respuesta que se dé, lo llamativo es que haya quien se haga esas preguntas y no pase de largo porque la sola pregunta es fecunda filosófica y políticamente. Lo que la memoria dice a la teología es que toda esa infelicidad, de la que aquélla es abogada, no es agua pasada, sino que está presente. La memoria hace presente la injusticia y, por tanto, la exigencia de justicia aquí y ahora y no en otro tiempo y lugar. La teología es sensible a esa demanda. Benjamin expresa la misma idea cuando muestra su preocupación porque “nada se pierda”, habida cuenta de que la vida individual como la colectiva está llena de pérdidas y fracasos. La teología anamnética o la memoria mesiánica tienen ante sí el desafío de salvar lo que pudo ser.

             Al marxismo la memoria le cambia la cara pues le obliga a cancelar su culto al progreso que, pese a las apariencias, no aporta ninguna novedad. El progreso, dice Benjamin, es eterno retorno. Si el marxismo quiere acabar de una vez con una historia milenaria de explotación económica y opresión política, el camino no es más de lo mismo (progreso) sino nuevo comienzo y, por tanto, interrupción de la lógica anterior, tal y como reconoce en este apunte: "Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia universal. Pero quizá consistan las revoluciones en el gesto, ejecutado por la humanidad que viaje en ese tren, de tirar del freno de emergencia".

             La memoria tiene grabada en su frente el “nunca más”, es decir, el deber de hacer las cosas de otra manera, y eso no se consigue con bellas utopías sino con “la memoria de los abuelos humillados”. Lo que tiene capacidad de novedad y, por tanto, de futuro, es la memoria de las víctimas y no el progreso.

             En torno a esta primera Tesis Walter Benjamin construye una constelación temática que asombra por su agudeza. No confundirá, por ejemplo, la historia con la memoria, aclarando bien que la primera es una lectura del pasado en provecho del presente mientas que la segunda es una interpelación del presente desde el pasado; distinguirá entre un tiempo vacío o gnóstico (el del progreso) y un tiempo pleno o mesiánico (el apocalíptico); se fijará en la figura del trapero o Lumpen, tan maltratada por Marx que sólo tenía ojos para el Proletariat, porque es el pobre y no el obrero quien da la medida justa del sistema que manda; "no hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie”, decía, para denunciar la querencia idealista de Occidente; trató al capitalismo como una religión para que nadie confundiera su presencia aplastante con supuestos méritos racionales sino con arteras estrategias pseudoteológicas. Un autor inagotable al que el tiempo le está haciendo justicia.

 Reyes Mate (revista El Ciervo, nr 796 (Nov-Dic 2022), 11-16)