"A la memoria de Walter Benjamin (1982-1940), el amigo de toda una vida cuyo genio unió la penetración del metafísico, el talento exegético del crítico y la erudición del sabio. Muerto en Portbou (España) en el camino hacia la libertad". En esta dedicatoria de Gershom Scholem al amigo recién fallecido queda bien descrito el alcance de su genio polifacético que aquí vamos a intentar rastrear.
La ubicación de Benjamin en el margen de la Teoría Crítica no significa que fuera un autor marginal o actor secundario. Es verdad que cuando uno lee su correspondencia o la de Adorno observa que la precariedad de medios económicos distorsionó la realidad: los más pudientes, como Adorno o Horkheimer, se sentían con el derecho a corregirle la plana, haciendo gala de un cierta superioridad intelectual, pero que se diluye tras su muerte cuando lo que se hace valer son las ideas. Ahí ya se ve que el epicentro es Benjamin.
La conclusión que entonces se impone
es que el judío tiene que elegir entre ser moderno o ser judío. Es el precio de
la asimilación y es una auténtica alternativa porque la modernidad en cuestión
es post-cristiana, lo que conlleva la renuncia a las raíces judías. Lo tiene
claro Max Weber en su teoría sobre el origen de la modernidad y del capitalismo
que él ubica en el protestantismo ascético y lo tiene claro Hegel con su idea
del Weltgeist que es centroeuropeo y
protestante.
Nada hubiera quebrantado el éxito de
estas tesis de no haber sobrevenido esa gran crisis de la Modernidad que supuso
la Primera Guerra Mundial. Franz Rosenzweig la expresó certeramente al decir
que en esa guerra la Ilustración se consuma
(se realiza) y se consume (se agota).
Lo que ocurrió fue una tragedia ya que supuso la defunción de los grandes
ideales que había alumbrado la propia Europa. Pero sólo tomamos medida de la
tragedia si tenemos en cuenta que lo que ocurrió fue gestado por la propia
modernidad, de ahí el acierto de Rosenzweig al hablar de consumación y consumición
de la Modernidad. Se impone entonces la necesidad de re-pensar de nuevo el
proyecto. Nacen así los dialécticos de la Ilustración que constatan, por un
lado el fracaso de la Ilustración, pero no renuncian, por otro, a pensarla de
nuevo.
Había nacido en Berlín en el año 1892
y moriría en el pueblo catalán de Portbou en 1940, con 48 años. En 1933 se
exilia a Francia cuando llega Hitler al poder. El gobierno antisemita francés
no necesita que Alemania invada a Francia para perseguir a los judíos en su
territorio, por eso es internado en 1939 en un campo de concentración, Nevers,
cerca de Paris. Entre el invierno de 1939 y la primavera de 1940 escribe sus
notas “Sobre el concepto de historia”.
En 1940 llegan los alemanes a Paris (con Karajan que divierte con su música a
oficiales nazis y con un Jünger que hace caja traduciendo cartas del francés al
alemán destinadas a prisioneros franceses en Alemania). Los amigos de Benjamin
le suplican que emigre y lo hace huyendo de Paris hacia Lisboa "en el último
tren con una camisa y un cepillo de dientes", según cuenta Arendt, y una
pesada cartera. Para llegar a Lisboa había que salir clandestinamente de
Francia y pasar ilegalmente por España pero aquí es detenido. Ante la
perspectiva de ser devuelto a Francia y entregado a la Gestapo, decide
suicidarse en la noche del 26 de septiembre de 1940.
La imagen existencial que transmite
es la de una gran fragilidad: frágil físicamente, de ahí la desazón de quienes
le acompañaban en la paso clandestino hacia Port Bou; frágil también
intelectualmente: poca obra publicada, sin género definido, enredado en
cuestiones fundantes sobre las que no disponía siempre de la erudición
requerida, más pensador que conocedor. Todo apuntaba a un aficionado o
“ensayista”, género que entre nosotros goza de cierto prestigio pero no en la
Alemania de los grandes especialistas, también en el área de las ciencias del
espíritu. Pero esa es una falsa impresión o imagen, porque lo que hay detrás de
todo eso es la vocación de un intelectual radical. Por “intelectual” entiendo
lo opuesto al erudito, al especialista, al filosofo de gabinete que escribe
mirando a la pared en vez de hacerlo mirando a la calle. El quiere hablar
libremente a sus contemporáneos, con conocimiento de causa, de los temas de su
tiempo, para liberarles de ataduras muchas veces irreconocibles. Si a los demás
les interesa el conocimiento, a él la verdad, una distinción fundamental en su
obra. Por “radical” hay que entender lo que decía Marx“ alguien que va a las
raíces y la raíz es el hombre”. Por eso su pensamiento es tan transgresor:
desmonta historias canónicas, deshace tabús, cuestiona conocimientos intocables,
en una palabra “cepilla la historia a contrapelo”. La verdad no circula a favor
de la corriente sino remontándola, aguas arriba.
Podríamos arriesgar algunas
pinceladas de este intelectual radical. Lo primero que llama la atención es que
lo arriesgó todo por su vocación de intelectual. Decía que “la verdad brilla en
un momento de peligro” y él se expuso
para entender su tiempo. Cuando ya se encuentra en Francia exiliado y aumenta
el peligro nazi, los amigos le reconvienen para que venga con ellos a los EE.UU.
Su respuesta es negativa: “todavía hay muchas batallas que librar en Europa”.
Quería mirar de frente a la Gorgona, esa diosa antigua que pulverizaba a quien
le plantara cara, para arrebatarle el secreto. Aguantó tanto que no pudo
librarse de ella. Y sucumbió.
