3/9/23

El deber de memoria o de la justicia al perdón

 1. Se me invita a hablar en este Congreso dedicado a la “Memoria Democrática, Educación y paz” sobre el concepto “deber de memoria”. No se me oculta el contexto de este encuentro, a saber, el debate parlamentario sobre la ley “Memoria Democrática” y la consiguiente preocupación de llevar su contenido a los centros escolares. El programa prevé múltiples enfoques del asunto sea desde el punto de vista educativo, como legal, histórico y político. Yo voy a centrarme en el concepto “deber de memoria” con todo el rigor y claridad de que sea capaz.

             Quiero empezar diciendo que aunque de ello se habla un poco a voleo, el “deber de memoria” es un concepto muy preciso, con fecha y lugar de aparición. Nace en 1945, cuando los deportados de los campos de exterminios son liberados por las fuerzas aliadas, y tiene lugar a la puerta de esos mismos campos.

             En ese preciso momento los supervivientes lanzan un mensaje, desde distintos lugares y sin previo acuerdo, que se resume en dos palabras: “nunca más”. Lo vivido no puede repetirse y, añaden, “para lograrlo el antídoto es la memoria”.

             Por más que estas cuatro frases sean harto conocidas y se repitan ritualmente como un mantra, hay que reconocer que son sorprendentes. Sorprende, en efecto, que la primera reacción de quienes han sobrevivido a tanto sufrimiento no sea la venganza o, al menos, pedir justicia, sino apostar por su no repetición. Es como si la humanidad no pudiera permitirse ya una reedición de su infernal experiencia porque fenecería en el intento. Sorprende, en segundo lugar, que estos supervivientes confíen tanto en el poder de la memoria. La memoria, la frágil memoria, como antagonista de la barbarie, parece una propuesta desproporcionada y una apuesta perdedora. Pensemos que en ese momento hay muchos que comparten la idea de que ese crimen contra la humanidad no puede volver a repetirse. Lo piensan muchos intelectuales, políticos y militares. Pero como estas personas son gente seria proponen medios mucho más contundentes. Por ejemplo, las potencias vencedoras organizan el Juicio de Nurenberg para juzgar a los grandes dirigentes nazis. Luego idean una constitución democrática que imponen a los alemanes. A continuación se inventan el Plan Marshall, pensando que si mejoren las condiciones de vida de la población europea, alejan las tentaciones totalitarias, etc.etc. Estas son medidas proporcionadas para la no repetición. Y, sin embargo, para los supervivientes, la memoria era más importante. ¿Por qué? Porque habían captado algo que los demás sólo hemos entendido poco a poco y posteriormente. Habían captado que lo vivido formaba parte de un proyecto de olvido. Habían captado que los nazis no querían sólo acabar con los judíos. Querían algo más, por eso no debía quedar ni rastro del crimen: había que exterminar al pueblo judío y, al tiempo reducir sus restos a cenizas, para que no hubiera rastro físico que permitiera construir un recuerdo. Y tras el exterminio físico, la disolución metafísica. Sin memoria del pueblo judío, la humanidad acabaría olvidándose de la aportación cultural del pueblo judío a la humanidad.

             Este proyecto de olvido, que resultaba evidente a los deportados, fue, sin embargo, algo literalmente impensable e imaginable. Nadie lo pensó por adelantado. Pero, aunque impensable e impensado, tuvo lugar. Y este hecho tiene una gran importancia epistémica pues obliga a pensar de otra manera. Simplificando un poco podríamos decir que no podemos fiarnos totalmente de la razón, de su capacidad cognitiva, pues es mucho lo que se le escapa. Más concretamente, si queremos que ese pasado de barbarie –que, repito, fue impensable pero ocurrió- no se repita, tenemos que partir a la hora de organizar el mundo (y, por tanto de conocer la realidad) de lo que ocurrió. El acontecimiento se convierte en principio del conocimiento, En eso, precisamente en eso, se substancia el concepto de “deber de memoria”, que no consiste fundamentalmente en acordarse de las víctimas sino en re-pensar todas las piezas de que consta la historia –la política, la ética, la estética, la religión, el derecho, la educación etc.- partiendo de la barbarie.

 2. Hoy, 76 años después de Auschwitz, tenemos que preguntarnos si hemos recordado, y, en caso de respuesta positiva, si hemos conjurado el peligro de repetición.

