1.
Se me invita a hablar en este Congreso dedicado a la “Memoria Democrática,
Educación y paz” sobre el concepto “deber de memoria”. No se me oculta el
contexto de este encuentro, a saber, el debate parlamentario sobre la ley
“Memoria Democrática” y la consiguiente preocupación de llevar su contenido a
los centros escolares. El programa prevé múltiples enfoques del asunto sea
desde el punto de vista educativo, como legal, histórico y político. Yo voy a
centrarme en el concepto “deber de memoria” con todo el rigor y claridad de que
sea capaz.
Quiero empezar diciendo que aunque
de ello se habla un poco a voleo, el “deber de memoria” es un concepto muy
preciso, con fecha y lugar de aparición. Nace en 1945, cuando los deportados de
los campos de exterminios son liberados por las fuerzas aliadas, y tiene lugar
a la puerta de esos mismos campos.
En ese preciso momento los
supervivientes lanzan un mensaje, desde distintos lugares y sin previo acuerdo,
que se resume en dos palabras: “nunca más”. Lo vivido no puede repetirse y,
añaden, “para lograrlo el antídoto es la memoria”.
Por más que estas cuatro frases sean
harto conocidas y se repitan ritualmente como un mantra, hay que reconocer que
son sorprendentes. Sorprende, en efecto, que la primera reacción de quienes han
sobrevivido a tanto sufrimiento no sea la venganza o, al menos, pedir justicia,
sino apostar por su no repetición. Es como si la humanidad no pudiera
permitirse ya una reedición de su infernal experiencia porque fenecería en el
intento. Sorprende, en segundo lugar, que estos supervivientes confíen tanto en
el poder de la memoria. La memoria, la frágil memoria, como antagonista de la
barbarie, parece una propuesta desproporcionada y una apuesta perdedora.
Pensemos que en ese momento hay muchos que comparten la idea de que ese crimen
contra la humanidad no puede volver a repetirse. Lo piensan muchos
intelectuales, políticos y militares. Pero como estas personas son gente seria
proponen medios mucho más contundentes. Por ejemplo, las potencias vencedoras organizan
el Juicio de Nurenberg para juzgar a los grandes dirigentes nazis. Luego idean
una constitución democrática que imponen a los alemanes. A continuación se
inventan el Plan Marshall, pensando que si mejoren las condiciones de vida de
la población europea, alejan las tentaciones totalitarias, etc.etc. Estas son
medidas proporcionadas para la no repetición. Y, sin embargo, para los
supervivientes, la memoria era más importante. ¿Por qué? Porque habían captado
algo que los demás sólo hemos entendido poco a poco y posteriormente. Habían
captado que lo vivido formaba parte de un proyecto de olvido. Habían captado
que los nazis no querían sólo acabar con los judíos. Querían algo más, por eso
no debía quedar ni rastro del crimen: había que exterminar al pueblo judío y,
al tiempo reducir sus restos a cenizas, para que no hubiera rastro físico que
permitiera construir un recuerdo. Y tras el exterminio físico, la disolución
metafísica. Sin memoria del pueblo judío, la humanidad acabaría olvidándose de
la aportación cultural del pueblo judío a la humanidad.
Este proyecto de olvido, que
resultaba evidente a los deportados, fue, sin embargo, algo literalmente impensable
e imaginable. Nadie lo pensó por adelantado. Pero, aunque impensable e
impensado, tuvo lugar. Y este hecho tiene una gran importancia epistémica pues
obliga a pensar de otra manera. Simplificando un poco podríamos decir que no
podemos fiarnos totalmente de la razón, de su capacidad cognitiva, pues es
mucho lo que se le escapa. Más concretamente, si queremos que ese pasado de
barbarie –que, repito, fue impensable pero ocurrió- no se repita, tenemos que
partir a la hora de organizar el mundo (y, por tanto de conocer la realidad) de
lo que ocurrió. El acontecimiento se convierte en principio del conocimiento,
En eso, precisamente en eso, se substancia el concepto de “deber de memoria”,
que no consiste fundamentalmente en acordarse de las víctimas sino en re-pensar
todas las piezas de que consta la historia –la política, la ética, la estética,
la religión, el derecho, la educación etc.- partiendo de la barbarie.
2.
Hoy, 76 años después de Auschwitz, tenemos que preguntarnos si hemos recordado,
y, en caso de respuesta positiva, si hemos conjurado el peligro de repetición.
