Pensaba poéticamente sin que hubiera
escrito un poema; sabía de todo pero no era un erudito, ni era filólogo pese a
que era un consumado intérprete de textos; aunque quiso ser recordado como
crítico literario, son los filósofos los que hablan de él, así describía Hanna
Arendt a su pariente Walter Benjamin, cuando supo de su suicidio. Captó bien la
personalidad intelectual de un pensador inclasificable, convertido en
referencia obligada para entender nuestro tiempo.
Se le sitúa en los márgenes de la Teoría Crítica, un potente movimiento
cultural de hace un siglo, puesto en marcha por pensadores judíos, con el doble
propósito de rejuvenecer el marxismo y fortalecer la lucha contra el fascismo. Que
fuera impulsado por judíos merece una explicación. Nace al calor del desastre
que supuso la I Guerra Mundial, vista por los contemporáneos como el fracaso del
proyecto ilustrado europeo: en vez de razón, barbarie y en lugar de
universalidad, nacionalismos. Sólo quedaban abiertos dos caminos: o abandonarse
al nihilismo o repensar el proyecto ilustrado. La Teoría Crítica optó por lo segundo. Se llamaban “dialécticos” de la
Ilustración porque confiaban en la razón pero a condición de pensarla de nuevo:
para recargar de sabiduría a la razón que venía de Atenas había que dirigir la
mirada hacia Jerusalem.
Había nacido en Berlín, en 1892, y
moriría en un pueblo catalán, Portbou, con 48 años, huyendo de la Gestapo.
Mientras sus amigos se exiliaban de la Alemania nazi para salvar la vida, él
aguantó hasta el último momento porque quería mirar cara a cara al fascismo para
robarle su secreto y así combatirle eficazmente. Se suicidó en 1940, dos años
antes de que se abrieran las cámaras de gas, aunque tuvo tiempo para adelantar
lo que se avecinaba, a saber, que el campo o Lager sería la solución política para el disidente o,
sencillamente, diferente, y el crimen un arma política normalizada. Fue un
auténtico “avisador del fuego”.
Walter Benjamin, hoy considerado un
autor de culto, fue un fracasado académicamente. Nadie dudaba de su potente
capacidad intelectual pero todos, hasta los más cercanos, se sentían con
derecho a mejorarle la plana, que él aceptaba modestamente para poder publicar
o comer.
Pero bajo esa fragilidad se escondía,
sin embargo, un genio que sigue fecundando a quien se le acerque. Si la
humanidad quería corregir el rumbo tenía que empezar por revisar no sus errores
sino sus valores. El hitlerismo no era el error de unos cuantos desalmados
conducidos por un sargento de medio pelo sino la realización de unas de las
posibilidades latentes en el proyecto ilustrado tan venerado por las fuerzas
progresistas. Eso es lo que él se propone demostrar en ese borrador titulado “Tesis
sobre el concepto de historia”, una veintena de fragmentos que constituyen uno
de los legados filosóficos más lúcidos del siglo XX.
En la primera de esas Tesis se plantea cómo salvar la
racionalidad occidental habida cuenta de su fracaso histórico. Hay que revisar,
dice, el punto de partida de la Ilustración y que no es otro que la mala solución
que da a la relación entre razón y religión. Los ilustrados, como bien recuerda
Hegel, endosan a la razón las competencias que hasta entonces gestionaba la
religión, relegando a la religión al ámbito privado de las conciencias o al
sentimental de las emociones. La historia demuestra desgraciadamente que ni la
gestión de la historia que ha llevado a cabo la razón es racional, ni que la
religión haya dejado de ser un asunto público. Este es el punto de partida que
hay que revisar, según Benjamin. La alternativa que él propone descoloca hasta
a sus mejores amigos. Apuesta por una alianza entre la razón más crítica,
representada por un marxismo muy propio, y el mesianismo, que él llama
teología. A Brecht, su amigo marxista, le indigna esta alianza con algo, la
religión, que él vincula a la reacción más irracional; su otro amigo, Scholem,
dedicado al estudio de la mística judía, le pregunta qué demonios hace en la
galera luminosa de su pensamiento la troupe
marxista. Benjamin explica pacientemente al amigo marxista que la teología
es ciertamente fea e impresentable, pero
que es maestra en sabiduría; al estudioso del judaísmo le recordará que el
venerable concepto judío de mesianismo se substancia en algo tan material como
la justicia en este mundo. Una alianza, pues, “en provecho de la política y de
la razón”.
