La injustificable invasión rusa del
territorio ucraniano desencadenó una justificada reacción de solidaridad de
muchos países y ciudadanos del mundo con Ucrania. El resultado ha sido una
guerra que después de año y medio ha producido, según el New York Times, más de medio millón de muertos.
Es verdad que la guerra de Ucrania
ya apenas si es noticia. Han desaparecido de los informativos pero los
combatientes y la población civil siguen muriendo a un ritmo infinitamente
superior al que conocíamos en Afganistán o incluso en Vietnam. Los
contrincantes silencian sus números para despistar al enemigo y acallan sus
lamentos para no alarmar a los de casa. Pero los muertos, ¡ay!, siguen
muriendo, como diría León Felipe.
A estas altura de la contienda son
más las voces de los que piden seguir matándose que las de los que plantean la
necesidad de una negociación. En Europa, por ejemplo, de lo que se habla, salvo
excepciones, es del envío de más balas, cañones, tanques y aviones. Pero todas
las guerras llegan a un punto en el que la diplomacia sustituye a las armas. Es
el momento de la negociación. Y ese momento ha llegado por dos razones.
En primer lugar, porque ya sabemos
que ni los rusos van a perder la guerra ni los ucranianos, ganarla. Los rusos
no se lo pueden permitir y los ucranianos no lo pueden conseguir. Los frentes
se han consolidado. Hemos llegado a ese punto, bien conocido en la historia
universal, en el que un conflicto entre dos países cristaliza en unas
fronteras, casi siempre injustas, pero que son el resultado de la relación de
fuerzas entre los contrincantes. Aceptar la dura realidad en este caso tiene la
grandeza moral que supone salvar vidas propias y ajenas, reduciendo el
sufrimiento de los que hacen y padecen la guerra. Si, como dijeron dirigentes
de la OTAN, había que parar los pies a Putin para que no sucumbiera a la
tentación de otras invasiones, la lección parece que está bien aprendida.
La otra razón es mucho más decisiva.
Estamos ante un conflicto que no se resuelve con la guerra, es decir, no se
resuelve con la victoria ni la derrota de nadie. Si ganan los rusos o los
ucranianos, seguirá el problema; si pierden, también. Estamos ante un caso en
el que la sombra del Estado no cubre la complejidad de la sociedad. Pondré un
ejemplo. Lemberg es una ciudad ucraniana que entre la I y la II Guerra Mundial
cambió ocho veces de mano: fue rusa, polaca, alemana o ucraniana, por eso se
llamó Lviv, Lvov, Lwow, Lemberg o Liópolis. En ciudades así la sociedad es un
conglomerado de culturas y sentimientos diferentes que difícilmente se
satisfacen proclamando oficialmente que la ciudad o la comarca es rusa o judía
o ucraniana porque es todo a la vez. No hemos encontrado una figura política
que respete la compleja realidad de esos lugares que debería ser transnacional.
Esto, que le cuesta entender a los políticos o a los nacionalistas de cualquier
signo que ya han decretado que la ciudad es por esencia rusa o ucraniana, lo
entienden perfectamente sus habitantes acostumbrados a convivir en la
diferencia. Claro que esa convivencia se puede y de hecho se ha envenenado.
Prueba de ello es el antisemitismo que ha dominado en toda esa región (y del
que los nazis tomaron nota), pero hoy estamos en condición de saber que ese
envenenamiento de la convivencia entre diferentes ha sido mucho más inferido
desde fuera, por razones ideológicas, que expresión de la vida ordinaria de sus
gentes.
La negociación de la paz debería partir
de esa compleja realidad. Podrían ser de ayuda las propuestas que dos hijos de
Lemberg hicieron al derecho internacional. De ese lugar tan complejo salieron,
en efecto, dos genios jurídicos que inventaron dos tipos de delitos -el “crimen
contra la humanidad” y el “genocidio”- que ya forman parte del derecho
internacional. Se llamaban Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin. Al primero lo
que le preocupaba era salvar el derecho a la vida de cada ser humano. Había que
acabar con la idea de que el Estado, con sus leyes, podía permitírselo todo.
Pues no, hay derechos que todo el mundo y todo Estado tiene que respetar de
suerte que si no lo hace puede acabar en el banquillo de los acusados, como
ocurrió a todo el Estado alemán en el Juicio de Nurenberg. Lemkin, por su
parte, ponía el acento en las minorías étnicas o culturales. Había que
garantizar la pluralidad de razas o culturas hasta el punto de que perseguir a
un judío o a un gitano por su raza no era sólo un homicidio sino un atentado
contra todo el pueblo judío o gitano, es decir, un crimen contra la integridad
de la especie humana. A eso lo llamó genocidio. Estos dos eminentes juristas,
judíos ambos, captaron bien los problemas de su entorno y propusieron dos
medidas a la altura de su gravedad: por un lado, que los derechos del ser
humano están por encima de los intereses de los Estados o de las Patrias y, por
otro, que el primer deber del poder político es garantizar la pluralidad de las
culturas que cohabitan en un mismo espacio.
Si nos fijamos bien, nada de esto
parece interesar a los dirigentes rusos o ucranianos (ni a los europeos o
norteamericanos). Ponen por encima de todo la llamada soberanía nacional, algo
que para Lauterpacht y Lemkin no sólo era secundario sino que debería estar al
servicio del individuo y de las distintas comunidades.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 27 de agosto
2023)