La respuesta es inquietante porque,
por un lado, tenemos que decir que sí, que hemos recordado, pero para añadir
enseguida que no hemos conjurado el peligro porque los genocidios, por ejemplo,
se han repetido. Habrá entonces que preguntarse si es por la mala calidad de la
memoria o porque ésta no basta. Veamos.
Lo primero que hay que decir es que hemos
recordado. No ha sido fácil llegar hasta aquí pues todo invitaba al olvido.
Había, por un lado, razones externas que pujaban en esa dirección. Me refiero a
la Guerra Fría, declarada nada más acabar la Segunda Guerra Mundial pero
enfrentando ahora a los que hasta ese momento habían sido aliados contra el
fascismo. Nadie quería perder energías mirando hacia atrás. Todo el mundo
pujaba por captar a alemanes cualificados, fueran o no culpables en el pasado. La
memoria era un estorbo. Luego estaban las razones internas. "Lo que habían
padecido los judíos no suscitaba interés", anotaba Simone Veil,
superviviente de Bergen-Belsen. Ocurrió en su casa. Todos deseaban oír los
relatos heroicos del hermano que se había alistado en el ejército americano,
pero no sus tristes lamentos de deportada. Cuenta que en aquellos años de la
posguerra se celebró en París un congreso de historiadores sobre la pasada
guerra y no la dejaron participar, como testigo, porque no se valoraba
científicamente el testimonio. La gente no quería oír a Primo Levi, demasiado
triste; ni leer a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el resentimiento;
ni escuchar la poesía de Paul Celan, abrazada al sufrimiento. Sin olvidar a aquellos
supervivientes, que tanto podían contar, pero que tuvieron que callar, como le
pasó a Jorge Semprún, para seguir viviendo. Por eso digo que no ha sido fácil
pero aquí estamos, recordando. Esa batalla al menos se ha ganado. Hoy podemos
decir que no hay miedo a que olvidemos: ahí están las conmemoraciones, los
museos, los campos, los libros, las tesis doctorales.
Pero esta noticia que, por un lado,
tranquiliza, desasosiega por otro, pues, pese a la memoria, los genocidios no
se han detenido, el antisemitismo sigue latente, la xenofobia se multiplica. No
parece cierto que baste recordar Auschwitz para que la historia no se repita.
Habría que dar la razón a quienes, como Hegel, decían que nada se aprende de la
historia.
3.
Por ello antes de dar ese paso, de tanta trascendencia hermenéutica, hay que
preguntarse de qué memoria nos estamos nutriendo. Hay que preguntarse si la
memoria que manejamos tiene algo que ver con la que convoca Auschwitz: ¿son de
la misma especie o estamos ante un inmenso equívoco?
Para responder adecuadamente hay que
empezar diciendo que la memoria se dice de muchas maneras. Yo distinguiría al
menos estas tres. Existe, en primer lugar, una memoria perversa porque
convierte el pasado en legitimación del presente. Se descarga al pasado de su
potencial semántico para convertirlo en instrumento del presente, al servicio
de los intereses del presente. Es lo que hace el historicismo y también los
nacionalismos. Son perversas estas memorias porque en el fondo son formas de
olvido.
Hay, en segundo lugar, también una
memoria “justa”: que entiende la memoria como justicia y que se substancia en
prácticas como cultivar el conocimiento del pasado con la ayuda de la historia
(lo que se hace, por ejemplo, en educación); también implica la idea de que
memoria es reparación de lo reparable, lo que hacen muchas leyes de memoria
histórica. Respecto a lo irreparable, la memoria también supone una forma,
modesta, de justicia pues consigue mantener viva la injusticia, impidiendo así
que se archive y se olvide. Reparación, pues, de lo reparable y memoria de lo
irreparable.
Hay que decir que esta forma de
memoria es un logro histórico pues saca a las víctimas del olvido y nos las
hace presente. Es una memoria justa y necesaria: justa, porque nos recuerda que
la memoria nos pone delante una injusticia que pide justicia; y, necesaria,
pues aunque la memoria tenga otras funciones, todo sería en balde si la memoria
no afectara en primer lugar a las víctimas, a la injusticia que se hizo a las
víctimas.
Pero este sentido de la memoria, con
ser fundamental, es insuficiente. Queda otro sentido de memoria, el definitivo,
que tenemos que tratar. Me refiero al llamado “deber de memoria”.
4.
El deber de memoria
Aunque la palabra “deber” es muy
moralizante, “el deber de memoria” es del orden del conocimiento. La memoria,
en este caso, lo que plantea es una forma específica de conocer. Cuesta
entenderlo porque, desde Aristóteles, asociamos la memoria al sentimiento. La
memoria es un recuerdo muy personal de una vivencia pasada. Un sentimiento,
pues, personal e íntimo que no pretende tener peso público ni científico.