Es muy consciente, en segundo lugar,
del fracaso de su generación -“la más desgraciada de la historia” dice de ella-
porque no supo atajar a tiempo el peligro del fascismo y del comunismo. Esa
generación tuvo que asistir impotente al pacto entre Hitler y Stalin, lo que
significaba de hecho el triunfo del totalitarismo. Pues bien, Benjamin, en
lugar de sumergirse en la melancolía, busca, cuando era medianoche en la
historia, razones para la esperanza, aún sabiendo que si la hay no será para
ellos sino para nosotros. Toma de Kafka la idea según la
cual “la esperanza nos es
dada por los desesperados”. Los desesperados
son la reserva de la esperanza. Una frase que puede ser brillante pero oscura
si no se aclara. La explicación es que un desesperado es alguien que no se
identifica con su suerte porque entiende que su desgracia no es algo natural,
fruto del destino inevitable. El desesperado vive su situación desgraciada como
una privación, una injusticia. Por eso la figura del desesperado es la de
alguien que no se resigna a su suerte, ni entiende su situación como un destino
fatal. Esa conciencia de la injusticia, esa memoria de las injusticias es el
principio de la esperanza. Pero no será para su generación, apostilla Benjamin,
sino para la siguiente.
Fue, en tercer lugar, un pionero que
rompió moldes. Entendió que la I Guerra Mundial suponía el fracaso del proyecto
ilustrado y había que pensarlo de nuevo, teniendo en cuenta su fracaso. No
tenía sentido repetir lo dicho. Era el momento de los creadores
intelectualmente ambiciosos. En su Primera
Tesis, la programática, se propone repensar el proyecto ilustrado
cuestionando el punto de partida de la primera ilustración: la relación entre
razón y religión. Como bien sabemos, la crítica ilustrada de la religión se
resuelve en la idea de que la razón gobierna el mundo y que la religión es un
asunto privado. Benjamin constata que ni el gobierno del mundo es racional ni
la religión se ha quedado en las sacristías. Hay que revisar el punto de
partida. Y eso lo concreta él, un seguidor del marxismo, proponiendo un pacto
entre el materialismo histórico y el mesianismo y esto “en provecho de la
política”. Los viejos del lugar pusieron el grito en el cielo: el judío Scholem
decía que se entregaba al marxismo; y el comunista Brecht, que se perdía en el
misticismo. Pero él sólo quería dar a la razón ilustrada una nueva oportunidad.
Habría que tener en cuenta, en
cuarto lugar, su modo de concebir la izquierda. Era un hombre de izquierdas muy
singular. Para empezar, un crítico radical del progreso, santo y seña de la
modernidad, porque distinguía bien entre el progreso técnico y el moral.
Crítico también del comunismo, por traidor, y de la socialdemocracia, por
abandonarse a la pereza de la historia. Un marxista ciertamente heterodoxo que
tuvo la osadía de contradecir a Marx en un punto tan neurálgico como el sujeto
de la revolución, que no era el Proletariat
sino el Lumpen que significa trapero.
Marx despreciaba al Lumpen porque los traperos eran unos parásitos andrajosos que no
producían nada. Por esa misma razón cortejaba al Proletariat que, esos sí, hacían andar la rueda de la historia.
Pensó en una revolución que reconociera al proletariado en la esfera política
un peso similar al que tiene en el proceso de producción. Esto lo dijo Marx
hace siglo y medio pero Benjamin no le sigue en esto porque el capitalismo ha
cambiado desde entonces. El problema ya no es tanto la explotación cuanto el
consumo. El centro de gravedad se ha desplazado de la fábrica al escaparate y
ahí sí tiene algo que decir el trapero. Tres son las lecciones que podemos
aprender de él. En primer lugar, que sólo valoramos lo desechable. Al trapero
no se le oculta que para nuestra sociedad sólo vale lo que puede ser consumido.
Y lo que es consumido tiene por destino la cloaca. El sistema funciona creando
desechos que luego recicla para acabar siendo artículo de consumo. Nada hay que
merezca ser admirado o conservado. Todos los valores tienen fecha de caducidad.
Será por eso que la gastronomía se ha convertido en una religión o en el templo
del arte y que se quiere comparar al cocinero Ferrán Adrià con Picasso. Un arte
efímero en el que las obras son las sobras. Las sobras son una realidad del
sistema y también su gran metáfora: sólo vale lo desechable. Convierte en
basura todo lo que usa y que un momento antes ha sido festejado con todos los
honores.
La segunda lección es que el trapero se enfrenta a la
crisis sin prisas. No le obsesiona convertir la situación en un problema
abstracto, sino que observa todos los desastres que provoca la deuda. Toma nota
de lo que significa despedir a alguien de su trabajo. La pobreza es traduce en
estómagos vacíos de seres humanos, en humillación por no poder relacionarse con
los demás, en frustración por tener que renunciar a los sueños de su vida. La
sabiduría del trapero consiste en ver la fiesta desde la madrugada. Mientras
los consumidores hacen la digestión, preparándose para una nueva comilona, y
los camiones de la basura se llevan los desechos para que todo parezca limpio,
él hace el recuento de los desastres que provocan las medidas que esos mismos
privilegiados acaban de tomar. Al político ese recuento minucioso del
empobrecimiento le desasosiega. Prefiere huir de la quema, reunirse con los
asesores y trasformar la angustia existencial en ecuaciones abstractas que
pueda manejar. Lo que le encanta es salir a la tribuna y llenar el espacio con
frases prometedoras que no llenan el estómago ni alivian la angustia. El
trapero no se deja engañar por tanta palabrería. Lo que sí hace es pinchar con
su bastón cartones sueltos que han quedado en la calle. El pequeño zurcido en
un abrigo de lujo altera el valor de la pieza en una proporción infinitamente
superior a lo que representa la superficie zurcida. Es lo que hizo el pintor
Antoni Tapies con el famoso calcetín roto. Lo sacó de la basura y lo colocó en
un cuadro para dar a entender que el calcetín desechado altera la supuesta
belleza del resto de la obra. El trapero se fija en el cosido y en el calcetín
pero no para devaluar la belleza sino para dar a entender su valor. Sin esos
trapos desechados no podemos hacernos una idea cabal de la vida.
La tercera lección se refiere a la modestia de sus
proclamas políticas. Marx llenó al proletariado de ínfulas revolucionarias que
no han tenido lugar. Querían cambiar el mundo. El trapero es mucho más sobrio.