¿Por qué esa alianza entre mística y
política? ¿Qué une al marxismo con la teología? La respuesta está en la imagen
del Jorobadito (das bucklichte Männlein), el entrañable personaje de los cuentos
infantiles al que no se veía pero que se hacía sentir porque lo revolvía todo.
Este personaje, en Infancia en Berlín,
simboliza la memoria y, en la Tesis,
a la teología. Lo que une al marxismo con la teología es la memoria. Algo tiene
la memoria que fecunda a la racionalidad emancipadora (el marxismo), y a la
tradición mesiánica del judaísmo. Una teología en clave anamnética se plantea
cómo hablar de redención a los fracasados o de felicidad a las víctimas o de
justicia a los que mueren aplastados por la injusticia. Independientemente de
la respuesta que se dé, lo llamativo es que haya quien se haga esas preguntas y
no pase de largo porque la sola pregunta es fecunda filosófica y políticamente.
Lo que la memoria dice a la teología es que toda esa infelicidad, de la que
aquélla es abogada, no es agua pasada, sino que está presente. La memoria hace
presente la injusticia y, por tanto, la exigencia de justicia aquí y ahora y no
en otro tiempo y lugar. La teología es sensible a esa demanda. Benjamin expresa
la misma idea cuando muestra su preocupación porque “nada se pierda”, habida
cuenta de que la vida individual como la colectiva está llena de pérdidas y
fracasos. La teología anamnética o la memoria mesiánica tienen ante sí el
desafío de salvar lo que pudo ser.
Al marxismo la memoria le cambia la
cara pues le obliga a cancelar su culto al progreso que, pese a las
apariencias, no aporta ninguna novedad. El progreso, dice Benjamin, es eterno
retorno. Si el marxismo quiere acabar de una vez con una historia milenaria de
explotación económica y opresión política, el camino no es más de lo mismo (progreso)
sino nuevo comienzo y, por tanto, interrupción de la lógica anterior, tal y
como reconoce en este apunte: "Marx dice que las revoluciones son las
locomotoras de la historia universal. Pero quizá consistan las revoluciones en
el gesto, ejecutado por la humanidad que viaje en ese tren, de tirar del freno
de emergencia".
La memoria tiene grabada en su
frente el “nunca más”, es decir, el deber de hacer las cosas de otra manera, y
eso no se consigue con bellas utopías sino con “la memoria de los abuelos
humillados”. Lo que tiene capacidad de novedad y, por tanto, de futuro, es la
memoria de las víctimas y no el progreso.
En torno a esta primera Tesis Walter Benjamin construye una
constelación temática que asombra por su agudeza. No confundirá, por ejemplo, la
historia con la memoria, aclarando bien que la primera es una lectura del
pasado en provecho del presente mientas que la segunda es una interpelación del
presente desde el pasado; distinguirá entre un tiempo vacío o gnóstico (el del
progreso) y un tiempo pleno o mesiánico (el apocalíptico); se fijará en la
figura del trapero o Lumpen, tan
maltratada por Marx que sólo tenía ojos para el Proletariat, porque es el pobre y no el obrero quien da la medida
justa del sistema que manda; "no hay documento de cultura que no lo sea
también de barbarie”, decía, para denunciar la querencia idealista de Occidente;
trató al capitalismo como una religión para que nadie confundiera su presencia
aplastante con supuestos méritos racionales sino con arteras estrategias pseudoteológicas.
Un autor inagotable al que el tiempo le está haciendo justicia.
Reyes
Mate (revista El Ciervo, nr 796
(Nov-Dic 2022), 11-16)