             La respuesta es inquietante porque, por un lado, tenemos que decir que sí, que hemos recordado, pero para añadir enseguida que no hemos conjurado el peligro porque los genocidios, por ejemplo, se han repetido. Habrá entonces que preguntarse si es por la mala calidad de la memoria o porque ésta no basta. Veamos.

             Lo primero que hay que decir es que hemos recordado. No ha sido fácil llegar hasta aquí pues todo invitaba al olvido. Había, por un lado, razones externas que pujaban en esa dirección. Me refiero a la Guerra Fría, declarada nada más acabar la Segunda Guerra Mundial pero enfrentando ahora a los que hasta ese momento habían sido aliados contra el fascismo. Nadie quería perder energías mirando hacia atrás. Todo el mundo pujaba por captar a alemanes cualificados, fueran o no culpables en el pasado. La memoria era un estorbo. Luego estaban las razones internas. "Lo que habían padecido los judíos no suscitaba interés", anotaba Simone Veil, superviviente de Bergen-Belsen. Ocurrió en su casa. Todos deseaban oír los relatos heroicos del hermano que se había alistado en el ejército americano, pero no sus tristes lamentos de deportada. Cuenta que en aquellos años de la posguerra se celebró en París un congreso de historiadores sobre la pasada guerra y no la dejaron participar, como testigo, porque no se valoraba científicamente el testimonio. La gente no quería oír a Primo Levi, demasiado triste; ni leer a Jean Améry, un amargado que hablaba desde el resentimiento; ni escuchar la poesía de Paul Celan, abrazada al sufrimiento. Sin olvidar a aquellos supervivientes, que tanto podían contar, pero que tuvieron que callar, como le pasó a Jorge Semprún, para seguir viviendo. Por eso digo que no ha sido fácil pero aquí estamos, recordando. Esa batalla al menos se ha ganado. Hoy podemos decir que no hay miedo a que olvidemos: ahí están las conmemoraciones, los museos, los campos, los libros, las tesis doctorales.

             Pero esta noticia que, por un lado, tranquiliza, desasosiega por otro, pues, pese a la memoria, los genocidios no se han detenido, el antisemitismo sigue latente, la xenofobia se multiplica. No parece cierto que baste recordar Auschwitz para que la historia no se repita. Habría que dar la razón a quienes, como Hegel, decían que nada se aprende de la historia.

 3. Por ello antes de dar ese paso, de tanta trascendencia hermenéutica, hay que preguntarse de qué memoria nos estamos nutriendo. Hay que preguntarse si la memoria que manejamos tiene algo que ver con la que convoca Auschwitz: ¿son de la misma especie o estamos ante un inmenso equívoco?

            Para responder adecuadamente hay que empezar diciendo que la memoria se dice de muchas maneras. Yo distinguiría al menos estas tres. Existe, en primer lugar, una memoria perversa porque convierte el pasado en legitimación del presente. Se descarga al pasado de su potencial semántico para convertirlo en instrumento del presente, al servicio de los intereses del presente. Es lo que hace el historicismo y también los nacionalismos. Son perversas estas memorias porque en el fondo son formas de olvido.

             Hay, en segundo lugar, también una memoria “justa”: que entiende la memoria como justicia y que se substancia en prácticas como cultivar el conocimiento del pasado con la ayuda de la historia (lo que se hace, por ejemplo, en educación); también implica la idea de que memoria es reparación de lo reparable, lo que hacen muchas leyes de memoria histórica. Respecto a lo irreparable, la memoria también supone una forma, modesta, de justicia pues consigue mantener viva la injusticia, impidiendo así que se archive y se olvide. Reparación, pues, de lo reparable y memoria de lo irreparable.

             Hay que decir que esta forma de memoria es un logro histórico pues saca a las víctimas del olvido y nos las hace presente. Es una memoria justa y necesaria: justa, porque nos recuerda que la memoria nos pone delante una injusticia que pide justicia; y, necesaria, pues aunque la memoria tenga otras funciones, todo sería en balde si la memoria no afectara en primer lugar a las víctimas, a la injusticia que se hizo a las víctimas.

             Pero este sentido de la memoria, con ser fundamental, es insuficiente. Queda otro sentido de memoria, el definitivo, que tenemos que tratar. Me refiero al llamado “deber de memoria”.

