El personal del CSIC ha firmado un “Manifiesto
por Palestina” en el que se denuncia la acción bélica de Israel contra Gaza, al
tiempo que se pide suspender toda relación académica con instituciones
israelíes que no presenten un compromiso firme con la paz. Se condena una
acción bélica, que algunos tachan, dicen, de genocidio, al tiempo que se
rechaza, en una frase subjuntiva, el
atentado terrorista de Hamás.
El Manifiesto ha sido firmado por
muchos trabajadores del CSIC, buena parte de ellos científicos, sin mayores
discusiones. Es como si la literalidad del texto expresara los sentimientos y
convicciones morales de sus firmantes.
El documento recuerda que “las
organizaciones científicas no deberían permanecer ajenas a esta situación y
deben expresar su compromiso con la paz y los derechos humanos”. Es una noble
apelación que honra a los firmantes aunque quizá debería, en nombre de su
cualificación científica, añadir a la expresión de los sentimientos, la
responsabilidad por un mejor conocimiento de los hechos y una más ajustada
valoración de su significado.
1. Para empezar, habría que
preguntarse quién puede juzgar y, por tanto, condenar los hechos. Uno no puede
ser juez y parte. Creo que los firmantes, como el resto de españoles y
europeos, somos parte del problema porque somos la causa -remota pero real- del
problema palestino. ¿Habrá que recordar que el pueblo judío, desde los tiempos
de Los Reyes, decidió vivir sin Estado, es decir, pacíficamente entre los demás
pueblos, pero que no les fue posible porque todos y cada uno de los Estados les
acabaron expulsando o exterminando? Solo podemos ser críticos con el Estado de
Israel si somos autocríticos con el nuestro. Y esa responsabilidad no se
resuelve reconociendo al Estado Palestino, que puede ayudar, sino
preguntándonos si realmente hemos conjurado nosotros, los nietos de aquellos
abuelos, la querencia a definirnos excluyendo.
Antes
de erigirnos en jueces justicieros deberíamos recordar la sabia respuesta del staretz
Zosima, en Los Hermanos Karamazov, cuando
se preguntaba si podríamos ser jueces de las demás: “no puede haber en la tierra juez para el delincuente”, decía, “ hasta
que ese mismo juez no comprenda que él es también un delincuente como el que
tiene delante y que pudiera ser que fuere más culpable de ese crimen que todos.
Cuando hubiere comprendido eso, entonces podrá hacer de juez”. Abundan estos
días políticos, intelectuales y periodistas autoinvestidos de una autoridad
moral superior impartiendo premios y castigos con absoluta arbitrariedad. A
esta España, que fue durante siglos antisemita sin judíos en su territorio, le
cuesta entender que ante la situación actual, la actitud moral correspondiente
no sería la de erigirse en juez cuanto la de preguntarse por nuestra responsabilidad
en el origen del problema. Para la situación actual ayuda más esa conciencia
autocrítica que cualquier juicio sobre la actuación de otros.
Lo
que está ocurriendo en Gaza clama al cielo, pero no está de más recordar que de
eso sabemos mucho en España. Las aljamas de Gerona, Toledo, Sevilla o Granada
son testigos de asaltos criminales, con su séquito de robos y asesinatos, sin que
mediara provocación alguna. Todo en nombre de un antijudaísmo reinante. Lo que
podemos hacer es lo que está en nuestras manos: propiciar todo lo que ahorre
sufrimiento y vigilar nuestro antisemitismo.
Parecidas
razones a las que tienen los alemanes para mantener esa reserva de juicio sobre
la cuestión judía, las tenemos los españoles. La diferencia es que allí son
conscientes de su responsabilidad y aquí, no.
Tener
presente nuestra responsabilidad a la hora de valorar la de los demás no
significa que haya que quedarse inmovilizados o ser indiferentes. Podemos
combatir la violencia que generamos nosotros mismos; podemos echar una mano a
las víctimas de violencias que no
controlamos; podemos secundar iniciativas de paz y de reconciliación que se
están dando en el seno del conflicto; podemos también confiar que Tribunales
competentes, como La Corte Penal Internacional, hagan su trabajo.
2. Sorprende que en un escrito del
CSIC no haya la menor referencia analítica al papel de Hamás, más allá de una
frase condenatoria de su acto terrorista. La catástrofe actual no ha surgido de
la nada. Comenzó con una acción violenta cargada de significación política.
Hamás, el partido político que controla Gaza, no quiere la paz con Israel, sino
sin Israel. Su portavoz declaraba recientemente: “lo haremos una y otra vez. Habrá
una segunda, una tercera, un cuarta Israel no tiene cabida en nuestra tierra.
Debemos eliminar ese país…Hay que acabar con él”. Si el Manifiesto califica in obliquo la guerra de genocidio, no
habría que perder de vista “la vocación genocida de Hamás”, como dice David
Grossman. No sólo genocida respecto a Israel sino respecto a su pueblo. Hamás
ha decidido sacrificar a su propio pueblo –provocando, primero, y luego utilizando
a los rehenes para impedir un alto el fuego- para demonizar internacionalmente
a Israel y también para concitar la aquiescencia del mundo árabe. Que haya
conseguido lo primero, en base a la ceguera del Gobierno de Netanyahu, no anula
la pregunta que tiene que hacerse cualquiera que se quiera pronunciar sobre el
conflicto: ¿Qué tipo de organización es esa que en vez de defender a los suyos
los sacrifica? ¿qué pasa con ese pueblo pillado entre el fuego de los unos y el
fanatismo de los otros? Si todo comenzó con el atentado del 7 de octubre, por
parte de Hamás, si la condición para el alto el fuego es la devolución de los
rehenes ¿por qué se pasa como de puntillas sobre sus objetivos políticos?