Se apunta al "mesianismo pobre" que no quiere cambiar todo sino sólo
hacer algunos ajustes. Le basta con que la política trace dos rayas rojas que
nadie podría traspasar. Una, por abajo, marcando el límite de la pobreza que no
se debería sobrepasar porque arrojaría al menos favorecido al infierno de la
inhumanidad; y otra por arriba, señalando el límite de la riqueza que nadie
debería sobrepasar porque le deshumanizaría.
Hay quien se imagina al intelectual que era Benjamin como
un trapero que al alba, malhumorado y somnoliento, se afana en pinchar con su
bastón frases sueltas y trozos de discursos que echa en su carretilla para que
no se pierdan del todo.
Otro rasgo definitorio de su
personalidad era el gusto por las malas compañías. Mostraba interés especial
por el pensamiento conservador (Schmitt, Jünger, Sorel), convencido de que sus
reacciones eran la mejor pista para calibrar el valor de sus propias opiniones.
Valoraba una propuesta de izquierdas no por el entusiasmo que suscitaba entre
los progresistas sino por la preocupación que causaba entre los conservadores. Esta
libertad de espíritu le permitió tener muchos amigos entre sí incompatibles. No
podía citarse al tiempo con Brecht y Scholem y eso no porque no tuvieran algo
que decirse entre ellos, sino porque ya tenían previamente delimitado el alcance
de sus ambiciones intelectuales.
Podríamos resumir todos esos apuntes
aplicándole una expresión suya, “avisador del fuego", que no es visionario
ni un profeta sino un buen lector de su tiempo capaz de detectar la lógica de los tiempos que corren. ¿Qué fuego
anticipó Benjamin? Habló de que el crimen sería un arma política (aunque lo que
ocurrió fue el crimen contra la humanidad); anticipó los campos de concentración
como lugares dentro del Estado donde ubicar a los parias de dentro y a los
refugiados de fuera (aunque lo que sobrevino fue el campo de exterminio); vio
que el progreso degeneraba en catástrofe. Nadie saludó como él la irrupción de
la técnica, pero pronto descubre su ambigüedad, hasta el punto de relacionar
progreso con fascismo; desinfló a tiempo el mito de la violencia revolucionaria
porque reproducía la violencia que criticaba. Benjamin no era un Che Guevara porque proponía cambiar el signo de la revolución, de
aceleración a interrupción: "Marx dice que las revoluciones son las
locomotoras de la historia universal. Pero quizá sean las cosas de otra manera.
Quizá consistan las revoluciones en el gesto, ejecutado por la humanidad que
viaje en ese tren, de tirar del freno de emergencia"; nos hizo ver que los
cambios técnicos se estaban llevando por delante las experiencias y sólo
permitían vivencias, una pérdida peligrosa que equivale al suicidio de la
humanidad.
Le describe así: "su erudición
fue grande pero no era un erudito; sus temas comprendían textos y su
interpretación, pero no era un filólogo; no le atraía mucho la religión pero sí
la teología pero no era teólogo, era un escritor nato, pero su mayor ambición
fue producir una obra que consistiera sólo en citas; fue el primer alemán que
tradujo a Proust pero no era un traductor; escribió ensayos sobre escritores vivos y muertos, pero no era un crítico
literario; escribió un libro sobre el barroco alemán, pero no era historiador. Pensaba
en forma poética, pero no era poeta ni filósofo" (Arendt, 2001, 142). Un
pensador inclasificable, dotado de una curiosidad sin límites, capaz de
inventarse una escritura acorde con la complejidad de la realidad y lejos de
los cánones establecidos. Por cierto, a Adorno esto de que no era filósofo le
sacó de quicio, pero iba en ello su rivalidad con Arendt.
Arendt describe la personalidad de
WB a través de tres figuras. En primer lugar la del jorobadito. Benjamin era un gran creador de imágenes. Recordemos,
por ejemplo, la del Ángel de la Historia, la del Trapero, la del Flâneur o ésta
del Jorobadito. Es una figura tomada del imaginario infantil alemán (no del
judío). El cuento "Das bucklichte Männlein"
(El Jorobadito) lo encontramos en el Deutsches
Kinderbuch. En esos relatos el hombrecillo jorobado aparecía por sorpresa
causando un sin fin de pequeños desastres. No se dejaba ver pero le sentías
porque con su entrañable torpeza conseguía que los objetos dejaban de estar en
su sitio, que los platos danzaran o que las tazas se te escurrían entre los
dedos y acabaran hechas añicos. Benjamin recuerda que su madre, en lugar de
enojarse por su invitación al desorden, pedía al niño que él era que rogara por
"el jorobadito" para "que no deje de visitarnos" y les
contagiara así con sus torpezas y desgracias. Benjamin recuerda con cariño las
palabras de la madre porque nuestro mundo ha dado la espalda a esos seres
marginales y eso es grave ya que un orden social que no deje un hueco a las
torpezas del jorobadito es sospechoso.
Pero Arendt no se para ahí. Recurre
a esa imagen para decirnos que Benjamin es como él. Se parecen en su mala
suerte personal: lo pasó mal en vida y no encontró el apoyo que se merecía entre
los responsables del famoso Institut für Sozialforschung.
También, en su torpeza a la hora de buscarse un entorno académico que le
potenciara. Se topó, dice ella, con “materialistas dialécticos” cuando a él lo
que le iba no era la dialéctica sino el surrealismo. Para “capturar la realidad
en sus fragmentos” el gran relato del marxismo era menos operativo que el
intuicionismo surrealista (aquí Arendt pasa factura al marxismo por razones no
sólo filosóficas). La mala suerte se cebó con su vida. Su muerte, en efecto, es
la última jugarreta del enano jorobado, tan dado a las bromas pesadas. Dice
Arendt: "un día antes y Benjamin hubiese pasado sin ningún problema; un
día después y la gente de Marsella ya habría sabido que en ese momento era
imposible pasar a través de España. Sólo en ese día en particular era posible
la catástrofe" (ib., 157).