Eso cambia gracias al impacto de la
filosofía judía en el siglo XX. Desde entonces la memoria es conocimiento, un
conocimiento extraño pues se especializa en conocer el lado oculto de la
realidad. Con razón dice Benjamin que la memoria es como rayos infrarrojos con
los que ver lo que escapa al ojo. Esa parte oculta de la realidad es, precisa
Adorno, “die Leidensgeschichte”, esto
es, la historia del sufrimiento de la humanidad.
En eso la memoria es diferente a la
historia. Esta se precia de estudiar y atenerse a los “hechos” (algo tras lo
que también van las ciencias naturales, de ahí la pretensión de la historia a
ser “ciencia”). Pero los “hechos” no deberían deslumbrarnos. “Hecho” es el
pretérito perfecto del verbo haber, esto es, un pasado realizado. Un pasado
pues que ha tenido éxito. Pero ¿cuántos pasados hay que no han conseguido
realizarse? Los más. Esa parte frustrada y vencida de la historia forma parte
de la realidad aunque no haya conseguido realizarse. La memoria sabe que no hay
que confundir realidad con facticidad. Benjamin llega a decir que lo memorable,
lo digno de ser recordado, es precisamente lo que escapa a la ciencia histórica
que sólo quiere saber de hechos.
La memoria es, por tanto,
conocimiento, pero un conocimiento muy singular. Podríamos decir que la memoria
revienta la banca, es decir, rompe los moldes. La memoria, en efecto, plantea
un pensamiento nuevo o, como dicen Adorno, Primo Levi o Hanna Arendt, supone un
re-pensar todo a la luz de la barbarie para que podamos hacer las cosas de otro
modo. Es lo que Adorno llama, en jerga filosófica, Nuevo Imperativo Categórico.
Lo que se quiere decir es lo siguiente: partamos de que lo que ocurrió fue impensable pues
no encajaba en nuestros esquemas mentales. Pero ocurrió. Entonces lo ocurrido
se convierte, como ya hemos adelantado, en lo que da que pensar. Un ejemplo:
para explicar el mal la filosofía recurría a la figura del “mal radical”. Esa
figura ya no nos vale porque “el mal radical” explica las maldades del ser
humano como errores. Hacemos el mal no porque queramos el mal por el mal sino
porque lo confundimos con un bien. Eso, después del Auschwitz, no nos vale, por
eso tenemos que pensar de nuevo el mal partiendo de esa experiencia en la que
se condenaba a muerte a los niños no porque los confundieran con monstruos sino
porque era niños judíos. Los nazis sabían lo que hacían. Para califica ese mal
de una forma más precisa Hanna Arendt se inventó lo de la “banalidad del mal”.
Si queremos conocer la realidad
tenemos que reconocer que el acontecimiento es la fuente del conocimiento, es el punto de
partida que nos lleva a la verdad, es lo que debe dar que pensar, por eso hay
que crear un nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho y no fuimos capaces
de pensar. Hay que
distinguir entre la verdad que surge del acontecimiento y la verdad que generan nuestros esquemas anteriores.
Ahora
bien, re-pensar todo a la luz de la barbarie, que de eso se trata, es muy
exigente. Habría que re-pensar todas y cada una de las piezas de que consta la
historia humana, a saber, la política, la estética, la ética, la educación, el
derecho, etc., a partir de la experiencia de la barbarie.
Re-pensar la política desde el deber
de memoria es cuestionar no sólo el totalitarismo o el fascismo, sino el
progreso, la categoría más preciada de nuestro tiempo. Toda la política moderna
pivota sobre el concepto de progreso. Pues bien, en Auschwitz quedó claro que,
como adelantó Benjamin, “barbarie y progreso” coinciden.
Re-pensar la ética significa
cuestionar la ética kantiana de la buena conciencia, que es la nuestra. Esa
ética, como se explica Levi al joven húngaro que acaba de llegar al campo con
la mejor intención, ya no vale (“"la
historia de aquel colega húngaro que no quería robar, ni mentir, que seguía
siendo fiel a la moral anterior de hombre libre ...intenté convencerle que no
era aquél un lugar en el que valiera la moral de antes”). ¿Qué tiene Levi
contra la moral burguesa? Hay valores “burgueses”, como ser valiente, que
respeta, pero en el campo ha descubierto que esa moral es compatible con la
barbarie. ¿No hablaba Georg Steiner de esos kapos nazis que tocaban Schubert
por la noche, leían a Rilke por la mañana, y, en horas laborables, asesinaban
con la entrega de un funcionario modélico?
