23/5/24

Prestigio de la violencia y visibilización de las víctimas (*)

            1. De nuestro tiempo se ha dicho que es “la era del testigo”, “la época de la memoria” o el de la “centralidad de las víctimas”. Son expresiones exageradas de un fenómeno nuevo caracterizado por el interés por la memoria, la narración, el testimonio. Lo podemos dejar en un tiempo de “visibilización de las víctimas”, lo que no es poco. Hay hechos que así lo confirman, por ejemplo, la aparición de las víctimas sólo en la última tregua de la organización terrorista vasca, ETA, lo que no había sucedido en las dos treguas anteriores donde los únicos actores eran el Estado y ETA. También, el papel que están jugando las víctimas en las conversaciones de paz en Colombia, sin olvidar el papel del Holocausto en el mundo entero. Se ha institucionalizado en muchos países el “día del Holocausto”, lo que habla bien claro de la presencia de las víctimas en nuestro presente. En historiador Enzo Traverso señala, no sin cierta ironía, que ya no hay peligro de olvido de Auschwitz (1).

            Es una novedad importante desde el punto de vista cultural y de su alcance epistémico puede que aún no seamos conscientes. Nos damos cuenta de su importancia si tenemos en cuenta el peso en nuestra cultura de las tesis que se han opuesto de una manera consciente a esa visibilización. Pensemos, por ejemplo, “en la cultura de olvido”, tan bien representada por Nietzsche cuando decía “para vivir hay que olvidar”, o de Descartes: “si tenemos la razón ¡para qué acordarse¡”. Añádase la política del “pasar página” o, si se prefiere, del “echar al olvido” que según Slomo BenAmi es la más seguida a la hora de superar conflictos.

            Eso ha cambiado y nos podemos preguntar que por qué o cómo explicarlo. Seguramente porque se han dado muchos otros cambios que han confluido aquí. Y podemos nombrar algunos: en primer lugar, que la humanidad ha hecho la experiencia de que para vivir hay que recordar y no sólo olvidar. Esta experiencia ha sido determinante. También los avances en el desarrollo de los Derechos Humanos que nos permiten hablar hoy en derecho de Justicia Transicional y Justicia Restaurativa, figuras en las que la memoria de las víctimas juega un papel destacado. Sin olvidar la aparición de las Comisiones de la Verdad y de la Reconciliación en varios decenas de países. La historia, el derecho, la política y la sociedad se han implicado manifiestamente en esta visibilización. Sería interesante una tesis doctoral sobre estos cambios que tuviera en cuenta datos empíricos y también cambios de mentalidad.

             2. A falta de esa ambiciosa explicación, lo que me propongo, más modestamente, para responder a la pregunta inicial, es reflexionar sobre la relación entre víctimas y violencia. Es evidente que hay una relación obvia. A mayor prestigio de la violencia, más víctimas. De esto hay que hablar pero también de algo más: del lugar de las víctimas en las críticas a la violencia. Si el primer enfoque es obvio, éste segundo es mucho más sorprendente. Así que analizaremos, por un lado, la relación entre prestigio de la violencia y generación de víctimas y, por otro, el lugar (o no lugar) de las víctimas en las críticas de la violencia.

            Hay que hablar del prestigio de la violencia porque venimos de una tradición en la que la violencia no era, como hoy, una práctica más o menos demonizada, sino todo lo contrario. Y ese lugar honorífico ha sido incuestionable durante buena parte de la historia de la humanidad, esa que va al menos desde el dicho de Heráclito (“la guerra es el padre de todo”) hasta la tesis marxiana de que “la violencia es la partera de la historia”.

            Este convencimiento histórico se ha expresado de mil maneras. Me atendré a lo que ha salido de la filosofía. Franz Rosenzweig dice que toda la filosofía (“von Jonien bis Jena”) es estructuralmente violenta porque construye el pensar en torno a la categoría “concepto”. El concepto es idealista (pues considera a las cosas como meros combustibles del conocimiento y sólo existen en cuanto pensadas) y el idealismo es totalitario (porque privilegia un elemento de la cosa, que llama esencia, rebajando el resto a la categoría de accidentes)(2). Levinas, fiel discípulo de Rosenzweig, le traducía bien al decir que esa filosofía es “una ideología de la guerra”.