La segunda imagen a la que recurre
Arendt es la del exiliado. A Benjamin le tocó vivir el fascismo y eso se
tradujo en exilio que no entendía como destierro ni transtierro. Ni vivía
pendiente de volver a su tierra, ni pensaba que todo era cuestión de cambiar de
territorio. Benjamin entendió el exilio como una forma de existencia, por eso
asumió su situación de exiliado y transformó la ciudad en que se encontraba
(París) en una vivienda: los edificios alineados en la calle se le representan
como paredes interiores; París invita a andar y pensar; permite el vagabundeo
que es la forma de existencia más natural del exiliado, es decir, permite la flânerie, algo que las demás ciudades
impiden o persiguen; en París se sentía en comunión con pensadores afines, con
Proust, Péguy ("ningún trabajo escrito me ha llegado tanto y me ha dado
este sentido de comunión"); París era un buen observatorio que él no podía
desaprovechar. Lo que hizo fue encaramarse "en lo alto del mástil"
desde donde podía observarse mejor los tiempos tormentosos desde puerto seguro
(ib.,161).
Pero el exilio al que él se refería
era el interior. El que hiciera de París su ciudad no significa que se liberara
del exilio (no era un transterrado) porque lo llevaba dentro: exiliado pero no
sólo del fascismo, sino de la propia familia y del mundo que le rodeaba. Para
entender esto del exilio interior hay que tener en cuenta el conflicto de toda
esta generación judía con sus padres asimilados. Les reprochaban su
asimilacionismo y no haber tomado conciencia de la gravedad de “la cuestión
judía”. Todos podían haber escrito la “Carta
al Padre” de Kafka, reprochándole que no le hubiera transmitido su
tradición. Muchos de estos jóvenes respondían a ese conflicto intergeneracional
con una actitud de rebeldía que se traducía de hecho en compromiso sea con el
sionismo o el comunismo (ib., 173), ambas posiciones contrarias
al cómodo asimilacionismo de los padres. Pero tanto Benjamin como Kafka querían
algo diferente: hacerse cargo de esa tradición y preguntarse qué podía
significar ahora. En un mundo secularizado las tradiciones están desapareciendo
y eso no es nada tranquilizador porque eso significa entregarse al presente y
este presente "sólo merece ser destruido". ¿Se veía esta generación
enfrentada a los padres precursora de una nueva época? La respuesta que da es
que "lamentablemente, de ninguna
manera. Estamos más bien en el umbral del Juicio Final", es decir, en el
umbral de una catástrofe, de una caída, porque contemplaban su tiempo como
"un campo minado de ruinas". Su superioridad consistía en la
conciencia del peligro.
La suya era una generación privada
del bien más preciosos para una generación que empieza, a saber, la esperanza. Benjamin
deseaba cultivarla "pero es dudoso saber si nosotros podemos aportar dicho
regalo". Lo que tenía claro es que si ellos no lo conseguían, sobrevendría
la catástrofe y tendrían que comparecer "ante el Juicio Final" (ib., 178). Sabían que responsabilidad,
como generación, era aportar esperanza, aunque no fuera ya para ellos
La tercera imagen que rescata Arendt
del acerbo benjaminiano es la del pescador de perlas o coleccionador de citas.
Esta generación siente, en efecto, que necesita el pasado, pero uno que no haya
sido ya transferido y amortizado por el presente, sino uno "transmisible",
es decir, uno que no haya sido ya transmitido pero que sea merecedor de la
transmisión. A toda esa operación es a lo que Benjamin llama cita: un trozo del pasado que merece ser
rescatado, que es portador de esperanza.
Arendt dice de Benjamin que es un
coleccionador de citas. Eso significa que hay que citar como un coleccionista,
no como un investigador que busca descubrir algo nuevo, sino como alguien que
tiene un tesoro muy especial. El coleccionista es un apasionado que no se mueve
por el precio de las cosas coleccionadas, ni por su utilidad (por eso llega a
decir que un buen coleccionista de libros no debería leer sus libros) sino
"por deleite desinteresado", porque descubre lo que hay de bello en
las cosas. Lo que hace el coleccionista es fijar su interés en las cosas más
raras o insignificantes y rescatarlas, redimirlas de su insignificancia. Por
eso, para él, lo que más vale es lo más invisible.
No es lo mismo colección que
tradición. No es lo mismo coleccionar que transmitir una tradición. De hecho
son lo opuesto pues lo propio de la tradición es poner orden, jerarquizar y
separar lo positivo de lo negativo, mientras que para el coleccionista lo más
valioso es lo menos considerado y apreciado por los demás. La forma de pensar
del coleccionista es subversiva porque desvaloriza lo típico, lo consagrado, en
nombre de la fidelidad a la singularidad de la cosa.
Se pregunta Arendt cuándo el
coleccionador de libros, que era Benjamin, pasó a ser el coleccionador de citas
que aparece en su discurso. No fue de la noche a la mañana. Ya en los años
treinta iba siempre con su cuadernillo en el que anotaba esas “perlas”, tomadas
de la vida ordinaria, que tanto gustaba leer a sus amistades. Anotaba desde
sucesos hasta subidos pensamientos poéticos, que al juntarlos desencadenaban un
pensamiento innovador. Recorta, por ejemplo, de un diario vienés una noticia
que informaba de que la compañía de gas había cortado el suministro a los
judíos porque eran una ruina ya que estos “lo utilizaban preferentemente para
suicidarse”. La noticia hablaba de un corte de gas a judíos que no pagaban, una
noticia de poco alcance, pero que en las manos de Benjamin cobra una dimensión
espectacular porque lo que él subraya no es que dejaran de pagar por falta de
recursos sino porque lo usaban para suicidarse. Que al periódico y a sus
lectores interese más el impago que el suicidio es lo elocuente.