¿Quién está verdaderamente interesado en la paz y quien en la guerra? Al no
hacerse ninguna de estas preguntas, el Manifiesto da por hecho que Hamás, más
allá de sus excesos terroristas, es un interlocutor válido, un depositario seguro
de nuestras simpatías o ayudas.
3. Lo preocupante del documento es
la ideologización de la reacción moral patente en la propuesta de romper las
relaciones con unos, en nombre de la paz, mientras se alientan las ayudas, a la
otra, en nombre de los desastres de la guerra. Para poder mantener relaciones
con instancias académicas israelíes, se les pide un compromiso con la paz del
que se dispensa a los palestinos. En
este caso tiene razón el documento en manifestar solidaridad con los
palestinos, a cualquier precio, y no la tiene cuando exige un compromiso firme,
en el primero. Lo que nos toca es construir puentes, algo ausente del citado
documento, más interesado en volarlos. Podíamos aprender del pasado. Delante
del edificio central del CSIC, en la Calle Serrano, hay un Granado y un Árbol
de Judea. Recuerdan el primer congreso científico hispano-israelí, organizado
por el CSIC, precedido por un acuerdo entre el Instituto Weizmann y el CSIC
(1985) que fue, según reconoce Felipe González, la antesala del establecimiento
de relaciones diplomáticas entre los dos Estados. Fui testigo en primera fila
de ese momento en el que la ciencia se ponía incondicionalmente del lado de la
paz y de la justicia porque, no lo olvidemos, el franquismo era proárabe y
antisemita, como lo es ahora cierta izquierda. Fue la democracia la que
reconoció al Estado de Israel. Bueno es que la ciencia se las ingenie para
construir y no para deshacer como
pretende la propuesta de cortar relaciones con quien no tenga un compromiso
“firme” con la paz, una ocurrencia que dejaría fuera de juego a cualquier
institución gazatíe controlada por Hamás.
4. Se
esperaría de investigadores del CSIC alguna referencia al fondo del asunto. El
conflicto israelo-palestino puede considerarse el catalizador de “La cuestión
judía del siglo XXI”, como lo fue la discriminación política el gran tema de la
“La cuestión judía del silo XIX”. Entonces se propuso como solución la figura
del Estado secularizado que al no hacer acepción de ideas ni de creencias
permitía a judíos o cristianos formar parte por igual del nuevo Estado. Aquella
solución, que Marx calificó de “emancipación política”, tenía un par de
inconvenientes. El primero, que el club privilegiado, ocupado hasta ahora por
cristianos, al abrir sus puertas al de otra religión, seguía siendo un club
exclusivo y excluyente, sólo que ahora contaba con miembros de otras
religiones. En segundo lugar, que reservaba la condición de ciudadanos, en
último instancia, a los “nacionales”, reservándose el Estado el derecho a
decidir quién de entre los nacidos en su territorio merecía esa consideración.
Hannah Arendt ha contado en “Nosotros, refugiados” el destino del pueblo judío
en ese Estado moderno. es decir a los de la misma sangre y tierra.
Palestina
es un símbolo de la “cuestión judía del siglo XXI” porque lo que se plantea es
la posibilidad de crear un espacio de convivencia posnacional que albergue a los
pueblos diferentes que, en la “emancipación política”, se consideraba “ enemigos”.
Queremos, en efecto, que Israel y Palestina compartan la tierra en alguna de su
variantes (dos Estados, Federación, Confederación…).
Lo
que tenemos que reconocer es que el paso de la “emancipación política” a lo que
el mismo Marx llamaba “emancipación humana”, es decir, el paso de una
concepción nacionalista del territorio a otra, posnacionalista, es un salto mortale que nadie osa dar. Se lo
queremos imponer a los dos pueblos cuando ni nosotros mismos no lo creemos. La
idea de reconocer el Estado Palestino no es discutible tanto por el modo y el
momento elegido para hacerla cuanto porque supone revisar seguramente la idea
que tenemos de Estado nación. Hemos identificado tanto la convivencia, incluso
el ser humano, a pertenecer a un Estado singular que todavía hoy un inglés que
se haya pasado su vida en España no puede disfrutar de dos nacionalidades
porque la nación, como la madre, sólo hay una. Si quiere una tendrá que
renunciar a la otra. Por las identidades se sigue matando y muriendo. Hay
lugares físicos que llevan en su geografía huellas de muchas sangres, etnias,
lenguas, religiones y culturas. Lo más sensato sería considerarlos espacios
plurinacionales o posnacionales que reconocieran toda esa diversidad. Pensemos
en las zonas en conflicto en Ucrania, pero también en Ceuta, Melilla o
Gibraltar; en Alsacia y Lorena. Si el sólo hecho de pensarlo fríamente, desde
el confort de la paz, da vértigo ¿cómo exigirlo a quienes están sumidos en el
fragor de la guerra? Pedimos a los demás que hagan lo que ni siquiera nosotros
osamos pensar.
Un
Manifiesto no tiene por qué proponer la solución de problemas tan complejos,
pero tampoco se puede permitir simplificarlos. Lo que sí debe y no hace es
contribuir a crear un clima en que estos temas se planteen.
Reyes
Mate (Letras Libres, 7 de junio 2024)