A los españoles nos va el
enfrentamiento. Nos dividió un volcán, antes la pandemia y, ahora, la amnistía a
ciudadanos catalanes implicados en la declaración de independencia. Los hay que,
desde una orilla, dicen que eso supondría el “final de la democracia”; otros,
como los de Junts, que sólo sería el aperitivo de mayores exigencias. Luego
vienen los juristas, divididos entre quienes que creen que es perfectamente
constitucional y los que predican todo lo contrario.
Me voy a permitir unas reflexiones
que no son ni jurídicas ni políticas sino morales. La moral consiste en
responder a la pregunta de si la amnistía es buena o mala, es decir, si
contribuye a alcanzar el fin de la política o no. Como, desde Aristóteles, el
ser humano inventó la política para convivir, la pregunta es si la amnistía
contribuye a la convivencia o no.
La convivencia ha ensayado muchas
fórmulas políticas hasta dar con una que hoy goza de gran predicamento: la
democracia. Su prestigio se basa en un principio que es como la cuadratura del
círculo: que todos seamos al tiempo legisladores y súbditos porque nosotros
mismos hacemos las leyes a las que tenemos que someternos.
Esa feliz fórmula no es nada simple,
pese a su apariencia, pues las leyes nos obligan a respetarlas pero sin olvidar
que somos nosotros los que las hacemos, es decir, que nosotros mismos podemos
cambiarlas, si no nos gustan, e interpretarlas siempre en función de la
convivencia. Las leyes son normas pero en función de la convivencia que es el
objetivo moral de la política.
Nada extraño entonces que exista una
cierta tensión entre las leyes y la ética, entre la justicia legal y la
justicia moral. Esa tensión, que a veces es conflictiva, está recogida en el
propio sistema legal. Recordemos que el Ministerio de Justicia, encargado de
velar por la legalidad de todos los actos políticos, se llamaba históricamente
Ministerio de Gracia y Justicia para dar a entender que, en determinadas
circunstancias, el principio superior de la convivencia exige poner entre
paréntesis la aplicación de la ley y dejar paso a la gracia o el perdón.
Enmanuel Kant, que era implacable
con el cumplimiento de la ley, decía, sin embargo, que donde mejor se expresa
la autoridad del Estado es en el perdón de aquellos actos que atentan
directamente contra su soberanía. En el gesto de perdonar a los golpistas, por
ejemplo, se expresa la esencia de la política porque el Estado da a los
delincuentes la posibilidad de integrarse en la comunidad en lugar de
expulsarles al exilio o a la cárcel. Quien sale ganando es la convivencia.
En estos casos el perdón no va
contra la dignidad del Estado ni desprecia la soberanía de las leyes pues no
elimina el delito de sedición, por ejemplo, sino que suspende la aplicación de
la ley en nombre de su capacidad “de gracia”. Es verdad que es un gesto
excepcional por eso se aplica en circunstancias excepcionales, aunque
regularmente. No hay gobernante que se prive de hacerlo. Lo hizo Aznar en 1996,
indultando a 15 condenados por terrorismo de Terra Lliure, tras prometer el
cumplimiento íntegro de las penas, y de amnistía habló Mariano Rajoy a
Puigdemont en el 2017, si se comprometía a unas elecciones legales, según
consta en una célebre portada del diario ABC del 19 de octubre (por no hablar
de Felipe González indultando al golpista Alfonso Armada).
A nadie se le escapa que lo ocurrido
en aquellas fechas de octubre del 2017 estuvo rodeado de circunstancias
inusuales que desbordaron a los independentistas pero también al Gobierno de
España. Los primeros perdieron de vista el marco legal de la Constitución
confundiendo sus sueños con la realidad. Pero tampoco el Gobierno acertó con sus
decisiones. Se equivocaron los primeros al confundir la minoría que eran con
toda Cataluña y, peor aún, soñaron que el Estado de Derecho se había disuelto,
hasta que despertaron en la cárcel.
Pero tampoco el Gobierno anduvo muy
fino. No se avino a dialogar y menos a negociar a tiempo asuntos perfectamente asumibles
como el pacto fiscal; ofendió innecesariamente con su campaña contra el Estatut
catalán; estuvo detrás de la operación mafiosa protagonizada por la policía patriótica; la justicia forzó el
derecho penal, confundiendo rebelión con sedición, algo que nadie ha entendido
en Europa.
De este embrollo sólo se sale
dándonos una segunda oportunidad. La amnistía puede ayudar a ello siempre y
cuando lo que pretendan unos y otros sea poner las bases para una mejor convivencia.
Esas bases tienen que ser nuevas por eso no vale repetir los tópicos
anteriores. El Estado pone lo suyo al perdonar las penas y, sobre todo,
exponiéndose a un diálogo en el que pueda convencer o ser convencido. Los
independentistas no pueden, por su parte, andar diciendo que “volveremos a
hacer lo mismo” o “defendemos la vía unilateral” pues esa actitud invalida el
sentido de una medida de gracia, a saber, crear las bases para una mejor
convivencia. El nacionalismo también está sometido al objetivo moral de la
política que no consiste en ser independiente sino en convivir y cohabitar.
El mayor riesgo que corremos consiste
en desperdiciar la ocasión y volver a las andadas, porque cuando la historia se
repite no suele tomar la forma de comedia sino de tragedia.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 24 de
septiembre 2023)