 4. El deber de memoria

            Aunque la palabra “deber” es muy moralizante, “el deber de memoria” es del orden del conocimiento. La memoria, en este caso, lo que plantea es una forma específica de conocer. Cuesta entenderlo porque, desde Aristóteles, asociamos la memoria al sentimiento. La memoria es un recuerdo muy personal de una vivencia pasada. Un sentimiento, pues, personal e íntimo que no pretende tener peso público ni científico.

             Eso cambia gracias al impacto de la filosofía judía en el siglo XX. Desde entonces la memoria es conocimiento, un conocimiento extraño pues se especializa en conocer el lado oculto de la realidad. Con razón dice Benjamin que la memoria es como rayos infrarrojos con los que ver lo que escapa al ojo. Esa parte oculta de la realidad es, precisa Adorno, “die Leidensgeschichte”, esto es, la historia del sufrimiento de la humanidad.

             En eso la memoria es diferente a la historia. Esta se precia de estudiar y atenerse a los “hechos” (algo tras lo que también van las ciencias naturales, de ahí la pretensión de la historia a ser “ciencia”). Pero los “hechos” no deberían deslumbrarnos. “Hecho” es el pretérito perfecto del verbo haber, esto es, un pasado realizado. Un pasado pues que ha tenido éxito. Pero ¿cuántos pasados hay que no han conseguido realizarse? Los más. Esa parte frustrada y vencida de la historia forma parte de la realidad aunque no haya conseguido realizarse. La memoria sabe que no hay que confundir realidad con facticidad. Benjamin llega a decir que lo memorable, lo digno de ser recordado, es precisamente lo que escapa a la ciencia histórica que sólo quiere saber de hechos.

             La memoria es, por tanto, conocimiento, pero un conocimiento muy singular. Podríamos decir que la memoria revienta la banca, es decir, rompe los moldes. La memoria, en efecto, plantea un pensamiento nuevo o, como dicen Adorno, Primo Levi o Hanna Arendt, supone un re-pensar todo a la luz de la barbarie para que podamos hacer las cosas de otro modo. Es lo que Adorno llama, en jerga filosófica, Nuevo Imperativo Categórico. Lo que se quiere decir es lo siguiente: partamos de que lo que ocurrió fue impensable pues no encajaba en nuestros esquemas mentales. Pero ocurrió. Entonces lo ocurrido se convierte, como ya hemos adelantado, en lo que da que pensar. Un ejemplo: para explicar el mal la filosofía recurría a la figura del “mal radical”. Esa figura ya no nos vale porque “el mal radical” explica las maldades del ser humano como errores. Hacemos el mal no porque queramos el mal por el mal sino porque lo confundimos con un bien. Eso, después del Auschwitz, no nos vale, por eso tenemos que pensar de nuevo el mal partiendo de esa experiencia en la que se condenaba a muerte a los niños no porque los confundieran con monstruos sino porque era niños judíos. Los nazis sabían lo que hacían. Para califica ese mal de una forma más precisa Hanna Arendt se inventó lo de la “banalidad del mal”.

             Si queremos conocer la realidad tenemos que reconocer que el acontecimiento es la fuente del conocimiento, es el punto de partida que nos lleva a la verdad, es lo que debe dar que pensar, por eso hay que crear un nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho y no fuimos capaces de pensar. Hay que distinguir entre la verdad que surge del acontecimiento y la verdad  que generan nuestros esquemas anteriores.

            Ahora bien, re-pensar todo a la luz de la barbarie, que de eso se trata, es muy exigente. Habría que re-pensar todas y cada una de las piezas de que consta la historia humana, a saber, la política, la estética, la ética, la educación, el derecho, etc., a partir de la experiencia de la barbarie.

             Re-pensar la política desde el deber de memoria es cuestionar no sólo el totalitarismo o el fascismo, sino el progreso, la categoría más preciada de nuestro tiempo. Toda la política moderna pivota sobre el concepto de progreso. Pues bien, en Auschwitz quedó claro que, como adelantó Benjamin, “barbarie y progreso” coinciden.

             Re-pensar la ética significa cuestionar la ética kantiana de la buena conciencia, que es la nuestra. Esa ética, como se explica Levi al joven húngaro que acaba de llegar al campo con la mejor intención, ya no vale (“"la historia de aquel colega húngaro que no quería robar, ni mentir, que seguía siendo fiel a la moral anterior de hombre libre ...intenté convencerle que no era aquél un lugar en el que valiera la moral de antes”). ¿Qué tiene Levi contra la moral burguesa? Hay valores “burgueses”, como ser valiente, que respeta, pero en el campo ha descubierto que esa moral es compatible con la barbarie. ¿No hablaba Georg Steiner de esos kapos nazis que tocaban Schubert por la noche, leían a Rilke por la mañana, y, en horas laborables, asesinaban con la entrega de un funcionario modélico?