El coleccionador de citas es un
pescador de perlas y corales. Lo que tienen en común es rescatar del pasado -en
este caso: del fondo del mar- materiales de desecho que se transforman en
perlas y corales. Esto ¿qué significa? que en las profundidades del mar se
hunde y se disuelve aquello que una vez tuvo vida; en esas profundidades
algunas cosas "sufren una transformación marina", cristalizando en
nuevas formas que aguantan las embestidas de los elementos, esperando al
pescador de perlas que un día venga y las lleve al mundo de los vivos, como
"fragmentos de pensamiento", como algo "rico y extraño". Esas
perlas y corales son, en realidad, "fragmentos de pensamiento" o
también esos “fenómenos originarios” que nutren la posibilidad de novedad en la
historia.
Como acabo de decir, las Tesis sobre el concepto de historia, fue
su último escrito, no destinado a la publicación pues consideraba que podría
"falsos entusiasmos", es decir, que se le malinterpretara. Hay que
tomarlas pues prudentemente como un borrador. El llamarlas Tesis puede parecer excesivo pues se trata de una veintena de
fragmentos ciertamente bien estructurados pero que no tienen el tono apodíptico
o solemne de lo que solemos entender por tesis. Veamos cómo se vertebran:
Tenemos, en primer lugar, un bloque programático compuesto por la Tesis Iª y la IIª.
En segundo lugar, vendría un grupo
de ellas donde expondría su concepto de
historia. Serían las Tesis III, IV, V,
VI, a las que habría que agregar la
XIII donde aclara que el sujeto de la historia no es el proletariado sino
el lumpen.
El escrito en su conjunto es
claramente polémico de ahí el tono
crítico de este tercer bloque. Ahí tenemos dos Tesis dedicadas a rebatir el historicismo (VII y VIII) y otra al
progreso (IX). En este mismo grupo
habría que incluir su crítica a la izquierda: a la comunista por traición (X), a la socialdemocracia por
conformista (XI), y al progreso por
dogmático (XII).
En un escrito sobre la historia el
concepto de tiempo es fundamental. A
la tarea de explicar su concepción mesiánica del tiempo dedica las Tesis XIV (tiempo mesiánico); la XV, al tiempo pleno como interrupción; la
XVI explica la oposición entre la
lógica mesiánica y la lógica de la historia); la XVII es, según sus propias palabras, un resumen de todo el
escrito; la XVII a , que fue la
“descubierta” por Agamben, desarrolla la idea de que la modernidad es
emancipación de la religión y, también, religión secularizada (aspectos que
completan la Tesis I). Finalmente la XVIII que cuenta lo que aporta la
memoria a la política (cura de humildad pues ya no habla de redención, sino,
más modestamente, de astillas mesiánica).
Como decía, por razones de espacio,
me voy a centrar en la Primera de las Tesis
que es programática en el sentido de que da el tono y convoca los elementos
fundamentales de la lógica benjaminiana.
El cuento de la partida de ajedrez
en el que pactan las jugadas un muñeco mecánico y el jorobadito plantea una alianza entre “el materialismo histórico
y la teología”. Es una alianza vacilante: tan pronto dice que es la teología la
que mueve los hilos como que la teología tiene que ponerse al servicio del
materialismo histórico. ¿Qué nos quiere decir Benjamin? Nos quiere llevar al punto
de partida de la crisis de la modernidad para poder re-pensar todo de nuevo. Y
el punto de partida de la Ilustración consistió en definir la relación entre
razón y religión. Por eso hay que volver al punto de partida -la crítica de la
religión- para repensar la racionalidad de nuevo. La ilustración ha fracasado
porque el reparto de papeles entre la razón (responsable del orden en el mundo)
y la religión (asunto privado) no se sostiene. Para empezar no ha tenido lugar
una racionalidad emancipada de la religión; aquélla planteaba una privatización
de la religión y así gestionar
racionalmente el mundo: pues ni lo uno ni lo otro. Como dice Max Weber, los
dioses han vuelto y esto porque la razón no ha conseguido organizar
racionalmente la existencia: la razón es fuerte en la consecución de metas pero
no sabe donde ponerlas, de ahí el politeísmo de los valores (esto es, la arbitrariedad
de cada cual a la hora de definir los objetivos de la visa, la razón de la
existencia). El fracaso de la Ilustración no es un asunto meramente académico:
ahí está la Primera Guerra Mundial en la que se consume y consuma la razón
moderna.
Para repensar, pues, la razón hay
que revisar su relación con la religión, piensa Benjamin porque, como buen
marxista, entiende que la crítica de la religión es la condición de toda
crítica y, como buen hegeliano, sabe que es en la religión donde se han
refugiado los grandes asuntos del ser humano (aunque sean gestionados de un
modo irracional).
Para entender el sentido de esta
tesis programática hay que analizar lo que significan “materialismo histórico”
y “ teología”. Nada es lo que parece. El materialismo histórico es un concepto
extraño pues reúne dos términos antitéticos: “Materialismus” (algo objetivo) y ”Geschichte” (que remite a subjetividad). En esto del marxismo Benjamin
es autorreferencial. No entenderíamos el concepto consultando un diccionario
marxista clásico. Para él el centro del concepto es el término “historia”. Para
clarificar su alcance hay que mirar en dos direcciones: críticamente hacia el
idealismo ya que Benjamin lo que se plantea es una lectura materialista y no
idealista de la historia; y hacia la memoria, teniendo en cuenta que Benjamin piensa
la historia de una manera nueva, a saber, como memoria. Por lo que respecta a
la lectura materialista de la historia hay que reconocer que la dependencia de
Marx es grande. Marx polemiza con la lectura idealista de Hegel (frente a la
tesis hegeliana de la historia como “progreso en la conciencia de libertad”, la
tesis marxiana según la cual no es la conciencia la que determina la realidad
sino la realidad a la conciencia) y también cuestiona el sentido materialista
de Feuerbach (este acierta al decir que las circunstancias hacen al hombre pero
se equivoca al no ver que el hombre cambia las circunstancias i.e. no descubre
que la realidad es práctica, (Tätigkeit).
