12/9/23

Paremos la guerra

             La injustificable invasión rusa del territorio ucraniano desencadenó una justificada reacción de solidaridad de muchos países y ciudadanos del mundo con Ucrania. El resultado ha sido una guerra que después de año y medio ha producido, según el New York Times, más de medio millón de muertos.

             Es verdad que la guerra de Ucrania ya apenas si es noticia. Han desaparecido de los informativos pero los combatientes y la población civil siguen muriendo a un ritmo infinitamente superior al que conocíamos en Afganistán o incluso en Vietnam. Los contrincantes silencian sus números para despistar al enemigo y acallan sus lamentos para no alarmar a los de casa. Pero los muertos, ¡ay!, siguen muriendo, como diría León Felipe.

             A estas altura de la contienda son más las voces de los que piden seguir matándose que las de los que plantean la necesidad de una negociación. En Europa, por ejemplo, de lo que se habla, salvo excepciones, es del envío de más balas, cañones, tanques y aviones. Pero todas las guerras llegan a un punto en el que la diplomacia sustituye a las armas. Es el momento de la negociación. Y ese momento ha llegado por dos razones.

             En primer lugar, porque ya sabemos que ni los rusos van a perder la guerra ni los ucranianos, ganarla. Los rusos no se lo pueden permitir y los ucranianos no lo pueden conseguir. Los frentes se han consolidado. Hemos llegado a ese punto, bien conocido en la historia universal, en el que un conflicto entre dos países cristaliza en unas fronteras, casi siempre injustas, pero que son el resultado de la relación de fuerzas entre los contrincantes. Aceptar la dura realidad en este caso tiene la grandeza moral que supone salvar vidas propias y ajenas, reduciendo el sufrimiento de los que hacen y padecen la guerra. Si, como dijeron dirigentes de la OTAN, había que parar los pies a Putin para que no sucumbiera a la tentación de otras invasiones, la lección parece que está bien aprendida.

             La otra razón es mucho más decisiva. Estamos ante un conflicto que no se resuelve con la guerra, es decir, no se resuelve con la victoria ni la derrota de nadie. Si ganan los rusos o los ucranianos, seguirá el problema; si pierden, también. Estamos ante un caso en el que la sombra del Estado no cubre la complejidad de la sociedad. Pondré un ejemplo. Lemberg es una ciudad ucraniana que entre la I y la II Guerra Mundial cambió ocho veces de mano: fue rusa, polaca, alemana o ucraniana, por eso se llamó Lviv, Lvov, Lwow, Lemberg o Liópolis. En ciudades así la sociedad es un conglomerado de culturas y sentimientos diferentes que difícilmente se satisfacen proclamando oficialmente que la ciudad o la comarca es rusa o judía o ucraniana porque es todo a la vez. No hemos encontrado una figura política que respete la compleja realidad de esos lugares que debería ser transnacional. Esto, que le cuesta entender a los políticos o a los nacionalistas de cualquier signo que ya han decretado que la ciudad es por esencia rusa o ucraniana, lo entienden perfectamente sus habitantes acostumbrados a convivir en la diferencia. Claro que esa convivencia se puede y de hecho se ha envenenado. Prueba de ello es el antisemitismo que ha dominado en toda esa región (y del que los nazis tomaron nota), pero hoy estamos en condición de saber que ese envenenamiento de la convivencia entre diferentes ha sido mucho más inferido desde fuera, por razones ideológicas, que expresión de la vida ordinaria de sus gentes.

             La negociación de la paz debería partir de esa compleja realidad. Podrían ser de ayuda las propuestas que dos hijos de Lemberg hicieron al derecho internacional. De ese lugar tan complejo salieron, en efecto, dos genios jurídicos que inventaron dos tipos de delitos -el “crimen contra la humanidad” y el “genocidio”- que ya forman parte del derecho internacional. Se llamaban Hersch Lauterpacht y Rafael Lemkin. Al primero lo que le preocupaba era salvar el derecho a la vida de cada ser humano. Había que acabar con la idea de que el Estado, con sus leyes, podía permitírselo todo. Pues no, hay derechos que todo el mundo y todo Estado tiene que respetar de suerte que si no lo hace puede acabar en el banquillo de los acusados, como ocurrió a todo el Estado alemán en el Juicio de Nurenberg. Lemkin, por su parte, ponía el acento en las minorías étnicas o culturales. Había que garantizar la pluralidad de razas o culturas hasta el punto de que perseguir a un judío o a un gitano por su raza no era sólo un homicidio sino un atentado contra todo el pueblo judío o gitano, es decir, un crimen contra la integridad de la especie humana. A eso lo llamó genocidio. Estos dos eminentes juristas, judíos ambos, captaron bien los problemas de su entorno y propusieron dos medidas a la altura de su gravedad: por un lado, que los derechos del ser humano están por encima de los intereses de los Estados o de las Patrias y, por otro, que el primer deber del poder político es garantizar la pluralidad de las culturas que cohabitan en un mismo espacio.

             Si nos fijamos bien, nada de esto parece interesar a los dirigentes rusos o ucranianos (ni a los europeos o norteamericanos). Ponen por encima de todo la llamada soberanía nacional, algo que para Lauterpacht y Lemkin no sólo era secundario sino que debería estar al servicio del individuo y de las distintas comunidades.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 27 de agosto 2023)