27/8/23

El 14 de julio, un día cualquiera

            El 14 de julio es el Día Nacional en Francia porque recuerda la toma de la Bastilla en 1789, el año de la Revolución Francesa. Ese día está escrito en letras grandes en los libros de historia porque significó un antes y un después en la historia de la humanidad. Murió el Antiguo Régimen donde los reyes decidían a capricho sobre la vida y hacienda de sus súbditos y apareció el pueblo haciéndose cargo de la política. Hasta ese momento la política era cosa de unos pocos privilegiados; a partir de ahora, habrá que contar con el pueblo. Sobre ese 14 de julio hay relatos monumentales que hablan de gestos heroicos y de grandes nombres cuyas estatuas encontramos en cualquier ciudad del mundo.

             Pero las cosas fueron mucho más sencillas. Una novela del francés Eric Vuillard, titulada “14 de julio”, nos cuenta con gran veracidad cómo lo que ocurrió fue mucho menos épico. Había malestar en el pueblo porque faltaba el pan y sobraba la miseria. No era la primera vez pero esta vez ocurrió lo inesperado: de repente surgieron los tumultos en los barrios más castigados, liderados por el panadero de la esquina o el cantinero de al lado. En horas gente anónima, sin más aval que la rabia y la determinación, se convirtió en dirigente con mando en plaza que se marcó el objetivo de apoderarse de la cárcel de la Bastilla, símbolo de la represión. En unas pocas semanas aquellos harapientos llevaron a la conciencia de los que hasta ese momento mandaban y vivían del Antiguo Régimen, que su hora había pasado. No renunciaron a sus privilegios por la fuerza de las bayonetas sino por el convencimiento de que sus privilegios sólo se sostenían si los que se manifestaban en las calles se lo creían. Y eso fue lo que ocurrió: dejaron de creer que unos nacían para mandar y otros, para obedecer. A los que mandaban se les acabó el crédito.

             Y esa fue la gran lección de este día, a saber, que la historia la hace la gente de a pie, seres anónimos, aunque en los relatos oficiales sólo aparezcan los famosos. Los grandes nombres sólo asoman al día siguiente, cuando los escribanos hacen la crónica. Con razón se pregunta Bertold Brecht en un poema titulado “Preguntas de un obrero que lee” si fueron los faraones los que construyeron las pirámides; si fueron los patricios los que levantaron los arcos de triunfo en Roma; si fue Alejandro, él solito, quien conquistó la India; ¿quién lloró más cuando el desastre de la Armada Invencible: Felipe II o las esposas y las madres de los soldados desaparecidos? El pueblo pone los que combaten, fabrican el pan, hacen las casas o cultivan la tierra.Pero cuando se escribe la historia aparecen los nombres de César, Alejandro, Napoleón o Felipe II.

             Mal está que la historia robe al pueblo su protagonismo; peor aún que se le quiera convencer de que no debe velar por sus intereses, ni esforzarse por cubrir sus necesidades. Y eso ocurre cuando, por ejemplo, en unas elecciones se quiere convencer al ciudadano de a pie que es más importante la idea que unos tienen de nación que el buen funcionamiento del centro de salud. Naturalmente que son importantes los valores pero su defensa necesita un espacio de sosiego y reflexión que no ofrecen las campañas electorales donde todo lo que se busca es tocar fibras sentimentales que ahorren el juicio. Para hablar de la idea de España o de la homosexualidad o del cambio climático, hay que contar con buenos libros, profesores expertos y un marco de reflexión donde se pueda pensar.

             Tengo sobre la mesa un libro de historia, titulado Religión, Rey y Patria. Los orígenes contrarrevolucionarios de la España contemporánea, del profesor Pedro Rújula. Es un estudio pormenorizado sobre la historia de España en el siglo XIX. Lo que más llama la atención es que en España los más pudientes son los que menos hablan de dinero o de economía. Hablan de religión, de patria o de nación y eso no porque sean ni muy piadosos ni muy patriotas. Lo hacen porque con estos temas pueden captar la benevolencia del pueblo. Sólo es cuestión de adoctrinamiento. No les importa la cultura porque sueñen con ciudadanos cultos, sino para poder convencer al pueblo de que es más importante para ellos una cierta idea de nación que el centro de salud o la escuela de sus hijos. Se cita el dicho de un dirigente francés de ese tiempo, que llevó esa lógica hasta el cinismo. Decía “soy ateo pero católico”. Era ateo pero entendía que la religiosidad del pueblo era un buen canal para llevar el agua a su molino. La religión era, en efecto, el mejor medio para conectar con la gente sencilla y convencerla de que los ideales de “libertad, igualdad y fraternidad” eran un peligro para ellos porque con esos valores los liberales habían destronado a la Iglesia y ellos eran gente de Iglesia. La religión era el camino más corto para su política reaccionaria.

             Es verdad que las cosas han cambiado. Desde el Concilio Vaticano II ni la democracia, ni el liberalismo, ni el socialismo son anatemas para un cristiano. Lo que subsiste es esta manía de ocultar los verdaderos intereses materiales bajo el manto de la cultura o de los valores. La lección del 14 de julio es que la historia la hace el pueblo y quienes dicen servirle, mejor harían en atender sus necesidades en lugar de adoctrinarle.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 30 de julio 2023)