Benjamin sigue a Marx. Reconoce con él que: “la historia es la única ciencia
verdadera”. Claro que hay ciencias de la naturaleza pero la naturaleza no puede
ser pensada al margen de la actividad humana, de la praxis. De ahí que su idea
de historia como ciencia nada tiene que ver con el sentido positivista de
historia-ciencia que manejan los historiadores. Contra ellos va una carga de
profundidad: “En la pretensión de mostrar las cosas como realmente han sido se
esconde el narcótico más potente del siglo XX” (Benjamin, GS V/2). El mayor
narcótico del siglo XX, la historia como ciencia positiva. Todo esto toma de
Marx pero ampliándolo porque la realidad no es sólo lo fáctico, es decir, la realidad no es sólo lo hecho (el hecho), lo
que ha llegado a ser, sino también lo que no ha llegado a ser, lo no logrado,
lo por hacer. Para Benjamin, como enseguida veremos, de la realidad también
forman parte los no-hechos.
Pero hemos dicho que el concepto
benjaminiano de historia (de esa historia a la que se refiere el materialismo
marxista) es impensable sin su remisión al de memoria. Significativo es que el
texto sobre la memoria se titule “sobre concepto de historia". Es verdad
que el epicentro es la memoria. En los primeros borradores sobre estas tesis ya
decía que “el problema de la memoria (y del olvido) es lo que me va a ocupar en
el futuro" (Benjamin, I/ 3, 1226). Esto es así aunque apenas
aparezca la palabra “memoria”. Lo primero que hay que decir es que esta nueva
concepción de la historia qua memoria
tiene impronta teológica. Veamos cómo. En el final de Infancia en Berlin aparece “Das
bucklichte Männlein”,(el Jorobadito) como símbolo de la memoria. Pues bien
ese mismo Jorobadito reaparece en la primera de las Tesis pero representando a la teología. No es casual esta
complicidad entre memoria y teología si tenemos en cuenta el sustrato judío que
alimenta su filosofía. Hay, además, un momento mesiánico en la idea de que “el
pasado tiene una pretensión a la felicidad y a la redención”. Lo mesiánico de
la memoria consiste en reconocer en ella la capacidad de actualizar
experiencias pasadas de felicidad, esto es, exigencias de felicidad
insatisfechas. En todo este proceso, la idea de redención es liberada de su
connotaciones religiosas ya que la redención en cuestión no es algo exógeno
sino un deseo de felicidad que late en la misma realidad. Está escondido en el
presente como un elemento subversivo que puede ser activado por la memoria “en
un momento de peligro”. Esa potencialidad del presente está compuesto de
pasado, de momentos frustrados del pasado, es decir, forma parte de la
realidad. No es transcendente en el sentido habitual de la teología pero sí lo
es en el sentido (filosófico) de reivindicar una dimensión que trasciende lo
dado.
La Tesis que comentamos se plantea
una alianza entre el materialismo histórico y la teología. Lo que Walter
Benjamin entiende por “teología” es algo muy suyo: es lo que la tradición
mesiánica (teología) deja en la historia (filosofía). Esa huella nada tiene que
ver con religión. Esa distinción entre teología y religión es capital (y por
eso dirá, por ejemplo, del capitalismo que es religión pero no teología). De la
teología dirá que es “fea y jorobada” para dar a entender que sólo puede
aparecer en público si ha pasado la prueba de la crítica (ilustrada) de la
religión. ¿A qué se refiere realmente? Benjamin está pensando en esa tradición
a la que se refería Kafka en su Carta al
Padre compuesta de Biblia, Talmud y Kabbala cuyos ecos le llegan a través
de su amigo Gershom Scholem, sin olvidar los destellos del Nuevo Pensamiento que
emanan de la Estrellla de la Redención, de Franz Rosenzweig. No es una “fides quaerens intellectum”, como lo es
la cristiana, sino un “secante empapado
de tinta”, es decir, una cultura, una Bildung, empapada de judaísmo.
Pues bien, un dialéctico de la ilustración (marbete de estos intelectuales,
conscientes del fracaso de la Ilustración, pero que no quieren renunciar a ella
en nombre de ninguna posmodernidad) tiene que manejar todas esas posibilidades
semánticas que le ofrecen “la teología” y “el materialismo histórico”.
Por tanto, si hablamos de justicia
tendríamos que romper la lógica sobre la que está construida la historia. Habría
que traer al presente el pasado; habría que reconocer la vigencia de la
injusticia pasada (contra la teoría de la amortización del progreso). Puede ser
ilustrativo a este respecto el debate entre Camus y Sartre apropósito del Hombre Rebelde. Sartre no entiende que a
Camus le preocupe más la injusticia sobre un niño inocente que los sufrimientos
de la clase obrera. Camus le responde que si se acepta por lógica de la
historia el sacrificio de un solo inocente, se acabarán legitimando los
crímenes de Stalin. Para romper la lógica progresista de la historia hay que
reconocer el carácter innegociable de la justicia debida a la víctima.
Otro tanto habría que decir a
propósito del tiempo. Benjamin juega en la Tesis
con un binomio que tiene distintas expresiones: tiempo vacío versus tiempo pleno; tiempo continuo versus interrupción del tiempo; tiempo
como progreso versus tiempo mesiánico.
Aunque cada término tenga su propia significación creo que sin forzar podríamos
englobarlos todos en el binomio tiempo apocalíptico versus tiempo gnóstico. En el principio era el tiempo apocalíptico.
En el pensamiento judío el tiempo comienza con el gesto de la libertad que
tiene lugar, como dice Jacob Taubes “el octavo día de la creación”(3). Lo
significativo del mito es que ese gesto de libertad es una transgresión que
acarrea todos los males al mundo. Ahí comienza una historia que es como una
elipse con dos polos: el primer Adán, responsable del sufrimiento en el mundo,
y el segundo Adán, que traerá la respuesta. Es visión originaria de la historia
está soportada por un tiempo apocalíptico, es decir, un tiempo finito, limitado;
un tiempo mesiánico (justicia absoluta aquí y ahora); un tiempo escatológico
(obliga a anticipar el final). El cristianismo hereda esa tradición y la concreta
en la figura de la Parusía que no tuvo lugar. Fue un fracaso. La respuesta a
ese fracaso se da ya en el siglo II por un discípulo de Pablo, Marción, y consiste
en el tiempo gnóstico que aunque fue declarado herético acabo conformando el
cristianismo. Este tiempo no tiene final (el final es catastrófico); coloca la
salvación fuera del tiempo (se vacía al mundo de salvación y a la salvación de
mundo) y se concreta en la figura del progreso (que es lo opuesto a la Parusía).
