El 14 de julio es el Día Nacional en
Francia porque recuerda la toma de la Bastilla en 1789, el año de la Revolución
Francesa. Ese día está escrito en letras grandes en los libros de historia porque
significó un antes y un después en la historia de la humanidad. Murió el
Antiguo Régimen donde los reyes decidían a capricho sobre la vida y hacienda de
sus súbditos y apareció el pueblo haciéndose cargo de la política. Hasta ese
momento la política era cosa de unos pocos privilegiados; a partir de ahora,
habrá que contar con el pueblo. Sobre ese 14 de julio hay relatos monumentales
que hablan de gestos heroicos y de grandes nombres cuyas estatuas encontramos
en cualquier ciudad del mundo.
Pero las cosas fueron mucho más sencillas.
Una novela del francés Eric Vuillard, titulada “14 de julio”, nos cuenta con gran veracidad cómo lo que ocurrió
fue mucho menos épico. Había malestar en el pueblo porque faltaba el pan y
sobraba la miseria. No era la primera vez pero esta vez ocurrió lo inesperado:
de repente surgieron los tumultos en los barrios más castigados, liderados por
el panadero de la esquina o el cantinero de al lado. En horas gente anónima,
sin más aval que la rabia y la determinación, se convirtió en dirigente con
mando en plaza que se marcó el objetivo de apoderarse de la cárcel de la
Bastilla, símbolo de la represión. En unas pocas semanas aquellos harapientos
llevaron a la conciencia de los que hasta ese momento mandaban y vivían del
Antiguo Régimen, que su hora había pasado. No renunciaron a sus privilegios por
la fuerza de las bayonetas sino por el convencimiento de que sus privilegios
sólo se sostenían si los que se manifestaban en las calles se lo creían. Y eso
fue lo que ocurrió: dejaron de creer que unos nacían para mandar y otros, para
obedecer. A los que mandaban se les acabó el crédito.
Y esa fue la gran lección de este
día, a saber, que la historia la hace la gente de a pie, seres anónimos, aunque
en los relatos oficiales sólo aparezcan los famosos. Los grandes nombres sólo asoman
al día siguiente, cuando los escribanos hacen la crónica. Con razón se pregunta
Bertold Brecht en un poema titulado “Preguntas
de un obrero que lee” si fueron los faraones los que construyeron las
pirámides; si fueron los patricios los que levantaron los arcos de triunfo en
Roma; si fue Alejandro, él solito, quien conquistó la India; ¿quién lloró más
cuando el desastre de la Armada Invencible: Felipe II o las esposas y las
madres de los soldados desaparecidos? El pueblo pone los que combaten, fabrican
el pan, hacen las casas o cultivan la tierra.Pero cuando se escribe la historia
aparecen los nombres de César, Alejandro, Napoleón o Felipe II.
Mal está que la historia robe al
pueblo su protagonismo; peor aún que se le quiera convencer de que no debe
velar por sus intereses, ni esforzarse por cubrir sus necesidades. Y eso ocurre
cuando, por ejemplo, en unas elecciones se quiere convencer al ciudadano de a
pie que es más importante la idea que unos tienen de nación que el buen
funcionamiento del centro de salud. Naturalmente que son importantes los
valores pero su defensa necesita un espacio de sosiego y reflexión que no
ofrecen las campañas electorales donde todo lo que se busca es tocar fibras
sentimentales que ahorren el juicio. Para hablar de la idea de España o de la
homosexualidad o del cambio climático, hay que contar con buenos libros, profesores
expertos y un marco de reflexión donde se pueda pensar.
Tengo sobre la mesa un libro de
historia, titulado Religión, Rey y Patria.
Los orígenes contrarrevolucionarios de la España contemporánea, del
profesor Pedro Rújula. Es un estudio pormenorizado sobre la historia de España
en el siglo XIX. Lo que más llama la atención es que en España los más
pudientes son los que menos hablan de dinero o de economía. Hablan de religión,
de patria o de nación y eso no porque sean ni muy piadosos ni muy patriotas. Lo
hacen porque con estos temas pueden captar la benevolencia del pueblo. Sólo es
cuestión de adoctrinamiento. No les importa la cultura porque sueñen con
ciudadanos cultos, sino para poder convencer al pueblo de que es más importante
para ellos una cierta idea de nación que el centro de salud o la escuela de sus
hijos. Se cita el dicho de un dirigente francés de ese tiempo, que llevó esa
lógica hasta el cinismo. Decía “soy ateo pero católico”. Era ateo pero entendía
que la religiosidad del pueblo era un buen canal para llevar el agua a su
molino. La religión era, en efecto, el mejor medio para conectar con la gente
sencilla y convencerla de que los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad”
eran un peligro para ellos porque con esos valores los liberales habían
destronado a la Iglesia y ellos eran gente de Iglesia. La religión era el
camino más corto para su política reaccionaria.
Es verdad que las cosas han
cambiado. Desde el Concilio Vaticano II ni la democracia, ni el liberalismo, ni
el socialismo son anatemas para un cristiano. Lo que subsiste es esta manía de
ocultar los verdaderos intereses materiales bajo el manto de la cultura o de
los valores. La lección del 14 de julio es que la historia la hace el pueblo y
quienes dicen servirle, mejor harían en atender sus necesidades en lugar de
adoctrinarle.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 30 de
julio 2023)