La nueva ética tendría que cambiar
la buena conciencia por el desafío que supone abrir los ojos y recibir en el
rostro la inquietante pregunta “si esto es un hombre”.
Re-pensar el derecho significa
entender que hacer justicia no es castigar al culpable sino reparar el daño a
la víctimas. Re-pensar la estética consiste en preguntarse si es posible hacer
poesía después de Auschwitz. Re-pensar la educación.
Cuestionar la lógica del progreso,
cambiar la ética burguesa, revisar la inercia milenaria del derecho penal, todo
esto es pedir mucho. Quizá se pueda empezar por menos, por el libro que el Papa
Francisco recomendó a Pedro Sánchez en la audiencia que tuvo con él en el mes
de octubre del 2021. El libro, cuyo autor es un comunista judío italiano,
Sigmond Ginzberg, se titula Sindrome 1993.
Es el año de la llegada de Hitler al poder. El libro se pregunta cómo es
posible que en la culta Alemania ganara las votaciones un grupo de matones
capitaneados por un sargento de medio pelo, llamado Adolf Hitler. Pues porque
los demás (partidos políticos, intelectuales, prensa) le hicieron el trabajo:
mientras unos y otros iban a lo suyo, desmoralizaron el país. Hitler supo sacar
las consecuencias porque tuvo la habilidad de leer la realidad no como un hecho
sino como un síntoma del fracaso político y moral de un determinado modelo de
civilización. El libro se pregunta si no se están produciendo, ante nuestros
ojos, hechos que también son síntomas de un profundo fracaso del sistema, pero
que si no corregimos a tiempo podrían convertirse en el huevo de la serpiente.
Ahí está la emigración: ¿acaso no seguimos demonizando al otro sobre todo si es
pobre, negro o moro?; luego está el populismo: ¿hemos renunciado a inventarnos
un enemigo para tener bien amarrados a los nuestros?; el abandono de los que no
tienen trabajo: ¿por ventura no son hoy como ayer los que se echan en brazos de
la extrema derecha? Analicemos el lenguaje: ¿hay mucha diferencia entre los
discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y de sal gorda de muchos
parlamentarios?; los partidos políticos ¿piensan en la gobernanza o en la
clientela?; y, sobre los intelectuales: ¿dónde están?
Podríamos decir al autor que
conocemos las respuestas a esas preguntas, otra cosa es que las interpretemos
como síntomas de un movimiento profundo. Las vemos frívolamente como parte del
juego, circunstancias pasajeras, accidentes de la vida. Eso, que sí supo
detectar y aprovechar Hitler, es lo que no vemos.
Lo que de esto se deduce es que el
deber de memoria no se substancia en memoria del sufrimiento de las víctima,
sino en memoria del significado del sufrimiento de las víctimas; ni tampoco se
agota en justicia, que mira hacia atrás, sino en la exigencia de un nuevo
comienzo, en otra forma de hacer las cosas, que mira hacia adelante.
5.
El deber de memoria, tal y como lo hemos visto ahora, consiste en una
estrategia cognitiva capaz de inaugurar un nuevo tiempo. Lo que nos dice es
que, para comenzar de nuevo, para el “nunca más”, no hay que plantearse las
cosas con esquemas anteriores, sino que hay que crearles de nuevo. No podemos,
por ejemplo, responder a la vieja pregunta “cur
malum” con la tesis kantiana del “mal radical”, sino con la nueva tesis de
la “banalidad del mal”; no podemos ya articular la construcción política sobre
el todopoderoso concepto de progreso, sino de la compasión; no podemos entender
la verdad como una precisa y científica actividad cognitiva, sino que tenemos
que contar con un nuevo ingrediente, que Adorno formula así: “dejar hablar al
sufrimiento es la condición de toda verdad”.
Pues bien, lo que hay que decir
ahora es que la estrategia cognitiva no basta para alcanzar el objetivo del
deber de memoria, a saber, el “nunca más”. No basta pensar mejor porque el
pasado que da que pensar (la barbarie) ha afectado al sentimiento y a la voluntad;
ha causado traumas en las personas y en la sociedad; ha deshumanizado, de
manera diferente evidentemente, a las víctimas y a los victimarios. Para
responder de todos esos destrozos humanitarios en vistas a un nuevo comienzo,
se impone una reflexión moral, además de la epistémica. De poco serviría en
efecto, que hiciéramos justicia con el pasado y que diéramos nuevas respuestas
a lo que da que pensar, si todo siguiera igual. Imaginemos que una sociedad
lograra meter en la cárcel a todos los culpables de la Guerra Civil, y que
ahora supiéramos organizar mejor la democracia ¿garantiza eso la superación de
los viejos demonios familiares y la división entre las dos Españas? Como la
respuesta al deber de memoria está en esa superación, es por lo que se impone
un nuevo esfuerzo, una reflexión moral sobre los daños ocasionados.