Ese tiempo se transforma en ideología del progreso.
Cada tiempo genera un modelo específico
de filosofía de la historia. Hoy nos encontramos ante un dilema: o filosofía de
la historia como progreso o como interrupción. La primera lleva a la catástrofe
porque opera sobre supuestos falsos (que hay tiempo, imparable, irresistible y
salvífico) y porque el progreso es la negación del tiempo (en vez de novedad lo
que hay es repetición).
La historia como interrupción es
otra historia. No pedimos a la historia que nos salve sino que no nos lleve a
la catástrofe, por algo en la Tesis XVIII
Benjamin no habla de Mesías sino, más modestamente, de astillas mesiánicas. No
esperamos de la historia que nos salve sino que entendamos que tenemos que
intervenir interrumpiendo su lógica letal. Lo que nos plantea Benjamin en sus
Tesis es que si queremos que los cambios cotidianos -por ejemplo, en política- sean
eficaces hay que ubicarlos en un ambicioso cambio cultural cuyo eje es el
tiempo. Y aquí los caminos se bifurcan: o un tiempo/progreso o un
tiempo/mesiánico. (4)
Benjamin tiene la actualidad del
acontemporáneo. No puede pasar de moda quien nunca lo estuvo. No se presta a
repetir lo dicho. No hay manera de encajarle en una escuela o tribu. Pero
siempre podremos contar con él. Como el jorobadito de su infancia él se hará
presente cada vez que haya una voz perdida que pida no ya una respuesta sino
ser escuchada.
POSTDATA
Una
vez acabado este texto sale a la luz la última obra de José María González.
titulada, Walter Benjamin: de la diosa
Niké al Ángel de la Historia. Aunque Benjamin y su mundo es un tema
recurrente en la obra del autor, hay que decir enseguida que la mirada que
proyecta José María González sobre el pensador judío no es una más. Dice casi
de pasada:
que en la amplia nómina de intérpretes benjaminianos ha pasado desapercibida la conjunción entre texto e imagen. Grave error hermenéutico porque Benjamin es un Bilderdenker, un pensador en imágenes. Ya Franz Rosenzweig distinguió entre una forma idealista, conceptual y abstracta que había dominado la filosofía occidental “von Jonien bis Jena” y que él comprimió en la fórmula denkenderDenker, y otra forma de pensar, nueva y con sentido del tiempo, propia del Sprachdenker. Oponía así al pensador-pensante un pensador-hablante para señalar que son más importantes los relatos que las ideas. Benjamin, que se sitúa en la órbita de Rosenzweig, da una vuelta de tuerca, presentándose como un pensador en imágenes, anunciando así no sólo que va a tener en cuenta el tiempo, como los hablantes, sino también lo que le trasciende, como el oikon de los griegos. José María González es quien llama la atención sobre este particular que va a resultar decisivo.
No veo mejor forma de contribuir al
homenaje del presente Festschrift
dedicado a José María González que subrayando su hallazgo hermenéutico, a
saber, la importancia capital del modo de mirar propio de un Bilderdenker. Aclara bien, en primer
lugar, la centralidad en Benjamin de la teología política. Este concepto es
clave en él como lo es en Carl Schmitt. La racionalidad moderna es impensable
sin sus matrices teológicas. Ambos lo saben pero lo entienden de manera
opuesta: en Schmitt hay una utilización teológica de la política mientras que
en Benjamin, una lectura política de la teología. La primera era conservadora
porque la teología debe estar al servicio del poder; la segunda,
revolucionaria, porque la política debe ser cuestionada por las exigencias
redentoras de la teología. Pero uno y otro, al
igual que ya lo hicieran Hegel y Weber, tenían muy en cuenta el papel de la teología
en la historia de la racionalidad y de la política.
Lo que llama la atención en el caso
de Benjamin es que esa historia no la lee en los libros sino en las imágenes
que ha generado la historia. Las imágenes de Berlín son como un libro abierto
en el que queda explicada teológicamente la historia de Alemania desde 1814, fecha de la derrota de Napoleón,
hasta 1918, fecha de la derrota de Alemania. En ese tiempo Berlín se puebla de
monumentos que ilustran la historia desde el punto de vista de los vencedores.
Lo que resulta revelador de la investigación que lleva a cabo el autor,
siguiendo el rastro de Benjamin por Berlín y París, es la secuencia simbólica
que va de la diosa Fortuna, a la diosa Nike, hasta descansar en los Ángeles de
la Victoria. Una secuencia que quiere dejar patente quién es el nuevo pueblo
elegido: quién aúna la suerte del afortunado (Fortuna), la legitimidad del
vencedor (Nike) y la gracia divina (Ángel).
Rosenzweig dio con una clave teórica
que Benjamin experimentó vitalmente. Decía Rosenzweig que el cristianismo
pervirtió la figura bíblica de pueblo elegido politizándole y generalizándole.
Politizándole: inicialmente tenía un alcance religioso pero el cristianismo dio
al pueblo elegido el poder de liderar el mundo. Y, generalizándolo: pueblo
elegido podría ser cualquiera si era capaz de imponerse a los demás. Ese siglo
es el momento alemán (como otros fueran de Francia o España) y lo que hicieron
sus gobernantes fue ilustrar con los símbolos de la victoria -que acabaron
metabolizándose en ángeles-ese carácter de elegido del pueblo alemán. La
teología política no la inventó Benjamin ni Schmitt: estaba en la calle.