            Esa querencia estructural de la filosofía por la violencia se manifiesta en infinidad de temas o asuntos que pueblan su historia. Por ejemplo, cómo ha tratado la esclavitud. La esclavitud es una forma extrema de violencia pues significa negar la condición humana de los esclavos. Lo que bien podemos decir es que la estrategia de invisibilizar a los esclavos ha sido llevada a cabo por Occidente con un celo encomiable. Aristóteles, por ejemplo, allega una piedra angular al decir que "por naturaleza unos son libres y otros esclavos. A estos les conviene la esclavitud y es justa", dice en el capítulo V del Primer Libro de su Política. Y ¿cómo lo justifica? pues sentenciando que "quien siendo hombre no se pertenece a sí mismo, sino que es un hombre de otro, ese es por naturaleza, esclavo" (Capítulo IV). Es decir, es esclavo por naturaleza el que no ha conseguido liberarse de la violencia que ejerce sobre él el amo. La violencia del más fuerte es erigida en principio legitimador del sometimiento del más débil. Lo que justifica la liberación del esclavo es la capacidad de sacudirse la opresión del amo y no la invocación de un derecho que tenga que ver con ser humano.

            Esta cultura también contaminó al cristianismo quien, pese a sus declaraciones de principio ("todos somos hijos de Dios") entendió, como Santo Tomás, que la esclavitud además de ser "útil a la sociedad", estaba basada en un derecho algo más que positivo (Summa Theologiae, II,II, 57,4).

            Nada de extrañar entonces que cuando Hegel haga un balance de lo que el hombre ha hecho, dicho y pensado, llegue a esta conclusión:  “aún cuando consideremos la historia como el ara (Schlachtbank: la mesa para degollar animales) ante el cual han sido sacrificadas la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: "¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio(3)?" Lo que está diciendo es que la historia de la humanidad se ha construido sacrificando la dicha de los pueblos, la sabiduría política y la virtud de los ciudadanos. Esta monstruosidad e irracionalidad es tan evidente que ganas tiene el filósofo de Jena de tachar su tesis de partida, a saber, que “todo lo real es racional” pues ¿qué puede haber de racionalidad en esa realidad? Pero Hegel no está dispuesto a que un hecho le destroce una crónica, así que se hace la pregunta de por qué y para qué tanta violencia. Es verdad que esa forma de hacer historia no le parece propio del homo sapiens que dicen que somos. Pero la duda humanitaria le dura cinco minutos porque toda esa monstruosidad - que la historia haya cabalgado sobre la desdicha de la gente, sobre la incapacidad de los políticos y con la complicidad de los peores instintos de los ciudadanos- tiene una explicación filosófica: todas esas víctimas, en efecto, son el precio del progreso y como este es indiscutible, las víctimas son in-significantes. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Vae victis! La marcha del progreso “aplasta a su paso muchas flores inocentes"(4). No hay de qué sorprenderse. C'est la vie¡. Hegel es un buen ejemplo de cómo la filosofía destruye hermenéuticamente al violentado pero también de cómo ese discurso contamina al sujeto que piensa así la violencia.

            La filosofía se ha revelado como una consumada experta en el blanqueo de la violencia.

            Podemos resumir este punto diciendo que la filosofía demuestra que los agentes violentos tienen en su programa destruir hermenéuticamente a la víctima,  invisibilizándola. Esta tesis da pie, sin embargo, a una nueva pregunta que habría que responder, a saber, si el ejercicio de la violencia victimizadora deshumaniza al sujeto violento. Volveremos sobre ello.

            He citado a Hegel y Nietzsche, a Aristóteles y Santo Tomás, como avalistas de la violencia. Son pesos pesados, columnas civilizatorias de la humanidad. Un cambio, como el que representa la visibilización de las víctimas, supone enfrentarse o conmocionar las bases de nuestra civilización, por eso hablo de cambio epocal.

            3. Si lógico es que desde el prestigio de la violencia se generen e invisibilicen víctimas, mucho más significativo es analizar el lugar de las víctimas en aquellas teorías que no legitiman sino critican la violencia.

            Para este apartado puede ser útil remitirse al libro de Richard Bernstein, Violencia. Pensar sin barandillas, 2015. El objetivo del libro no es rastrear el lugar de la víctima en las respectivas teorías de la violencia sino exponer críticamente esas teorías de la violencia. Mi lectura va a tener en cuenta el peso de las víctimas en las susodichas teorías y también en la crítica de Bernstein. Habla de cinco autores, Carl Schmitt, Walter Benjamin, Hanna Arendt, Franz Fanon y Jan Assmann.  Me voy a fijar en aquellos tres autores que se manifiestan críticos con la violencia

            3.1. En primer lugar, Walter Benjamin, el autor de un célebre texto titulado Zur Kritik der Gewalt (5). Es un texto que tienta a todo el mundo y del que todo el mundo sale trasquilado, frustrado, con la clara conciencia de haber entendido algo y de haber sacrificado el resto.

            El texto contrapone conceptos rivales de suerte que la afirmación de uno supone la negación del otro: violencia divina versus violencia mítica; justicia versus derecho; huelga general proletaria (no violenta) vs huelga política (violenta); violencia fundadora del derecho vs violencia conservadora del derecho; violencia instrumental (ser medio para un fin definido por la ley versus violencia finalista.

