Benedicto XVI pasará a la historia,
si hay que creer los comentarios que ha suscitado su muerte, como el teólogo
que pasó de progresista a conservador y, además, como el pontífice romano que
renunció a su ministerio. Se asustó cuando vio cómo muchos católicos,
impulsados por el Concilio Vaticano II, pedían diálogo con el marxismo y
democratización en la Iglesia. Y el susto se agravó al ver cómo los jóvenes
alemanes preguntaban a sus padres, en aquellos años convulsos del 68, qué
habían hecho durante el nazismo. El era un profesor universitario que, como la
mayoría, pensaban que había que pasar página y no mirar atrás. Había que parar
ese vendaval así que cambió de bando. La deriva conservadora le propició una
gran carrera eclesiástica que le llevó hasta la Sede de Pedro. Allí no tardó en
reconocer que los verdaderos problemas no venían del mundo sino que estaban
dentro de la Iglesia. Con buen juicio entendió que mejor hacerse al lado para
que otro, con más empuje, enderezara el rumbo del barco.
Es lógico que a la hora de hacer
balance se insista en el cambio ideológico pues ha marcado su trabajo como
Cardenal Defensor de la Fe y como Papa. Dejó en herencia a su sucesor una
Iglesia de obispos que combaten la teología de la liberación, que añoran
tiempos en los que el poder político les hacía más caso y que no están
dispuestos a muchas revisiones críticas.
Y, sin embargo, cabe pensar que su
importancia esté en otro lado. Es posible que nos deje un capital subversivo
que no tiene que ver con su doctrina, sino con el gesto de la renuncia.
Recordemos algo que conocen bien los expertos en teoría política: la mayoría de
las ideas políticas proceden de la teología. Entre religión y política existe
un lazo profundo que va más allá de cómo cada gobierno articule su relación con
el Vaticano o de cómo cada gobernante gestione sus creencias. Conceptos
políticos tan fundamentales como el de soberanía -esta idea tan admitida de que
el Estado puede exigir a sus ciudadanos hasta el sacrificio de la vida- está
inspirado en la idea religiosa de que Dios es el amo del universo: el que le
crea y el que le conserva. Lo mismo que esa otra idea, que llamamos Estado de
excepción - en virtud de la cual aceptamos que el poder suspenda nuestros
derechos constitucionales- es una traducción política de lo que es en religión
el milagro. A nadie en sus cabales se le ocurre suspender las reglas del juego,
mientras se juega, porque eso acaba con el juego. Sólo quien haya oído hablar
de milagro, de algo tan milagroso como parar el sol para que Josué tenga tiempo
de acabar con sus enemigos, algo que va contra las leyes naturales, puede
pensar que, en casos extremos, haya que suspender los derechos de los
ciudadanos para salvar la democracia.
Bueno, pues esa fecundación de la
política desde la religión está lejos de haber acabado, por mucha
secularización que haya. Cabe pensar por eso que la renuncia de Benedicto XVI
tendrá secuelas. No me refiero a que los políticos podrían tomar nota del caso
y animarse a dimitir con mayor frecuencia, sino a algo mucho más serio. Lo
importante de la renuncia es que rompe con una inveterada tradición que
consideraba vitalicio a los cargos. Durante siglos valía lo que decía un
anciano Juan Pablo II, doblado por los achaques: “de la cruz no se baja nadie”,
es decir, los ministerios no tienen fecha de caducidad. Pues, no. El ser humano
es un ser finito y todo en él está marcado por la finitud y decadencia. Incluso
los mejores compromisos, esos que se contraen con vocación de que permanezcan,
tienen que renovarse o actualizarse constantemente, si quieren durar.
La renuncia del Papa acaba con el
mito de que el tiempo es infinito o inagotable. Nada de eso. El tiempo del
hombre y del mundo es finito, es decir, tiene una duración que es el espacio
entre el principio y el fin. Y en ese espacio de tiempo, los proyectos pueden
lograrse o fracasar, por eso es tan importante aprovechar cada instante.
Recordar esto en este momento es subversivo porque si a algo es alérgico
nuestro tiempo es a la idea de la finitud: nos agobia la duración por eso
cuando hacemos un viaje queremos llegar al instante. Consideramos la duración
del viaje como un tiempo perdido. España es pionera en kilómetros de AVE y
también en consumo de ansiolíticos, una prueba sin duda de que la lucha contra
la duración no nos saca de pobres (es decir, no nos permite canjear tiempo
finito por eternidad). También nos espanta el paso del tiempo, de ahí la
efebolatría, es decir, el culto a la juventud y al cuerpo. Construimos
ciudades, aeropuertos o estaciones ferroviarias para gente joven y sana,
olvidando que el destino es la vejez. Ocultamos la muerte y los moribundos como
algo obsceno.
Para un mundo así la renuncia de
alguien, como el Papa de Roma - que ha personificado el tiempo infinito hasta
provocar una auténtica inflación de eternititis (en la Iglesia todo es “ad
aeternum”, es decir, para siempre)- deja sin fundamento la idea de que somos
inmunes al paso del tiempo. La renuncia es una enmienda a la totalidad del mito
más potente de nuestro tiempo: el de la instantaneidad o negación de la
duración que tan bien simboliza internet. En el ordenador, en efecto, todo
tiene que ocurrir al instante. Pero el tiempo de hombre es finito, escaso y
pausado, por eso, una vez superado el subidón que propició la novedad de la
aceleración telemática, hora es hacer un alto para reconciliarnos con el paso
del tiempo.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 15 de
enero 2023)