Lo que hace Benjamin es rescata el
concepto de teología política, secuestrado por una tradición cristiana que pasa
por Hegel y Bismark, y devolverle a sus orígenes judíos. Lo hace transformando
al ángel de la victoria (un trasunto de la Nike griega) en el ángel de los
vencidos (del que habla en la Tesis
Novena). Me parece magistral la investigación que el autor lleva a cabo en
el capítulo III, titulado “Walter Benjamin: Ángel de la Victoria y Ángel de la
Historia”. No se podrá hablar de estos temas sin tener en cuenta el minucioso
recorrido que hace el autor por la Siegesäule,
una gigantesca columna, ubicada actualmente en el centro del parque Tiergarten
de Berlín, erigida para celebrar las victorias prusianas sobre daneses,
austríacos y franceses. Esa columna es como la fragua de Vulcano en la que
Benjamin forja con los viejos materiales la nueva interpretación.
Benjamin cuenta en Infancia en Berlín cómo la visita
escolar al citado monumento se convertía en una clase de adoctrinamiento
patriótico. Con cada visita se actualizaba "el día de Sedán", es
decir, la fecha del triunfo de los ejércitos prusianos sobre los franceses (2
de septiembre de 1873). Los profesores cincelaban esos sentimientos
nacionalistas con las explicaciones que extraían de los relieves en mármol que
circundan, a diferentes niveles, la famosa columna. Allí quedaba claro quiénes
eran los vencedores y quiénes los vencidos. Al joven Benjamin aquello no
pareció convencerle a juzgar por su comentario. Le parecían tan desgraciados
los héroes como los derrotados. No veía superioridad en el triunfo. Si le
llevaron allí para que como buen alemán gozara con "la Gracia que rodeaba
la figura esplendorosa de la Victoria" que coronaba la columna en forma de
ángel, la verdad es que, se vino a casa con la sensación de haber
"visitado el infierno",
justamente lo contrario de lo previsto.
Esa temprana percepción de la victoria
y de la derrota abre un camino que no está aún escrito. Benjamin podía
encontrar en círculos cercanos críticas
al culto de la personalidad, también la ambiciosa "Ideologiekritik"
del marxismo que ponía en solfa el discurso de los vencedores, incluso las
denuncias proféticas a la divinización del poder. Pero lo que se juega en la
metamorfosis del ángel de la victoria en ángel de la historia es otra cosa. No
se trata ya de deconstruir el discurso del vencedor teniendo en cuenta la
mirada de los vencidos, sino de descubrir en la experiencia del vencido un
potencial redentor para el conjunto de la historia.
Ese es el salto que sólo un Bilderdenker pueda dar. Para hacernos
una idea de lo que está en juego habría que tener en cuenta tanto la tradición
judía de la prohibición de imágenes como la cristiana que, gracias a su
teología de la encarnación, las permite. La imagen nunca podrá alcanzar ni por
tanto sustituir a lo representado, pero la representación es posible siempre y
cuando remita a lo irrepresentable. En esa doble tradición se mueve Benjamin
bajo el moto "per visibilia ad
invisibilia". Lo que Benjamin descubre en esa remisión no es el
substrato transcendental de lo aparente (no es la figura de Dios tras las
huellas mundanas de su divinidad) sino el precio de la historia. La parte
oculta de la realidad es una Leidensgeschichte.
Lo que es evidente es que hay todo
un camino por recorrer entre la temprana intuición del joven Benjamin y la
teoría de la historia que subyace en el escrito Sobre el concepto de historia. Ese itinerario consiste en pasar del
sentido moral del sufrimiento a su dimensión epistémica. Por supuesto que tiene
una significación moral. El descubrimiento de las víctimas de la historia, en
efecto, denuncia la injusticia que acompaña a la felicidad de los vencedores
que no pueden ser felices más que oprimiendo a los más débiles. Pero la gran
aportación benjaminiana consiste en desvelar su significación epistémica: como
si la mirada desde abajo proporcionara la perspectiva más completa de la
realidad. Y ello es así porque la perspectiva desde los vencedores, que es la
que ha dominado, es substancialmente superficial. La superficie, en efecto, es
lo aparente, lo que se muestra, lo que ha llegado a ser. Todas esas expresiones
son formas de nombrar a los hechos (pretérito perfecto del verbo hacer) que es
lo que interesa al conocimiento canónico y sobre todo a la ciencia pues ya
decía Aristóteles que sólo sobre las hechos hay ciencia.
Pues bien, la afirmación de un valor
epistémico del sufrimiento lo que quiere decir es que la “invisibilia” forma
parte de la realidad y que, por tanto, si no se la tiene en cuenta, el
conocimiento, por muy envarado de ciencia que se presente, será incompleto.
Para dar el salto de lo visible a lo
invisible hay que estar entrenado en un arte que no es del orden conceptual
sino de la representación. Esa capacidad, que es la propia del Bilderdenker, no se improvisa. Se ha
conformado y transmitido fundamentalmente a través de la crítica literaria y de
la crítica artística. Gracias a la investigación de José María González podemos
reconstruir el itinerario que siguió Benjamin para resignificar la historia de
los vencedores en historia de los vencidos con la particularidad de que no se
trata de un mero cambio de perspectivas sino de conquista de un punto de vista
realmente universal y potencialmente redentor. Es una aportación intelectual de
gran alcance.
Reyes Mate (Contribución al libro, editado por F. Colom González, 2020, Ensayos sobre filosofía, literatura y sociología en homenaje a J. Mª. González García, Universidad de Deusto, Bilbao, 61-83, (ISBN 978-84-1325-119-69)
NOTAS
(1)
Arendt, H., 2001, Hombres en tiempos de
oscuridad, Gedisa, Barcelona, (traducción de Claudia Ferrari).
(2)
Moses, S., 1992, L’Ange de l’Histoire,
Seuil, Paris, 95-185.
(3)
Taubes, J., 2007, Del culto a la cultura,
Katz, Madrid, 359.
(4)
Para un desarrollo de este punto, cfr. Mate, Reyes, 2018, El tiempo, tribunal de la historia, Trotta, Madrid
BIBLIOGRAFÍA
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oscuridad, Gedisa, Barcelona, (traducción de Claudia Ferrari).
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