9/6/24

Europa, un proyecto amenazado desde dentro

            Al acabar la II Guerra Mundial, países que se habían enfrentado brutalmente en los campos de batalla se ponían de acuerdo para crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA). No era el negocio económico lo que les convocaba; no se trataba de crear una sociedad mercantil sobre dos productos particularmente valiosos. El acero y el carbón, más allá de su precio económico, eran dos materiales estratégicos fundamentales en una guerra. No encontraron mejor manera de asegurar la paz que compartir los materiales que podían llevar a la victoria o a la derrota.

             Ese fue el embrión de la Unión Europea que nació para ser algo más que una comunidad económica. Las dos primeras guerras mundiales habían sido, en el fondo, guerras de nacionalismos. Para acabar con esas y otras guerras que habían asolado secularmente el suelo europeo, un puñado de visionarios propusieron convertir este teatro de operaciones bélicas en un espacio de paz y de libertad. Políticos como Robert Schumann, Alcide de Gasperi y Jean Monet, con la complicidad de nombres como Adenauer o Churchill (el primero que habló de Los Estados Unidos de Europa para mayor inri del Brexit) se hacían eco del dolor de tantos supervivientes que había sufrido en sus carnes los desastres de la guerra, convencidos de que la humanidad no soportaría una nueva experiencia de la barbarie. De la experiencia traumática que habían propinado tanto el totalitarismo fascista como el comunista debía nacer ese nuevo espacio europeo. Semprún apuntalaba su mensaje diciendo a las nuevas generaciones que esta Europa Unida nacía en campos de concentración como el de Buchenwald, donde él estuvo, y que fue primero campo nazi y luego, soviético. Europa nacía con esa memoria.

             Para que el proyecto prosperara no sólo había que socializar el material con el que se fabricaba el armamento sino dar un paso más. Había que concebir el espacio político como un espacio posnacional. En román paladino, había que dejar atrás el nacionalismo de los Estados que tanto daño había hecho. Y eso ya sí que era harina de otro costal porque hasta ese momento el orgullo nacional no se tocaba. La unidad de Europa suponía superar los nacionalismos, no sólo los periféricos, como el catalán o corso, sino el de los Estados. Ese paso es el que no acabamos de dar.

             A De Gaulle le faltó tiempo para hablar de “L’Europe des Nations”, no para defender las singularidades culturales de los distintos pueblos europeos, sino para que los Estados no mermaran conforme avanzaba la unión de los pueblos. Cada vez que se ha intentado dar un paso al frente, como se quiso con El Tratado de Lisboa, en el 2009, aparecen las resistencias contra todo intento de federalizar el proceso. Al frente de esa oposición a la construcción de una Europa en la que todos los individuos tengan los mismos derechos ciudadanos, aparece habitualmente un pelotón de países exsoviéticos, capitaneados por Polonia. Pero las reservas al proceso la tienen todos. Los que boicotearon el proyecto de Constitución Europea, que debía haberse aprobado en Lisboa, fueron los parlamentos de Francia y de Países Bajos.

             El enemigo de Europa es el nacionalismo, por eso los partidos de extrema derecha han sido históricamente antieuropeos. El lepenismo francés es un buen ejemplo de ello. España, también, por eso decía Ortega y Gasset que “España es el problema y Europa la solución”. Cifraba los males de España en un anclaje en gestos castizos opuestos al desarrollo cultural de la Europa moderna. Apostar por Europa era una señal de progreso y de modernización. Sólo así se podía corregir un atraso secular que nos había mantenido al margen del discurrir de los siglos XVIII y XIX.

             Eso ha cambiado últimamente. Los partidos de extrema derecha han descubierto que les va mejor a sus propósitos participar en las instituciones europeas, para torpedearlas desde dentro, que quedarse al margen. Eso explica la movilización de Le Pen, en Francia; Abascal, en España; Viktor Orban, Hungría o Giorgina Meloni, en Italia. Quieren tener peso en el Parlamento de Estrasburgo para influir en la Comisión de Bruselas. Todos se deben a una ideología nacionalista ribeteada, en algunos casos, de nostalgias fascistas.

             Si contra esa ideología nació la Unión Europea, debería preocuparnos el resultado de las próximas elecciones al Parlamento Europeo. Lo que está en juego no es el mayor o menor peso de un partido u otro dentro del tablero nacional, cuanto la paz en Europa. No sólo la prosperidad interna sino la paz entre los pueblos. Deberíamos recordar que este grandioso proyecto se pudo poner en marcha porque se comprometieron con él las dos grandes ideologías políticas de la posguerra: la socialdemocracia y la democracia cristiana. Tenían razones para el enfrentamiento tan poderosas o más que las que hoy puedan tener la derecha y la izquierda. ¿Habrá que recordar lo que el marxismo decía de la religión o la Iglesia del socialismo? Se habían dicho de todo, pero se pusieron de acuerdo en nombre del bienestar y de la paz. Una pena que momento tan solemne como unas elecciones europeas se malgaste en vulgaridades como las que estamos viendo, para contento de quienes sólo quieren que Europa descarrile.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla, 2 de junio 2024)