Los jueces deben ser libres para
impartir justicia, lo que no significa que todo les sea permitido. Ellos
también tienen normas. Para aceptar a trámite una querella contra alguien, por
ejemplo, existe una Ley de Enjuiciamiento Criminal y una jurisprudencia que
tienen que respetar. Si el Tribunal Supremo sentencia que una causa debe ser
rechazada si se basa en informaciones periodísticas y sólo en las mismas, no
debería ser admitida a trámite la que presentó Manos Limpias contra Begoña
Gómez pues está basada en recortes de periódicos.
Pero el juez Juan Carlos Peinado la
admitió porque se hace. Lo más notable del caso no es el contexto político, por
muy serio que sea, cuanto la normalización de las malas prácticas en la
justicia. No sé si esas prácticas son muchas o pocas, lo cierto es que no pasa
nada cuando ocurren. El Gobierno de los Jueces debería saltar como un resorte
ante la menor incidencia irregular porque el papel ejemplarizador de la
justicia en un sistema democrático no tiene parangón con el de ninguna otra
institución.
Un Juzgado no es una ventanilla, como
la que tienen los grandes almacenes, adonde uno se acerca para intercambiar una
mercancía o devolverla si está en mal estado o presentar una protesta si le han
tratado mal. Lo que tiene que ver con la justicia es de otro orden. Sus actos
están presididos por una solemne liturgia que afecta a la vestimenta, al
lenguaje, a los tiempos y a la distribución de los espacios. Se escenifican sus
actuaciones porque en cada una de ella va a ocurrir algo extra-ordinario que
tiene un valor público. En ese solemne escenario todo el mundo va a tener su
sitio: la víctima podrá manifestar sus sentimientos y será oída
respetuosamente; el incriminado será tratado con el mayor respeto y también
tendrá su tiempo; el tribunal, compuesto de jueces competentes, tendrá la mayor
consideración social para que pueda actuar sin presiones. Gracias a la justicia
la sociedad hace la experiencia de que el Estado es un lugar de humanidad, es
decir, que sus reglas de juego, las que regulan las relaciones y resuelven los
conflictos, son reglas morales y no la ley de la selva. La justicia ocupa ahora
el lugar que en el pasado tenía la Iglesia, considerada la institucionalización
misma de la moral. De la justicia no esperamos sólo que la administre sino que
dé ejemplo de cómo resolver los conflictos en el día a día entre los propios
ciudadanos. Por eso el Estado la confiere el inmenso poder que tiene.
Esto explica que una mala práctica
en un Juzgado tenga un papel desmoralizador difícilmente imaginable. Lo digo
por experiencia. Hace poco más de un año fui sorprendido por una carta que
provenía del Juzgado de Instrucción nr 4 de Gijón, en la que su titular, una
jueza, me condenaba por haber robado un móvil a una adolescente, a las tres de
la madrugaba, en una discoteca de Gijón. Me quedé perplejo cuando leo en la
sentencia que se considera “hecho probado” que había sustraído un móvil en una
ciudad en la que no había puesto los pies en los últimos cinco años, y que se
me condenaba “a una multa de dos meses con cuota diaria de 8 euros, más una
indemnización a la menor de edad de 281 por el móvil robado”.Hacía unos años yo
había publicado un libro titulado “Tratado de la injusticia”, así que estaba
preparado para experimentar en carne propia algo de esa injusticia generalizada
que había atraído mi curiosidad intelectual. Es verdad que lo mío es un asunto
menor, que se saldaba a fin de cuentas con un puñado de euros, pero había algo
inquietante y revelador. La policía de Gijón se fijó en mi porque al parecer
los números de serie de mi móvil casi coincidían (todos menos uno) con el
robado (luego añadieron un par de simplezas semejantes). Sobre base tan frágil
y falsa, la jueza titular, el fiscal y la policía fraguaron la condena. Es como
si me hubiera tocado el gordo por aproximación. No puedo presumir maldad en los
actores citados, ni tampoco un despiste puntual puesto que eran tres, sino un
fallo sistémico que afecta a la administración de la justicia, con juzgados
atascados, una policía desbordada (o incompetente), y también a la formación y
selección de los jueces. Se les exige saberse el código penal de memoria pero
lo que uno echa de menos es el sentido común de un juez de paz.
Con ser grave el fallo sistémico,
que puede afectar a asuntos mucho más serios en los que esté en juego la
privación de libertad, la custodia de los hijos o el desahucio domiciliario, lo
que resulta alarmante es que no pase nada cuando eso ocurre. Ante un fallo
injusto uno puede recurrir ciertamente a una instancia superior con la esperanza
de encontrar a alguien con sentido común (siempre y cuando dé con un abogado
experto, que fue mi caso), pero así no se repara el desánimo moral que causa
una justicia llamada a ser un ejemplo. El bochornoso espectáculo del Consejo
General del Poder Judicial, secuestrado por intereses inconfesables, es buena
prueba de que lo de la ejemplaridad no es su prioridad. Los que tenían que dar
ejemplo se han convertido en la viva imagen de lo que deberían combatir, así
que la jueza que me condenó y el juez que, saltándose la norma, admite a
trámite un caso improcedente, pueden descansar tranquilos pues no hay nadie de guardia.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 5 de mayo
2024)