La causa de beatificación de Isabel
la Católica, largamente hibernada, ha encontrado en el actual Presidente de la
Conferencia Episcopal, Luis Argüello, un decidido promotor que tendrá que
sortear los muchos obstáculos espirituales y temporales que han impedido su
avance.
Lo que se valora en una causa de beatificación
no son los logros mundanos sino el “vivir heroicamente las virtudes cristianas”.
En el caso de Isabel de Castilla se exhibe, además del título de reina
católica, el empeño en la evangelización del Nuevo Mundo. Una reina pues que se
comportó como una princesa cristiana. Si esto, que es sabido, no ha convencido
hasta ahora es porque seguramente no basta para probar una vida heroica en
virtudes cristianas.
Por lo que hace al título de Reyes
Católicos no estaría de más darse una vuelta por su sepulcro en la Catedral de
Granada. En el epitafio se explica que ese título es la suma de otros dos:
haber sido “prostratores”, es decir, perseguidores, y “extintores”, es decir,
aniquiladores de las doctrinas defendidas por judíos y musulmanes. Como bien
dice Américo Castro no se trata de subrayar solo el fervor religioso de los
reyes de Castilla y Aragón, sino de afirmar un modo exclusivo de ser español, a
saber, siendo de confesión cristiana. En el epitafio se resume la idea de que
el español es cristiano, de suerte que el judío o musulmán, aunque lleven
tiempo inmemorial en el mismo territorio, serán extranjeros. Con la fórmula del
epitafio se trataba de legitimar una política de conquista del territorio compartido
secularmente por creyentes de otras confesiones y, al tiempo, justificar su persecución
y expulsión.
Los historiadores ya se han
encargado de desmontar todo ese relato que identifica al español con el
cristiano (con el mito de Santiago Apóstol a la cabeza), una operación
eminentemente política e ideológica. Esa identificación, sin base histórica
alguna, tuvo una consecuencia que seguramente pesa a la hora de valorar las
virtudes cristianas de la Reina Isabel. Quien la captó debidamente fue Fernando
VII quien, al celebrar el título de católico, propio de los reyes españoles,
precisa que Isabel y Fernando se lo ganaron “por no tolerar en el reino a
ninguno que profese otra religión que la católica”. Intolerantes, pues, porque
católicos, con un añadido que no pueda pasar desapercibido: la obsesión por la
pureza de sangre, que les llevó a restaurar la Inquisición, entroniza un
etnicismo racista que inspiró la política de la pureza racial del III Reich. La
relación entre los dos momentos históricos fue bien vista por Francisco Franco
quien, en 1940, regalaba el oído de los amigos nazis diciendo que la expulsión
de los judíos de 1492 fue “un acto racista como los de hoy”, precisando que se
trataba “de una política totalitaria y racista, por ser católica”.
El capítulo de la evangelización,
con sus luces y sombras, no admite tampoco la calificación de sobresaliente que
debería requerir una beatificación. Desde muy pronto ya hubo denuncia de la
violencia de la evangelización, como consta por el sermón del dominico Antón
Montesinos. Aquella temprana denuncia en la Isla Española, a los diez años del
desembarco de Colón, conmocionó a un cura encomendero que “evangelizaba” como
todo el mundo, es decir, explotando a los indígenas. El impacto de la denuncia
fue tal que produjo una auténtica conversión cristiana en el cura católico. El
cura repiso, como él, Bartolomé de las Casas, decía de sí mismo, se convirtió
en un crítico implacable de la conquista hasta el punto de escribir al final de
sus días que la presencia de los españoles en Las Indias “ha sido contra todo
derecho natural y derecho de gentes, y también contra todo derecho divino”.
La importancia de este testimonio en
el asunto que nos ocupa es que, por un lado, se denuncia en aquel momento lo
que se estaba haciendo. No es que juzguemos el pasado con la mirada del
presente, sino que ya en ese tiempo hubo una mirada crítica, cristianamente
inspirada. Y, por otro, que las cosas se podían haber hecho de otra manera. Lo
que pedían críticos como Las Casas era factible, como de hecho ocurrió años
después en las Islas Filipinas. Un nieto de Isabel, Felipe II, encargó a un
discípulo de Las Casas, Miguel de Benavides, que planteara la presencia
española en esas islas conforme al espíritu lascasiano. Y así se hizo: se pidió
permiso para entrar, se respetó la voluntad religiosa de los autóctonos, se
devolvieron los impuestos. Se trataba de entender que se iba a esas tierras o
bien a evangelizar o a hacer negocio.
Habría que preguntarse qué mueve
esta causa: si la gloria de Isabel o la nostalgia de un tiempo pasado en el que
la Iglesia pesaba mucho. La reina de Castilla puso la religión al servicio de
la política, a cambio, la Iglesia se convirtió en un auténtico poder. Quien
salió perdiendo, diría Las Casas, fue la evangelización que tuvo que
contemporizar con la conquista y los negocios. Isabel la Católica no escapó a
esa desnaturalización religiosa pues, al fundir lo español en lo católico,
politizó lo espiritual de tal manera que hizo de la intolerancia, virtud. Esta
es una operación que cuadra con el concepto maquiavélico de virtú, pero difícilmente con el
cristiano.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 30 de
junio 2024)