            Aunque se coimpliquen, son conceptos alternativos: o uno u otro. Se oponen o incluso anulan. El dúo que lleva la voz cantante es el formado por la violencia divina y violencia mítica cuya relación resume así Benjamin: “la violencia divina es lo contrario a la violencia mítica en todos los respectos”. La violencia mítica, en efecto, asegura la repetición de la violencia, mientras que la violencia divina acaba con ella. Dice Benjamin: “si la violencia mítica funda el derecho, la violencia divina lo destruye; si aquélla establece límites y confines, ésta los borra; si la violencia mítica culpa y castiga, la divina exculpa; si aquélla es tonante, ésta es fulmínea; si aquélla es sangrienta, esta es letal sin derramamiento de sangre” (Benjamin, 11971, 59).

            ¿Cómo lo hacen? ¿Cuál es la especialidad de cada una? La respuesta que ofrece el texto es muy críptica. Lo que las distingue, lo que permite a la violencia divina acabar con la violencia y a la mítica, reproducirla irremediablemente, consiste en que la violencia mítica "exige" sacrificios y la violencia divina, "los acepta". Cuando habla de la violencia mítica puede estar pensando en el sistema capitalista que al pivotar sobre la culpa/deuda -según su escrito contemporáneo "El capitalismo como religión"- que es imparable e impagable, asegura la reproducción indefinida del sufrimiento.

            Pero es poca explicación para tanta tarea. La primera pregunta que viene a la mente es ¿pero hay tanta diferencia entre "exigir" y "aceptar" como para armar esa distinción tan radical? ¿basta decir que ”aceptando” sacrificios se acaba con ellos? No olvidemos que de lo propio de la violencia divina es que acabe con la violencia. La otra parte de la tesis parece más lógica: si hay un tipo de violencia que “exige” sacrificios, la violencia está asegurada. El problema no es la explicación de la violencia mítica sino el de la violencia divina.

            Algo hemos entendido mal si esa oposición que debería marcar época entre la violencia y la no violencia se reduce a "exigir" y "aceptar" sacrificios. A mi modo de ver hay en Robert Bernstein -como en tantos otros- un problema de traducción, de comprensión del "nimmt sie an", la expresión benjaminiana que se puede traducir por "aceptar" sacrificios  pero también por "hacerse cargo de ellos" en el sentido de sacrificarse por ellos. Entonces se entendería todo algo mejor. La violencia divina acabaría con la violencia porque se la aplicaría uno a sí mismo. Sería una violencia que des-violentaría al sujeto violento. Podríamos pensar en Gandhi como modelo de violencia divina pues al aceptar estratégicamente “sacrificarse”, acabó con la violencia británica.

            Pero lo que no está claro es que esa actitud a lo Gandhi suponga cumplir las exigencias de justicia que acompañan a la justicia divina. Porque resulta que la justicia es el objetivo de la crítica de la violencia o, como dice, Benjamin: “la tarea de una crítica de la violencia puede definirse como exposición de su relación con el derecho y la justicia” (Benjamin, 1971, 29). El derecho es impensable sin la violencia, pero la justicia sólo sería concebible sin violencia(6). Ahora bien, si el texto establece una relación entre justicia y no-violencia, cargamos al concepto de "violencia divina" con la tarea de acabar con la violencia y también de hacer justicia. La expresión “violencia divina” hace referencia a una actividad humana que apuesta por la vida, por el viviente, por el “no matarás”. Ahora bien una actividad dispuesta a defender la vida y morir por ella es algo más que culto a la vida porque si incluye en la defensa de la vida la posibilidad de sacrificarse por ella es porque ve en esa defensa de la vida un momento de justicia. Lo sagrado no es la nuda vida sino la vida justa. Dice Benjamin, en efecto, que “falsa y miserable es la tesis de que la existencia sería superior a la existencia justa, si la existencia no quiere decir más que vida desnuda” (Benjamin, 1971 62).

            No basta pues Gandhi y tampoco está claro que esa “violencia a lo Gandhi” acabara con el peligro de la repetición de toda violencia.

            Derrida ha ahondado la crítica a la violencia divina en unos términos muy provocadores y polémicos (7). Digo que polémicos y provocadores porque, según Derrida, con este texto de Benjamin se podría legitimar ni más ni menos que "la solución final", el genocidio judío decretado por los nazis. ¿Cómo llega Derrida a escribir algo tan temerario? Porque según él Benjamin juega con fuego y se quema. Para empezar, el bueno de Benjamin pone en circulación la idea de una violencia excepcional que es purificadora, expiadora, revolucionaria. Es una idea peligrosa porque se trata de una violencia extrema desprovista de ese momento deshumanizador que solemos adosar al concepto de violencia. Esa "violencia”, con tintes mesiánicos, es seductora. Pero como el autor de la idea, Benjamin, no consigue ofrecer criterios suficientes para caracterizar a una violencia con esos rasgos tan benéficos, entonces corremos el peligro de tomar por "salvífica" una violencia que sea, sí, excepcional pero por su brutalidad o por su capacidad purificadora/depuradora.

