Parece que en Francia el laicismo se
endurece. No sólo se prohíbe llevar el velo en las escuelas sino que se
penaliza a las madres que lo luzcan cuando se apostan a la puerta de los
centros escolares esperando la salida de sus hijas. Se toman esas medidas para
invisibilizar las diferencias étnicas entre franceses y reforzar los rasgos
comunes. Como no se alcanza el resultado previsto, sino que se multiplican los
enfrentamientos entre comunidades, ha llegado el momento, piensan muchos, de
revisar las bases del laicismo.
Durante un tiempo se pensó que la
convivencia entre miembros de distintas culturas o creencias se facilitaba rebajando
lo que distinguía y subrayando lo que unía. Un buen ejemplo de este
planteamiento lo encontramos en la obra teatral Natán el Sabio de Efraim Lessing.
Judíos, moros y cristianos, hartos de guerrear durante siglos, se preguntan
cómo vivir en paz. Encuentran respuesta en la tesis filosófica de que “todos
antes que diferentes somos iguales”. Somos seres humanos antes que creyentes de
esta o aquella religión. Eso funcionó a medias porque era difícil olvidar en la
vida diaria que primero somos diferentes (en el comer, en el vestir, en el
hablar, en el sentir, en el pensar) y que hay que hacer un largo viaje mental
para descubrir que además compartimos el ser humano.
Por supuesto que sigue en pie la
apuesta por la convivencia y la conciencia de que compartimos una humanidad
común. Lo que no acabamos de ver es cómo cohonestar esa pertenencia humanitaria
con las hondas diferencias que caracterizan a los humanos. Quizá resulten de
utilidad unas reflexiones intempestivas de José Jiménez Lozano sobre este tema
de la tolerancia que tanto le ocupó durante un tiempo.
No ocultaba su malestar por
concepciones modernas, como la de Lessing, que basaban su fuerza de convicción
en el hecho de ignorar las diferencias. ¡Como si fuera tan fácil hacer
abstracción de que uno es cristiano o musulmán, español o francés, catalán o
vasco, negro o blanco¡ Lessing lo resolvía diciendo que todas esas diferencias
eran semejantes “a las del comer o vestir”, es decir, cuestión de gustos. Pero
en eso se equivocaba porque por aquéllas diferencias se ha muerto y se ha
matado. Jiménez Lozano se toma en serio esas diferencias porque no es lo mismo
creer en Moisés o en Jesús que llevar la kipá o comer cerdo.
Jiménez Lozano reivindicaba la
tolerancia de los antiguos porque su punto de partida es la naturalidad de las
diferencias. Las personas y los pueblos son, de entrada, diferentes en gustos,
en razas, en género, en creencias, en ideas. Si alguien quiere entonces hablar
de vida en común, tendrá que empezar por reconocer esas diferencias para poder
acabar encontrando lo que les une más allá de lo que les distingue. El término
tolerancia viene del latín “tollere”, que significa quitar. Tolerante es quien
quita, en el sentido, de que no considera las diferencias como un obstáculo
insalvable para vivir en comunidad. Ejemplar fue en ese sentido la convivencia
de las tres Fés o Leyes o creencias en la España medieval (hasta que la cosa se
malogró a finales del siglo XV). Convivían, es decir, intercambiaban de todo,
desde recetas culinarias hasta creencias religiosas.
Lo verdaderamente reseñable es que
esa convivencia se nutría de las propias fuentes, es decir, de lo que les
diferenciaba: el amor al prójimo llevaba al cristiano a salir de sí y
encontrarse con el otro; lo mismo le ocurría al judío, impulsado por su alta
consideración del extranjero o al musulmán, celoso cultivador de la cultura
hospitalaria. Este enfoque de Jiménez Lozano resulta de la mayor actualidad
porque plantea la convivencia como un punto de llegada que parte, sin embargo,
del reconocimiento de las diferencias. Es de actualidad porque hoy se ha
impuesto el extraño mantra de que las diferencias son sospechosas: produce
desasosiego el catalán o el vasco, pero también el negro o, sencillamente el
que piensa de otra manera o tiene otra empatía política. Si son sospechosas es
porque ponen en peligro la unidad o la uniformidad que hemos elevado a valores
superiores, que es lo que hace la tolerancia moderna contra la que Jiménez
Lozano levanta la voz.
No se trata de instalarse en las
diferencias porque entonces no habría convivencia posible. El verdadero desafío
de quien afirme ser diferente es buscar en la propia identidad caminos para
salir de sí y encontrarse con el otro. Si no lo hace –y este es el drama de los
nacionalismos pero también de los sectarismos ideológicos o políticos- su mundo
será excluyente e inhabitable. Si la palabra del año ha sido la de
“polarización”, señal de que esto de afirmar lo propio como excluyente se lleva
mucho. Lo que no tiene sentido es reivindicar la tolerancia de los antiguos
contra la de los modernos y caer luego en el vicio de la uniformidad. Los
defensores de la unidad tropiezan contra el mismo escollo que golpea a quienes
quieren romperla, a saber, el alcance de la diferencia. Los primeros la niegan,
como si fuera posible desprenderse de las circunstancias del nacimiento; los
segundos la absolutizan, con lo que se condenan a una existencia tribal. El
camino real va de la diferencia a la convivencia.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 7 de
abril 2024)