Sorprende constatar que esta
reflexión moral ya ha sido planteada desde diferentes supuestos y contextos. Es
tan desconcertante el planteamiento en cuestión, que conviene invocar la autoridad
intelectual de alguno de estos autores para que no lo califiquemos de calentón
momentáneo. El camino que proponen para lograr ese objetivo último de la memoria,
es el del perdón, y los autores a los que me refiero, Hanna Arendt y Paul
Ricoeur, entre otros. Dice Ricoeur: “el perdón es el futuro de la memoria”; y,
Arendt explica que el perdón es la más audaz de las empresas humanas porque
intenta lo que parece imposible, a saber, alumbrar un nuevo comienzo allí donde
todo parece haber concluido (la irreparabilidad del daño).
Hablemos pues del perdón. Es, dice
Ricoeur, el futuro, es decir, el objetivo último de la memoria (el "nunca
más"). Eso quiere decir que la memoria de ese pasado no es repetición sino
interrupción. Por encima de la justicia, de la reparación, de la verdad (que
pueden estar al servicio de la repetición), está el perdón, que es punto y
aparte. Digo “por encima de” y no “a costa de”.
Conviene deshacer un malentendido
paralizante. El perdón tiene, evidentemente, una connotación moral y religiosa,
muy respetable, pero aquí se usa en sentido lógico. Tiene que ver, dice Arendt,
con el sentido de la acción, entendiendo por acción el obrar humano creativo,
el obrar libre. Pues bien, el mayor enemigo de la acción libre es el
encadenamiento al pasado. Y eso ocurre cuando la acción que emprendemos es una
reacción a lo que hemos vivido o sentido o pensado. Quien así actúa, se parece,
dice Arendt, al aprendiz de brujo que carece de fórmulas mágicas para romper el
hechizo. Sus brebajes sólo conseguirán perpetuarle.
El perdón rompe el hechizo, rompe la
cadena acción-reacción, porque propone una acción no como reacción o réplica a
un tiempo pasado, sino como respuesta no al pasado sino a lo que el pasado
tiene de posibilidad. El perdón es diferente a la justicia penal porque no
busca una respuesta o reacción proporcionada y reparadora respecto a la acción
causante de la injusticia, sino que propone una acción que tiene en cuenta el
pasado, pero no el pasado que causó la acción injusta, sino un pasado que
dispone de posibilidades distintas a la acción que causó el daño.
Tengamos en cuenta que la reacción
(ni siquiera la que es justicia) garantiza la no repetición de la barbarie. ¿Cómo
lo podríamos conseguir? Movilizando en el sujeto criminal otras posibilidades
de acción, distinta de la criminal. El autor puede, además de hacer daño, como
ha hecho, reconocer el error, arrepentirse, comportarse humanitariamente. Pero
para eso hay que reconocer en el sujeto criminal lo que la tragedia griega (y Maurice
Blanchot) llama un “excedente en humanidad”, una “reserva en humanidad”, que sólo
se activa si se le da una segunda oportunidad. Entiéndase bien: no se trata de
sobreseer el pasado, ni de impunidad alguna. La memoria es, en primer lugar,
justicia, y así debe ser. Pero también es algo más, esto es, inauguración de un
nuevo tiempo. Ese objetivo no se alcanza sólo con justicia, de ahí la importancia
del perdón.
No podemos perder de vista la
centralidad del “nunca más” en el concepto de memoria. Y eso vale a la hora de
institucionalizar la memoria de las víctimas, ya sea mediante una ley de
memoria histórica, la creación de un museo o el levantamiento de un monumento.
La memoria que sólo mire hacia atrás, aunque sea con la mejor intención de
hacer justicia, fallará en lo fundamental. Es preferible, en esos casos,
invocar sin más la justicia histórica que la memoria democrática.
Reyes
Mate (Intervención en el Congreso “Memoria Democrática, Educación y Cultura de
la Paz”, en el Círculo Bellas Artes de
Madrid, el 19 de noviembre 2019)