            Lo que no hay en Benjamin (y según Derrida no puede haber) es respuesta racional a la in-decidi-bilidad del ser humano frente a la violencia i.e. no hay criterios racionales que nos aclaren si la respuesta a la violencia es del orden mítico o divino; no hay manera de saber por adelantado si la violencia revolucionaria va a acabar con todo tipo de violencia o, por el contrario, la va a reproducir. No sabemos ni lo podemos saber porque lo que el hombre puede hacer es sólo poner en marcha una violencia revolucionaria, esperando de ella que salve. Benjamin supone o intuye que la violencia tiene su propia lógica y que en casos cuya motivación sea "buena" acabará salvando. Derrida sospecha, por el contrario, que la violencia tiene su propia lógica y que si en origen es purificadora acabará siendo exterminadora. Peligro pues de confundir lo salvífico con lo purificador.

            En eso tiene toda la razón Derrida. Sabemos por experiencia que cuando la violencia revolucionaria se aplica a acabar con la violencia establecida, lo que consigue, pese a sus mejores intenciones, es más violencia porque la cualquier violencia, una vez que se pone en marcha, genera su propia lógica. Esto lo sabemos por experiencia, pero Derrida tiene razones propias para afirmar que no hay manera de saberlo. Su explicación es oscura. Habla de la soledad del sujeto a la hora de decidir (8). Quizá haya ahí un paralelismo con lo que J. L. Nancy dice a propósito del Imperativo Categórico Kantiano: cuando decidimos que algo es bueno porque es bueno para todos, no podemos estar seguro de acertar. Estamos solos a la hora de decidir. Cuando decidimos, no hay certeza de que lo que decidamos es lo justo (esa es la gran debilidad de Kant que explica la rectificación de Cohen y luego de Habermas, con su teoría del diálogo, que buscan decisiones que impliquen a todos) (9). Lo único que podemos hacer para evitar ese riesgo, aconseja Derrida, es centrarnos en la violencia mítica, que es la que nos acompaña, y estar atento para no tomarla por buena. Lo salvable del concepto de "violencia divina" sería no tomar a la violencia mítica por natural o insuperable. Cuidado, pues, con las violencias salvíficas. ¡Pueden acabar no sólo con la justicia sino también con la nuda vida!

            Pero Derrida se equivoca cuando piensa que con el planteamiento benjaminiano podemos acabar legitimando "die Endlösung". Porque, vamos a ver, puede que la violencia divina en la que está pensando Benjamin (la huelga general proletaria) no sea ni divina ni no-violenta. Pero que quien defienda la huelga general proletaria pueda acabar justificando la barbarie nazi, es una afirmación gratuita. Ni tampoco parece que los nazis pudieran invocar la tesis de Benjamin para justificar su barbarie pues su violencia exterminadora nada tiene de salvífica: ni siquiera salva al nazi, como bien vió Borges en su Deutsches Requiem.

            ¿Conclusión? La crítica de la violencia mítica en Benjamin se salda con una extraña entronización de una violencia "divina" que no escaparía a la maldición de la violencia tout court.

            3.2. También analiza Bernstein la violencia en Hanna Arendt, una autora a la que ha dedicado muchos esfuerzos. A Arendt le preocupan las ideologías de la violencia que tanto seducían a los jóvenes de su tiempo: las legitimaciones de la violencia de los Sartre o Fanon, por ejemplo.Y lo hace, preocupada, porque tiene tras de sí la experiencia de lo que ella ha llamado "totalitarismo", que no es una forma más de violencia, sino la forma de nombrar la experiencia epocal de Europa simbolizada en los Lager y los Goulag. Lo que le interesa pues es cortocircuitar cualquier camino que lleve a legitimar lo vivido o a avivar las ascuas del totalitarismo. Arendt también distingue entre "violencia" buena que llama poder (que asocia a política, pluralidad, individualidad, libertad) y violencia mala, que llama violencia, sin más. Dice, por ejemplo: “la violencia y el poder son opuestos; donde domina uno falta el otro”. La idea de “violencia política es contradictoria; la idea poder no violento es redundante” (en Bernstein, 2015, 142)

