Al acabar la II Guerra Mundial,
países que se habían enfrentado brutalmente en los campos de batalla se ponían
de acuerdo para crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). No
era el negocio económico lo que les convocaba; no se trataba de crear una sociedad
mercantil sobre dos productos particularmente valiosos. El acero y el carbón,
más allá de su precio económico, eran dos materiales estratégicos fundamentales
en una guerra. No encontraron mejor manera de asegurar la paz que compartir los
materiales que podían llevar a la victoria o a la derrota.
Ese fue el embrión de la Unión
Europea que nació para ser algo más que una comunidad económica. Las dos
primeras guerras mundiales habían sido, en el fondo, guerras de nacionalismos.
Para acabar con esas y otras guerras que habían asolado secularmente el suelo
europeo, un puñado de visionarios propusieron convertir este teatro de
operaciones bélicas en un espacio de paz y de libertad. Políticos como Robert
Schumann, Alcide de Gasperi y Jean Monet, con la complicidad de nombres como Adenauer
o Churchill (el primero que habló de Los Estados Unidos de Europa para mayor inri del Brexit) se hacían eco del dolor
de tantos supervivientes que había sufrido en sus carnes los desastres de la
guerra, convencidos de que la humanidad no soportaría una nueva experiencia de
la barbarie. De la experiencia traumática que habían propinado tanto el
totalitarismo fascista como el comunista debía nacer ese nuevo espacio europeo.
Semprún apuntalaba su mensaje diciendo a las nuevas generaciones que esta
Europa Unida nacía en campos de concentración como el de Buchenwald, donde él
estuvo, y que fue primero campo nazi y luego, soviético. Europa nacía con esa
memoria.
Para que el proyecto prosperara no
sólo había que socializar el material con el que se fabricaba el armamento sino
dar un paso más. Había que concebir el espacio político como un espacio
posnacional. En román paladino, había que dejar atrás el nacionalismo de los
Estados que tanto daño había hecho. Y eso ya sí que era harina de otro costal
porque hasta ese momento el orgullo nacional no se tocaba. La unidad de Europa
suponía superar los nacionalismos, no sólo los periféricos, como el catalán o
corso, sino el de los Estados. Ese paso es el que no acabamos de dar.
A De Gaulle le faltó tiempo para
hablar de “L’Europe des Nations”, no para defender las singularidades
culturales de los distintos pueblos europeos, sino para que los Estados no
mermaran conforme avanzaba la unión de los pueblos. Cada vez que se ha intentado
dar un paso al frente, como se quiso con El Tratado de Lisboa, en el 2009, aparecen
las resistencias contra todo intento de federalizar el proceso. Al frente de
esa oposición a la construcción de una Europa en la que todos los individuos
tengan los mismos derechos ciudadanos, aparece habitualmente un pelotón de
países exsoviéticos, capitaneados por Polonia. Pero las reservas al proceso la
tienen todos. Los que boicotearon el proyecto de Constitución Europea, que
debía haberse aprobado en Lisboa, fueron los parlamentos de Francia y de Países
Bajos.
El enemigo de Europa es el
nacionalismo, por eso los partidos de extrema derecha han sido históricamente
antieuropeos. El lepenismo francés es un buen ejemplo de ello. España, también,
por eso decía Ortega y Gasset que “España es el problema y Europa la solución”.
Cifraba los males de España en un anclaje en gestos castizos opuestos al
desarrollo cultural de la Europa moderna. Apostar por Europa era una señal de
progreso y de modernización. Sólo así se podía corregir un atraso secular que
nos había mantenido al margen del discurrir de los siglos XVIII y XIX.
Eso ha cambiado últimamente. Los
partidos de extrema derecha han descubierto que les va mejor a sus propósitos
participar en las instituciones europeas, para torpedearlas desde dentro, que
quedarse al margen. Eso explica la movilización de Le Pen, en Francia; Abascal,
en España; Viktor Orban, Hungría o Giorgina Meloni, en Italia. Quieren tener
peso en el Parlamento de Estrasburgo para influir en la Comisión de Bruselas. Todos
se deben a una ideología nacionalista ribeteada, en algunos casos, de
nostalgias fascistas.
Si contra esa ideología nació la
Unión Europea, debería preocuparnos el resultado de las próximas elecciones al
Parlamento Europeo. Lo que está en juego no es el mayor o menor peso de un
partido u otro dentro del tablero nacional, cuanto la paz en Europa. No sólo la
prosperidad interna sino la paz entre los pueblos. Deberíamos recordar que este
grandioso proyecto se pudo poner en marcha porque se comprometieron con él las
dos grandes ideologías políticas de la posguerra: la socialdemocracia y la
democracia cristiana. Tenían razones para el enfrentamiento tan poderosas o más
que las que hoy puedan tener la derecha y la izquierda. ¿Habrá que recordar lo
que el marxismo decía de la religión o la Iglesia del socialismo? Se habían
dicho de todo, pero se pusieron de acuerdo en nombre del bienestar y de la paz.
Una pena que momento tan solemne como unas elecciones europeas se malgaste en
vulgaridades como las que estamos viendo, para contento de quienes sólo quieren
que Europa descarrile.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de
junio 2024)