             La nueva ética tendría que cambiar la buena conciencia por el desafío que supone abrir los ojos y recibir en el rostro la inquietante pregunta “si esto es un hombre”.

             Re-pensar el derecho significa entender que hacer justicia no es castigar al culpable sino reparar el daño a la víctimas. Re-pensar la estética consiste en preguntarse si es posible hacer poesía después de Auschwitz. Re-pensar la educación.

             Cuestionar la lógica del progreso, cambiar la ética burguesa, revisar la inercia milenaria del derecho penal, todo esto es pedir mucho. Quizá se pueda empezar por menos, por el libro que el Papa Francisco recomendó a Pedro Sánchez en la audiencia que tuvo con él en el mes de octubre del 2021. El libro, cuyo autor es un comunista judío italiano, Sigmond Ginzberg, se titula Sindrome 1993. Es el año de la llegada de Hitler al poder. El libro se pregunta cómo es posible que en la culta Alemania ganara las votaciones un grupo de matones capitaneados por un sargento de medio pelo, llamado Adolf Hitler. Pues porque los demás (partidos políticos, intelectuales, prensa) le hicieron el trabajo: mientras unos y otros iban a lo suyo, desmoralizaron el país. Hitler supo sacar las consecuencias porque tuvo la habilidad de leer la realidad no como un hecho sino como un síntoma del fracaso político y moral de un determinado modelo de civilización. El libro se pregunta si no se están produciendo, ante nuestros ojos, hechos que también son síntomas de un profundo fracaso del sistema, pero que si no corregimos a tiempo podrían convertirse en el huevo de la serpiente. Ahí está la emigración: ¿acaso no seguimos demonizando al otro sobre todo si es pobre, negro o moro?; luego está el populismo: ¿hemos renunciado a inventarnos un enemigo para tener bien amarrados a los nuestros?; el abandono de los que no tienen trabajo: ¿por ventura no son hoy como ayer los que se echan en brazos de la extrema derecha? Analicemos el lenguaje: ¿hay mucha diferencia entre los discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y de sal gorda de muchos parlamentarios?; los partidos políticos ¿piensan en la gobernanza o en la clientela?; y, sobre los intelectuales: ¿dónde están?

             Podríamos decir al autor que conocemos las respuestas a esas preguntas, otra cosa es que las interpretemos como síntomas de un movimiento profundo. Las vemos frívolamente como parte del juego, circunstancias pasajeras, accidentes de la vida. Eso, que sí supo detectar y aprovechar Hitler, es lo que no vemos.

             Lo que de esto se deduce es que el deber de memoria no se substancia en memoria del sufrimiento de las víctima, sino en memoria del significado del sufrimiento de las víctimas; ni tampoco se agota en justicia, que mira hacia atrás, sino en la exigencia de un nuevo comienzo, en otra forma de hacer las cosas, que mira hacia adelante.

 5. El deber de memoria, tal y como lo hemos visto ahora, consiste en una estrategia cognitiva capaz de inaugurar un nuevo tiempo. Lo que nos dice es que, para comenzar de nuevo, para el “nunca más”, no hay que plantearse las cosas con esquemas anteriores, sino que hay que crearles de nuevo. No podemos, por ejemplo, responder a la vieja pregunta “cur malum” con la tesis kantiana del “mal radical”, sino con la nueva tesis de la “banalidad del mal”; no podemos ya articular la construcción política sobre el todopoderoso concepto de progreso, sino de la compasión; no podemos entender la verdad como una precisa y científica actividad cognitiva, sino que tenemos que contar con un nuevo ingrediente, que Adorno formula así: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”.

             Pues bien, lo que hay que decir ahora es que la estrategia cognitiva no basta para alcanzar el objetivo del deber de memoria, a saber, el “nunca más”. No basta pensar mejor porque el pasado que da que pensar (la barbarie) ha afectado al sentimiento y a la voluntad; ha causado traumas en las personas y en la sociedad; ha deshumanizado, de manera diferente evidentemente, a las víctimas y a los victimarios. Para responder de todos esos destrozos humanitarios en vistas a un nuevo comienzo, se impone una reflexión moral, además de la epistémica. De poco serviría en efecto, que hiciéramos justicia con el pasado y que diéramos nuevas respuestas a lo que da que pensar, si todo siguiera igual. Imaginemos que una sociedad lograra meter en la cárcel a todos los culpables de la Guerra Civil, y que ahora supiéramos organizar mejor la democracia ¿garantiza eso la superación de los viejos demonios familiares y la división entre las dos Españas? Como la respuesta al deber de memoria está en esa superación, es por lo que se impone un nuevo esfuerzo, una reflexión moral sobre los daños ocasionados.