            Este distingo entre violencia buena (poder) y violencia mala (violencia), fácil sobre el papel, es difícil sostenerlo en la realidad porque a veces para llegar al uso y disfrute de la libertad (que pertenece a la constelación de lo que ella llama poder) hay que pasar por la liberación (y eso comporta violencia). También hay que tener en cuenta para que, para que el homo faber realice su legítima tarea de transformar el mundo, tiene que violentar de alguna manera la naturaleza (la creación de una "presa" conlleva violentar el curso de un río, como ya viera su maestro Heidegger). La defensa del concepto de poder como forma no violenta de política no significa que fuera una pacifista. Bastaría recordar que en su juventud propuso crear un ejército judío para luchar contra Hitler. Entonces ¿qué es lo que propone Arendt? pues algo así como no justificar jamás la violencia legítima, es decir, entender la justificación de la violencia cuando sea inevitable como una delimitación de la misma. Evitar pues el entusiasmo por la violencia inevitable. Y, para ello, no perder de vista que el horizonte de toda reflexión sobre la violencia política es "el totalitarismo", un tipo de violencia en el que se substancia el mal radical. Si el horizonte de toda violencia es el totalitarismo no deberíamos perder de vista que el objetivo de las ideología totalitarias “no es la transformación del mundo exterior sino la transformación de la misma naturaleza humana” y eso significa para ella destruir la pluralidad humana, la individualidad, la espontaneidad y hacer a los seres humanos superfluos en tanto que seres humanos. De eso va el totalitarismo o “el mal radical” (Bernstein, 201, 144).

            Arendt nos pone en guardia, no con la violencia divina de Benjamin, sino con la violencia del totalitarismo a la que podrían estar cortejando todas esas violencias revolucionarias bienintencionadas (10).

            3.3. El egiptólogo alemán, Jan Assmann, analiza por su parte la violencia implícita en el concepto de monoteísmo protagonizado por el Moisés bíblico. En su libro Moisés el egipcio desarrolla la tesis de que hay dos Moisés, el egipcio y el judío o, mejor, hay un cambio del Moisés egipcio al judío que él califica de “asesino”. ¿Por qué es “asesino” ese cambio? Pues porque se pasa de un Moisés politeísta, respetuoso con todos los dioses, a un Moisés monoteísta, intransigente, intolerante, defensor del único dios verdadero (el suyo) y destructor de todos los demás dioses, degradados al nivel de paganos y tachados de falsos. Con el monoteísmo, en efecto, aparecen las distinciones entre bueno y malo o verdad y falso, algo impensable en el politeísmo donde cada dios tiene su parte de bondad y de verdad, sin que ninguno pretenda el monopolio.

            La gran narrativa de la “distinción mosaica” la tenemos en el Exodo. Ahí Israel se distingue claramente de Egipto. Ahí se construye un abismo entre la única religión verdadera y las demás, falsas religiones paganas, politeístas e idólatras. El libro Moisés el egipcio recibió muchas críticas. Se le acusó de no entender la Biblia, de ser antisemita, de no reconocer la aportación cultural que supuso el monoteísmo. Assmann tuvo que volver sobre el asunto matizando la su crítica al monoteísmo. Por supuesto, decía, que ha sido clave en el "progreso del espíritu" o de la espiritualidad, como había afirmado Freud. El egiptólogo matiza (o rectifica) su juicio sobre el monoteísmo hasta el punto de reconocer  que hay que distinguir entre un monoteísmo excluyente (que es el malo) y otro incluyente, que sería como una maduración o logro del politeísmo y que no sería violento. En lo que sin embargo se mantiene firme es en la idea de que el judaísmo es un caso de monoteísmo violento o excluyente. Pone ejemplos, como el episodio del becerro de oro donde Yahvé ordena :“cíñase cada uno su espada al costado; pasad y repasad por el campamento de puerta en puerta, y matad cada uno a su hermano, a su amigo,  su pariente” (Ex 32 27). O la historia de los Macabeos que acabaron con la vida de los pueblos y ciudades judías enteras que habían adoptado la forma de vida helenística, es decir, por la similación.

            ¿Qué es lo que nos quiere decir Assmann? que abramos los ojos a nuestro tiempo. No quiere hablar del pasado sino del presente. Es verdad que vivimos en una sociedad laica, moderna, ilustrada, en la que el monoteísmo no juega ya ningún gran papel, pero Assmann recurre a los conceptos freudianos de latencia y retorno de lo reprimido (Freud es el autor de un notable libro, Moisés y el monoteísmo), para decir que la asesina distinción mosaica, siempre latente, puede volver y manifestarse con la furia del yihadismo islámico, por ejemplo. Assman con su lectura de Moisés quiere invitarnos al cultivo de lo positivo del monoteísmo (su "progreso del espíritu") y de la dimensión politeísta del Moisés egipcio.

             4. Si me he detenido en este examen de la violencia es por su relación con las víctimas, para ver el lugar que en ella tienen las víctimas.

            Es lógico que la violencia "mala" trate de invisibilizarlas (es la muerte hermenéutica de la que ya he hablado). Pero ¿qué lugar ocupan las víctimas en la estrategia teórica de autores pocos sospechosos de coquetear con la violencia, como Benjamin, Arendt o Assman, cuando critican los desastres del totalitarismo o de la violencia deshumanizadora? ¿qué intereses les guían en su crítica de la violencia?

