9/5/24

La ejemplaridad de la justicia

            Los jueces deben ser libres para impartir justicia, lo que no significa que todo les sea permitido. Ellos también tienen normas. Para aceptar a trámite una querella contra alguien, por ejemplo, existe una Ley de Enjuiciamiento Criminal y una jurisprudencia que tienen que respetar. Si el Tribunal Supremo sentencia que una causa debe ser rechazada si se basa en informaciones periodísticas y sólo en las mismas, no debería ser admitida a trámite la que presentó Manos Limpias contra Begoña Gómez pues está basada en recortes de periódicos.

             Pero el juez Juan Carlos Peinado la admitió porque se hace. Lo más notable del caso no es el contexto político, por muy serio que sea, cuanto la normalización de las malas prácticas en la justicia. No sé si esas prácticas son muchas o pocas, lo cierto es que no pasa nada cuando ocurren. El Gobierno de los Jueces debería saltar como un resorte ante la menor incidencia irregular porque el papel ejemplarizador de la justicia en un sistema democrático no tiene parangón con el de ninguna otra institución.

             Un Juzgado no es una ventanilla, como la que tienen los grandes almacenes, adonde uno se acerca para intercambiar una mercancía o devolverla si está en mal estado o presentar una protesta si le han tratado mal. Lo que tiene que ver con la justicia es de otro orden. Sus actos están presididos por una solemne liturgia que afecta a la vestimenta, al lenguaje, a los tiempos y a la distribución de los espacios. Se escenifican sus actuaciones porque en cada una de ella va a ocurrir algo extra-ordinario que tiene un valor público. En ese solemne escenario todo el mundo va a tener su sitio: la víctima podrá manifestar sus sentimientos y será oída respetuosamente; el incriminado será tratado con el mayor respeto y también tendrá su tiempo; el tribunal, compuesto de jueces competentes, tendrá la mayor consideración social para que pueda actuar sin presiones. Gracias a la justicia la sociedad hace la experiencia de que el Estado es un lugar de humanidad, es decir, que sus reglas de juego, las que regulan las relaciones y resuelven los conflictos, son reglas morales y no la ley de la selva. La justicia ocupa ahora el lugar que en el pasado tenía la Iglesia, considerada la institucionalización misma de la moral. De la justicia no esperamos sólo que la administre sino que dé ejemplo de cómo resolver los conflictos en el día a día entre los propios ciudadanos. Por eso el Estado la confiere el inmenso poder que tiene.

             Esto explica que una mala práctica en un Juzgado tenga un papel desmoralizador difícilmente imaginable. Lo digo por experiencia. Hace poco más de un año fui sorprendido por una carta que provenía del Juzgado de Instrucción nr 4 de Gijón, en la que su titular, una jueza, me condenaba por haber robado un móvil a una adolescente, a las tres de la madrugaba, en una discoteca de Gijón. Me quedé perplejo cuando leo en la sentencia que se considera “hecho probado” que había sustraído un móvil en una ciudad en la que no había puesto los pies en los últimos cinco años, y que se me condenaba “a una multa de dos meses con cuota diaria de 8 euros, más una indemnización a la menor de edad de 281 por el móvil robado”.Hacía unos años yo había publicado un libro titulado “Tratado de la injusticia”, así que estaba preparado para experimentar en carne propia algo de esa injusticia generalizada que había atraído mi curiosidad intelectual. Es verdad que lo mío es un asunto menor, que se saldaba a fin de cuentas con un puñado de euros, pero había algo inquietante y revelador. La policía de Gijón se fijó en mi porque al parecer los números de serie de mi móvil casi coincidían (todos menos uno) con el robado (luego añadieron un par de simplezas semejantes). Sobre base tan frágil y falsa, la jueza titular, el fiscal y la policía fraguaron la condena. Es como si me hubiera tocado el gordo por aproximación. No puedo presumir maldad en los actores citados, ni tampoco un despiste puntual puesto que eran tres, sino un fallo sistémico que afecta a la administración de la justicia, con juzgados atascados, una policía desbordada (o incompetente), y también a la formación y selección de los jueces. Se les exige saberse el código penal de memoria pero lo que uno echa de menos es el sentido común de un juez de paz.

             Con ser grave el fallo sistémico, que puede afectar a asuntos mucho más serios en los que esté en juego la privación de libertad, la custodia de los hijos o el desahucio domiciliario, lo que resulta alarmante es que no pase nada cuando eso ocurre. Ante un fallo injusto uno puede recurrir ciertamente a una instancia superior con la esperanza de encontrar a alguien con sentido común (siempre y cuando dé con un abogado experto, que fue mi caso), pero así no se repara el desánimo moral que causa una justicia llamada a ser un ejemplo. El bochornoso espectáculo del Consejo General del Poder Judicial, secuestrado por intereses inconfesables, es buena prueba de que lo de la ejemplaridad no es su prioridad. Los que tenían que dar ejemplo se han convertido en la viva imagen de lo que deberían combatir, así que la jueza que me condenó y el juez que, saltándose la norma, admite a trámite un caso improcedente, pueden descansar tranquilos pues no hay nadie de guardia.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 5 de mayo 2024)