             Sorprende constatar que esta reflexión moral ya ha sido planteada desde diferentes supuestos y contextos. Es tan desconcertante el planteamiento en cuestión, que conviene invocar la autoridad intelectual de alguno de estos autores para que no lo califiquemos de calentón momentáneo. El camino que proponen para lograr ese objetivo último de la memoria, es el del perdón, y los autores a los que me refiero, Hanna Arendt y Paul Ricoeur, entre otros. Dice Ricoeur: “el perdón es el futuro de la memoria”; y, Arendt explica que el perdón es la más audaz de las empresas humanas porque intenta lo que parece imposible, a saber, alumbrar un nuevo comienzo allí donde todo parece haber concluido (la irreparabilidad del daño).

             Hablemos pues del perdón. Es, dice Ricoeur, el futuro, es decir, el objetivo último de la memoria (el "nunca más"). Eso quiere decir que la memoria de ese pasado no es repetición sino interrupción. Por encima de la justicia, de la reparación, de la verdad (que pueden estar al servicio de la repetición), está el perdón, que es punto y aparte. Digo “por encima de” y no “a costa de”.

             Conviene deshacer un malentendido paralizante. El perdón tiene, evidentemente, una connotación moral y religiosa, muy respetable, pero aquí se usa en sentido lógico. Tiene que ver, dice Arendt, con el sentido de la acción, entendiendo por acción el obrar humano creativo, el obrar libre. Pues bien, el mayor enemigo de la acción libre es el encadenamiento al pasado. Y eso ocurre cuando la acción que emprendemos es una reacción a lo que hemos vivido o sentido o pensado. Quien así actúa, se parece, dice Arendt, al aprendiz de brujo que carece de fórmulas mágicas para romper el hechizo. Sus brebajes sólo conseguirán perpetuarle.

             El perdón rompe el hechizo, rompe la cadena acción-reacción, porque propone una acción no como reacción o réplica a un tiempo pasado, sino como respuesta no al pasado sino a lo que el pasado tiene de posibilidad. El perdón es diferente a la justicia penal porque no busca una respuesta o reacción proporcionada y reparadora respecto a la acción causante de la injusticia, sino que propone una acción que tiene en cuenta el pasado, pero no el pasado que causó la acción injusta, sino un pasado que dispone de posibilidades distintas a la acción que causó el daño.

             Tengamos en cuenta que la reacción (ni siquiera la que es justicia) garantiza la no repetición de la barbarie. ¿Cómo lo podríamos conseguir? Movilizando en el sujeto criminal otras posibilidades de acción, distinta de la criminal. El autor puede, además de hacer daño, como ha hecho, reconocer el error, arrepentirse, comportarse humanitariamente. Pero para eso hay que reconocer en el sujeto criminal lo que la tragedia griega (y Maurice Blanchot) llama un “excedente en humanidad”, una “reserva en humanidad”, que sólo se activa si se le da una segunda oportunidad. Entiéndase bien: no se trata de sobreseer el pasado, ni de impunidad alguna. La memoria es, en primer lugar, justicia, y así debe ser. Pero también es algo más, esto es, inauguración de un nuevo tiempo. Ese objetivo no se alcanza sólo con justicia, de ahí la importancia del perdón.

             No podemos perder de vista la centralidad del “nunca más” en el concepto de memoria. Y eso vale a la hora de institucionalizar la memoria de las víctimas, ya sea mediante una ley de memoria histórica, la creación de un museo o el levantamiento de un monumento. La memoria que sólo mire hacia atrás, aunque sea con la mejor intención de hacer justicia, fallará en lo fundamental. Es preferible, en esos casos, invocar sin más la justicia histórica que la memoria democrática.

 Reyes Mate (Intervención en el Congreso “Memoria Democrática, Educación y Cultura de la Paz”, en el Círculo Bellas Artes de Madrid, el 19 de noviembre 2019)