            La respuesta es que no parece que las víctimas les quiten el sueño pues el mal de la violencia que ellos critican no lo ubican precisamente en la producción de víctimas sino en otros asuntos que consideran de mayor importancia, con lo que las víctimas serían daños colaterales, siempre justificables. Analicemos esta tesis en cada uno de los tres casos.

            4.1. Lo que guía la crítica de la violencia en Benjamin no son las víctimas sino el tiempo, el mito del tiempo que es la esencia de lo mítico. La violencia mítica es incomprensible sin el concepto de mito. En contexto nietzscheniano, como es el caso, el mito del tiempo es lo que sustituye a la muerte de Dios: Dios muere y lo que le sustituye es el mito del tiempo, del tiempo como eterno retorno, del tiempo como repetición, La muerte de Dios y la entronización del mito del tiempo significa la imposibilidad de hacerse con los mandos de la historia. Esa marcha es catastrófica, lleva a la catástrofe, porque es incapaz de ofrecer algo nuevo a los problemas acumulados. La lógica del tiempo es el progreso, que es más de lo mismo, la presencia constante de lo viejo (por eso eterno retorno y progreso coinciden). El mito del tiempo como eterno retorno es la muerte del tiempo si por ello entendemos la posibilidad de un novum que rompa la lógica del progreso.

            La crítica de Benjamín a la violencia viene hecha desde el supuesto de una concepción plena del tiempo (mesiánica) que sólo es posible interrumpiendo la violencia de los tiempos que corren.

            4.2. En el caso de Arendt, la crítica viene hecha desde la defensa de un concepto de naturaleza humana que ella liga a pluralidad, individualidad, natalidad y libertad. El totalitarismo es un régimen basado en la violencia que busca destruir toda esa constelación civilizatoria que Arendt llama “poder”, es decir, busca destruir a la “persona jurídica”, a la “persona moral” y a la “individualidad del hombre”. En resumen, busca transformar la naturaleza humana, haciendo superfluos a los hombres (mal radical) o, lo que es lo mismo, busca acabar con la política.

            4.3. En Assmann la crítica de la violencia "asesina" se hace en nombre de una cultura, la egipcia, que al ser politeísta promovía valores (posmodernos) como la pluralidad, convivencia etc. Pero también se reivindica ese monoteísmo inclusivo que había protagonizado "el progreso del espíritu".

             5. ¿Dónde están aquí las víctimas, es decir, preocupan las víctimas en estas críticas al mito del tiempo o al totalitarismo o al monoteísmo excluyente? Claro que están pero indirectamente.

            En el caso de Benjamín, ese progreso que critica genera un cúmulo de escombros y cadáveres que llegan hasta el cielo. Son una clara metáfora de las víctimas.

            En el caso de Arendt, el totalitarismo ha creado los Lager y los Goulags, lugares de un extremo sufrimiento. Arendt habla explícitamente de las víctimas. Dice, en efecto, que la esencia del terror del totalitarismo consiste en que ”escoge sus víctimas sin referencia a acciones o pensamientos individuales, exclusivamente de acuerdo con la necesidad objetiva de los procesos naturales o históricos” (Bernstein, 2015, 157). El totalitarismo es una máquina impasible que pone en marcha procesos históricos que cumple eficazmente sin importarla el sufrimiento que cuesta o genera.

            En el caso de Assmann el monoteísmo excluyente ha sido causa de guerras “santas”, de expulsiones de ciudadanos discriminados religiosamente. Como ya vio Efraim Lessing en Natán el Sabio la historia de la intolerancia está uncida a la del monoteísmo en alguna de sus tres versiones. Ahí también las víctimas están servidas.

            Están, pero sólo indirectamente. Sólo aparecen como el efecto colateral del progreso o del totalitarismo, del monoteísmo hebreo, que son los objetivos directos de sus críticas. Lo que de verdad preocupa, el objeto directo de la crítica es, en el caso del progreso, su idea del tiempo (inagotable, imparable, salvífico); en el caso del totalitarismo, que destruye la naturaleza; en el caso del monoteísmo hebreo, su lado oscuro que ha reprimido los valores de la cultura egipcia.

             6. Habría que preguntarse entonces en qué se substancia la idea de que la víctima es la razón principal de la crítica de la violencia, cómo sería la crítica de la violencia movida en primer lugar por la significación de la víctima. Es Adorno quien lo capta bien al plantear la toma en consideración del “sufrimiento como condición de toda verdad”. Ahí el sufrimiento no es un concepto del orden de los sentimientos, ni tampoco algo del orden de los accidentes, sino que pertenece al orden epistémico y no de cualquier manera sino como un a priori o “condición de toda verdad”. Lo que hace visible a la víctima es la visibilización del sufrimiento.

            Este tratamiento es revolucionario, una novedad de cuya importancia es difícil hacerse una idea justa. Para calibrar su novedad habría que tener en cuenta, en primer lugar, la tesis canónica de la filosofía según la cual el sufrimiento del inocente o la injusticia de la víctima son modalidades del mal y el mal es siempre una “privatio”, una carencia de entidad, un accidente. Si es una “privatio” no tiene una causalidad propia sobre la que pudiera concentrarse la crítica, sino que sólo tiene una causalidad accidental.

            Ahora bien, de los accidentes, decía Aristóteles, no hay ciencia. La misma intuición encontramos en Kant cuando habla del “mal radical” como de un mal, todo lo radical que se quiera, pero que no es "el mal diabólico". Este tiene entidad propia porque consiste en querer el mal por el mal mientras que el "mal radical" consiste en "tergiversar el orden moral de los móviles al tratar de adoptarlos como máxima suya". el Lo que quiero decir es que el mal de los humanos es siempre una tergiversación del orden moral al preferir guiarse por "los móviles de la sensibilidad" en lugar de por los móviles racionales propios de la ley moral. Nadie cuestiona la autoridad de la ley moral -"ningún hombre se rebela insolentemente contra la ley moral"- lo que pasa es que la carne es débil. El mal radical es, en el fondo, un bien defectuoso (11).

            Con todas estas teorías clásicas sobre el mal lo que se está diciendo es que el sufrimiento de la víctima no puede ser objeto de un conocimiento científico, con lo que se está dando a entender que es impensable, en el sentido, de que no es digno de ser pensado. Hay que pensar el bien que se consigue no el mal que cuesta conseguirlo. El sufrimiento es un equívoco que se subsana pensando bien.

            La novedad de estos tiempos que hemos caracterizado inicialmente como “visibilización de las víctimas” es que el sufrimiento es pensable. Pero, ¿por qué?, ¿porque se ha subido el nivel epistémico el sufrimiento? o ¿porque hemos hecho en Auschwitz la experiencia de los límites del conocimiento, es decir, porque se han rebajado los humos del conocimiento?

            La respuesta es “por ambas razones”. Después de Auschwitz es difícil sostener la teoría tomista del mal (que el mal es un accidente del que no puede haber ciencia; una “privatio”) o incluso la teoría kantiana (que coloca fuera del horizonte humano la figura del "mal radical") (12). También hemos hecho en Auschwitz la experiencia del límite del conocimiento: lo impensable ocurrió y eso demuestra que la realidad no siempre puede ser pensada, en el sentido de anticipada por el conocimiento incluso expresada conceptualmente. Pero cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da que pensar. Y aparece el deber de memoria.

            Que Auschwitz  sea impensable debe ser aclarado porque lo conocemos bien. Los historiadores nos han explicado perfectamente cómo sucedió. Lo sabemos todo aunque, eso sí, no comprendemos nada. Lo que no podemos comprender es la producción industrial del crimen, destinado al exterminio de todo el pueblo judío, en la civilizada Europa del siglo XX. Eso nos resulta desde luego moralmente injustificable, pero también racionalmente inexplicable, aunque lo describamos con pelos y señales.

            Y cuando el horror impensable ocurre, hay que tenerlo siempre presente. Lo impensable se convierte en el punto de partida de lo que hay que pensar. El deber de memoria no consiste en acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos, sino en entender que nuestra construcción racional y moral del mundo tiene fundarse en el sufrimiento de las víctimas. Eso es una novedad porque, aunque es inveterada nuestra capacidad de causar dolor, nunca hemos dado importancia al sufrimiento de las víctimas porque eran literalmente in-significantes. Ahora son como el a priori del conocimiento.

             7. Conclusiones finales.

            Los violentos tienen a su favor una cultura que ha legitimado con mucha facilidad la violencia.

            También es cierto que en esa cultura/tradición ha habido una línea constante de crítica de la violencia. Ahora bien, lo que ha dominado en esta línea crítica han sido los intereses ideológicos; el tiempo, la política, la tolerancia. En todas esas críticas a la violencia las víctimas brillaban por su ausencia.

            Sólo muy recientemente y al amparo del "deber de memoria" o del Nuevo Imperativo categórico, esto es, sólo desde la convicción, ganada tras muchos esfuerzos, de que "el sufrimiento es la condición de toda verdad", las víctimas se han hecho visibles. Ya no pueden ser ni el precio del progreso (Hegel), ni el precio de la justicia social (Fanon, Sartre), ni el precio de la paz (nosotros).

 Reyes Mate (Contribución al libro editado por Alex Hincapie y E.Taub (eds.), 2020, De Benjamin a Marcuse. Lecturas en torno a Por una crítica de la violencia de Walter Benjamín, Editorial Buenaventura, Medellín, 81-95, (ISBN 978-958-8474-80-9).

 

 BIBLIOGRAFÍA

. Benjamin, W., 1971, Zur Kritik der Gewalt und andere Aufsätze. Mit eine Nachwort von Herbert Marcuse, Suhrkamp Verlag, Frankfurt

. Bernstein, R., "¿Cambió Hanna Arendt de opinión? Del mal radical a la banalidad del mal", en Fina Birulés (ed.), 2000, Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona, 235-259

. Bernstein, R., 2015, Violencia. Pensar sin barandillas, Gedisa, Barcelona

. Derrida, J., 1994, Force de loi, Galilée, Paris

. Hegel, G. W. Fr., 2005, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal (traducción de José Gaos), Tecnos, Madrid

. Mate, R., 1997, Memoria de Occidente, Anthropos, Barcelona

. Mate, R., 2011, Tratado de la injusticia, Anthropos, Barcelona

.Traverso, E., 2007, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Marcial Pons, Madrid

 NOTAS

(*) Este trabajo se inserta en el Proyecto de I+D "Sufrimiento social y condición de víctima: dimensiones epistémicas, sociales, políticas y estéticas" (FFI2015-69733-P), financiado por el Programa Estatal de Fomento de la Investigación Científica y Técnica de Excelencia."

(1) El historiador y ensayista Enzo Traverso, bien conocido por sus excelentes trabajos sobre Auschwitz, se ve obligado a reflexionar sobre el status de la memoria respecto a la historia y sobre las últimas derivas de la memoria del Holocausto (Enzo Traverso El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria, política, Marcial Pons, 2007). El Holocausto ha conseguido sobreponerse al peligro del olvido, pero bajo la discutible forma de una “religión civil”. Con este término tanto Novick como Traverso señalan críticamente las versiones extremistas de la “singularidad” del Holocausto, así como interpretaciones sacralizadoras que convierten a la memoria en una liturgia y a los testigos en depositarios de conocimientos mistéricos. En tiempos posmodernos, tan proclives al relativismo, el holocausto es el lugar del mal y permite, a quienes se coloquen enfrente, considerarse del lado del bien. Como el Holocausto es el mal absoluto no nos podemos permitir la menor flaqueza en combatir el más mínimo brote que pueda desembocar en ese desenlace fatal.

(2) Cfr. Reyes Mate, 1997, Memoria de Occidente, Anthropos, Barcelona, 125 y ss.

(3) Hegel, 1970,  Werke II, 35 (traducción de José Gaos en Hegel, 2005, Lecciones sobre filosofia de la historia universal, Alianza, Madrid, 144.

(4) Hegel, 2005, Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal (traducción de José Gaos), Tecnos, Madrid, 168.

(5) Walter Benjamin, 1971, Zur Kritik der Gewalt und andere Aufsätze. Mit eine Nachwort von Herbert Marcuse, Editios Suhrkamp, Franfurt.

(6) “Dice Benjamin que “die Macht ist das Prinzip aller mystischen Rechtssetzung” mientras que “die Gerechtigkeit ist das Prinzip aller göttlichen Zwecksetzung” (Benjamin, 1971, 57).

(7) Jacques Derrida, 1994, Force de loi, Galilée, Paris.

(8) Bernstein se detiene en el alcance de esta decisión “en solitario”, analizando las tesis de Buttler y Critchley sobre el particular, cf. Bernstein, 2015, 105-113.

(9) Remita a mi libro Tratado de la injusticia, donde desarrollo esta idea, 104-165.

(10) Alguien podría preguntarse: si hay una violencia legítima (la de la liberación) ¿sus “víctimas” son inocentes? Porque si lo son, los autores de esa violencia serían criminales. Más allá de la casuística, lo que en este texto se plantea no es tanto la autoría del daño sino la responsabilidad frente al sufrimiento, dos asuntos bien distintos que nos llevan al tema de la culpa respecto al sufrimiento del otro. El sufrimiento del otro siempre nos interpela aunque no le hayamos causado (más si tenemos que ver con él como es el caso que aquí se plantea).

(11) Los entrecomillados responden al texto de Kant, La religión dentro de los límites de la razón I, 3. Habría que preguntarse si la introducción posterior por parte de Arendt del concepto de "banalidad del mal" no  trata de dar una entidad al mal del que carece el concepto de mal radical.

(12) Ya he insinuado en la nota anterior que el concepto de "banalidad del mal" podría corregir las insuficiencias del mal radical. Pero hay que reconocer que Arendt se niega explícitamente a relacionar uno y otro concepto al del "mal diabólico". La monstruosidad de Eichmann no hay que buscarla en un tipo perverso sino en un ser normal, dice en la Introducción a La vida del espíritu. Cf. R. Bernstein "¿Cambió Hanna Arendt de opinión? Del mal radical a la banalidad del mal", en Fina Birulés (ed), 2000, Hannah Arendt El orgullo de pensar, Gedisa, Barcelona, 235-259.